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Authors: Arnaldur Indridason

Silencio sepulcral (18 page)

BOOK: Silencio sepulcral
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—Pero ¿qué sucedió en el gasómetro?

—Nada, que yo sepa. Es todo una invención suya. No sé dónde puede haber oído esas tonterías.

—Pero ¿dónde están tu madre y tu padre?

Ella calló y miró a su hijo. Durante toda su vida había luchado con aquella pregunta y ahora su hijo, en su inocencia, acababa de plantearla directamente y ella no tenía la menor idea de qué contestarle. No sabía quiénes eran sus padres, nunca lo había sabido. Cuando era más joven había hecho algunas indagaciones pero sin llegar a nada. Cuando intentaba recordar sus primeros años, se veía en una inclusa de Reykjavik, y cuando creció supo que no era hija ni hermana de nadie, y que estaba a cargo del municipio. Pensó muchas veces en aquellas palabras, pero hasta mucho más tarde no comprendió lo que significaban. Un día se la llevaron de la inclusa y fue a parar a casa de un matrimonio de edad, como una especie de asistenta domiciliaria, y cuando tuvo edad se colocó de sirvienta en casa del comerciante. Aquélla había sido toda su vida hasta que conoció a Grímur. Por eso siempre había echado de menos tener padres, un refugio, una familia, tíos y tías, y abuelos y abuelas, y hermanos y hermanas, y cuando paso de adolescente a mujer se preguntaba a menudo quienes serían sus padres. No sabía dónde buscar la respuesta.

Imaginó que habían perecido en un accidente. Aquello le servía de consuelo, porque no podía ni imaginar que hubieran abandonado a su hija. Se dijo que le habían salvado la vida pero ellos habían muerto. Incluso que habían sacrificado sus vidas por ella. Siempre pensó en ellos así. Como héroes que lucharon por sus propias vidas y por la de su hija. No podía ni imaginar que sus padres siguieran con vida. Era impensable.

Cuando conoció al marinero, el padre de Mikkelína, le convenció de que la ayudara a buscar la respuesta, y fueron de oficina en oficina pero en ningún sitio podía encontrarse dato alguno sobre ella excepto que era huérfana; su primera inscripción en el registro no mencionaba a los padres. La habían inscrito como huérfana. No hubo forma de encontrar su certificado de nacimiento. Fue con el marinero a ver a la familia de acogida y preguntaron a su madre adoptiva si recordaba algo, pero no fue capaz de darles una respuesta «Pagaron para que te acogiéramos —les dijo—. Un dinero que no nos venía nada mal.» Nunca había preguntado por el origen de la muchacha

Hacia ya muchos años que había dejado de hacerse preguntas sobre sus padres, cuando Grimur apareció un día asegurando que había descubierto quienes eran sus padres y como la habían engendrado, y ella le miró a los ojos cuando habló de la orgía del gasómetro.

Miro a Símon y todos aquellos pensamientos del pasado volvieron a su mente, estuvo a punto de decir algo importante pero se contuvo y le dijo que no estuviera siempre preguntando esas cosas.

La guerra rugía por el mundo y había llegado incluso a lo alto de la colina, al lado opuesto, donde los soldados ingleses habían empezado a construir casas con forma de pan que se llamaban barracones. Símon no comprendía la palabra. Se dedicaban a la «intendencia».

A veces iba con Tómas al otro lado de la colina a ver lo que hacían los soldados. Éstos llevaron allí maderas, grandes cabrios para los tejados, chapas de cinc y material para vallas, rollos de alambre de espino y sacos de cemento, y una hormigonera y un buldózer para socavar la tierra donde iban a levantar los barracones. Y construyeron un bunker de hormigón abierto hacia el oeste, hacia Grafarvogur, y un día los hermanos vieron a los ingleses subiendo un gran cañón colina arriba. El tubo del cañón se elevaba muchos metros en el aire; metieron el cañón en el bunker, y asomaba inmenso por una abertura, dispuesto a bombardear al enemigo, los alemanes, que habían empezado la guerra y mataban a todo el que pillaban, incluso a niños pequeños como ellos.

Los soldados levantaron una valla alrededor de los barracones, que eran ocho y se construyeron en un abrir y cerrar de ojos, y colocaron un portón y un cartel que decía, en islandés, que quedaba terminantemente prohibida la entrada a toda persona no autorizada. Al lado había una caseta en donde mañana y noche había un soldado con un fusil. Los soldados no prestaban ninguna atención a los chicos, que tenían la precaución de mantenerse a una distancia prudente. Cuando hacía buen tiempo y lucía el sol, Símon y Tómas llevaban a su hermana al otro lado de la colina y la tumbaban sobre el musgo para que viera lo que estaban construyendo los soldados y para enseñarle el cañón que sobresalía del bunker. Mikkelína miraba todo lo que se ofrecía a sus ojos en silencio y pensativa, y Símon tuvo la sensación de que lo que veía le daba miedo. Los soldados y el gran cañón.

Los soldados vestían uniformes de color verde musgo con correajes, y fuertes botas negras que se ataban hasta las pantorrillas, y a veces un casco en la cabeza, y fusiles y pistolas en fundas sujetas al cinturón. Cuando hacía calor, se quitaban las guerreras y las camisas y trabajan al sol, desnudos de cintura para arriba. A veces había maniobras en la colina, y entonces los soldados se escondían, salían corriendo y se tiraban al suelo disparando sus armas. Por las noches llegaban desde el campamento ruidos y música. A veces, la música salía de un aparato que chirriaba, y la canción tenía un sonido metálico. Otras veces eran ellos quienes entonaban en plena noche canciones de su patria, Inglaterra, y Grímur decía que era una gran potencia.

Le contaron a su madre todo lo que pasaba al otro lado de la colina, y no mostró demasiado interés en ello. Pero una vez la llevaron hasta lo alto de la colina, donde se pasó un buen rato mirando el campamento de los ingleses, y cuando volvió a casa habló de complicaciones y peligros y prohibió a los chicos que rondaran por donde estaban los soldados, porque nunca se sabía lo que podía pasar con gente armada, y no quería que les sucediera nada.

Al cabo de un tiempo, llegaron al campamento de intendencia los americanos, y casi todos los ingleses se fueron. Grímur dijo que los habían enviado a todos a la muerte, y que los yanquis se lo pasarían muy bien en Islandia y que no tenían de qué preocuparse.

Grímur dejó el transporte de carbón y empezó a trabajar para los yanquis de la colina, porque allí había dinero y trabajo de sobra. Un día iba caminando por la colina, preguntó si necesitaban a alguien en el campamento de intendencia y sin ningún problema le dieron un puesto en el almacén y la cantina. A partir de entonces cambió considerablemente la disponibilidad de alimentos en su casa. Grímur llevó un día una lata roja con una llavecita. Levantó el metal de la tapa con la llave y volcó cuidadosamente el contenido hasta que un pedazo de carne color rosa cayó sobre el plato, rodeado de una gelatina transparente que temblaba y estaba deliciosamente salada.

—Jamón —dijo Grímur—. Llegado directamente de los Estados Unidos.

Símon no había comido nada tan bueno en toda su vida.

Al principio no se paró a pensar cómo llegaba hasta su mesa aquella comida nueva, pero se dio cuenta del gesto de preocupación de su madre cuando Grímur llegó una vez con una caja entera de latas y la escondió por la casa. Después las llevaba a Reykjavik en un saco, y cuando volvía contaba las coronas y los céntimos en la mesa de la cocina, y se le veía inusualmente alegre. No estaba tan enfadado con su madre. Dejó de hablar del gasómetro. Le acariciaba la cabeza a Tómas.

Las mercancías inundaban la casa: había cigarrillos americanos y exquisitos alimentos enlatados, e incluso medias de nailon que según su madre era el máximo deseo de las mujeres de Reykjavik.

Todo permanecía tan sólo un tiempo breve en la casa. En una ocasión, Grímur apareció con un paquetito que olía maravillosamente; Símon jamás había olido nada que se le pareciera. Grímur abrió el paquete y dejó que lo probaran, y dijo que era goma de mascar que los yanquis se pasaban el rato masticando a horas y a deshoras, como las vacas. No había que tragárselo, sino que al cabo de un rato tenías que escupirlo y coger una laminita nueva. Símon y Tómas, y hasta Mikkelína, que también recibió su porción de aromático chicle, rumiaban como si les fuera la vida en ello, y luego lo escupían y cogían otro.

—Se llama
gum
—dijo Grímur.

Grímur aprendió enseguida a arreglárselas en inglés, se hizo amigo de los militares y, en ocasiones, cuando los soldados estaban de permiso, los invitaba a su casa, y entonces tenían que llevar a Mikkelína al trastero, y los chicos se tenían que peinar bien y su madre se ponía el mejor vestido que tenía, y se arreglaba lo mejor posible. Llegaban entonces los soldados, que eran amables y se presentaban saludando con un apretón de manos y regalando caramelos a los chicos. Se sentaban a charlar y bebían a morro de las botellas. Se despedían y se iban en un jeep militar y todo volvía a quedar tranquilo en casa, donde jamás recibían visitas.

Lo más habitual era que los soldados fueran directamente a Reykjavik y volvieran por la noche cantando felices y contentos, y entonces se oían gritos y llamadas por la colina, y en una o dos ocasiones creyeron oír el disparo de un arma, aunque no del gran cañón, porque si se disparaba era que los malditos nazis habían llegado a Reykjavik dispuestos a matar a todo el mundo en un abrir y cerrar de ojos, según Grímur. Muchas veces iba a la ciudad con los soldados y se divertía con ellos y volvía a la casa de la colina cantando alguna de las canciones más populares de América. Símon nunca había oído a Grímur cantar hasta ese verano.

Y una vez, Símon fue testigo de algo asombroso.

Uno de los soldados americanos fue cierto día al otro lado de la colina con una caña de pescar y se detuvo en el lago Reynisvatn y se puso a pescar truchas. Y luego fue colina abajo con la caña nada menos que hasta el Hafravatn, donde pasó la mayor parte del día. Esto sucedía un bonito día de verano, y él iba tranquila y pausadamente por la orilla lanzando el sedal cuando le parecía bien. No parecía estar pescando por codicia, más bien parecía disfrutar de la vida junto al lago con aquel tiempo tan bueno. Se sentaba, fumaba y tomaba el sol.

Hacia las tres pareció cansarse y recogió la caña y un pequeño morral de pesca, metió dentro las tres truchas que había pescado y se alejó del lago con su tranquilidad acostumbrada y subió la colina, pero en vez de pasar delante de la casa se detuvo y le dijo algo incomprensible a Símon, que había seguido sus caminatas y ya estaba ante la casa.


Are your parents in?
—preguntó el soldado, sonriente y dirigiéndose hacia la entrada.

La puerta estaba abierta como siempre que hacía buen tiempo.

Tómas había llevado a Mikkelína al sol, detrás de la casa, y permanecía tumbado a su lado. Su madre estaba dentro, dedicada a las tareas domésticas.

Símon no comprendió al soldado.


You don’t understand me?
—dijo el soldado—.
My name is Dave. I'm an American
.

Comprendió que se llamaba Dave y asintió con la cabeza. Dave le acercó su zurrón, lo abrió, sacó las tres truchas y las puso en el suelo.


I want you to have this. You understand? Keep them. They should be great.

Símon miró a Dave sin comprender. Dave sonrió mostrando sus dientes blancos. Era delgado y de baja estatura, el rostro huesudo, pelo oscuro y espeso, peinado a un lado.


Your mother, is she in?
—preguntó—.
Or your father?

Símon no dio señal alguna de comprenderle. Dave se desabrochó el botón del bolsillo delantero de la guerrera y sacó un librito negro, y pasó las páginas hasta encontrar el lugar adecuado. Se acercó a Símon y señaló con un dedo un pasaje del libro.


Can you read?
—preguntó.

Símon leyó la frase que le señalaba. Estaba en islandés y era comprensible, y después estaba en extranjero, el idioma en el que no entendía nada. Dave leyó la frase islandesa en voz alta, esforzándose por hacerlo bien.

—Me llamo Dave —dijo—.
My name is Dave
—repitió en inglés.

Luego le dio la vuelta al libro y lo acercó a Símon, que leyó en voz alta.

—Me llamo... Símon —dijo con una sonrisa.

Dave también sonrió, y su sonrisa fue aún más amplia. Buscó otra frase del libro y se la enseñó a Símon.

—«¿Cómo está usted, señorita?» —leyó Símon.


Yes, but not miss, just you
—dijo Dave riendo.

Pero Símon no le entendió. Dave encontró en el libro una palabra y se la enseñó.

—«Madre» —leyó Símon en voz alta.

Y Dave le señaló con el dedo y asintió con la cabeza.

—¿Dónde está? —preguntó en islandés.

Y Símon comprendió que estaba preguntando por su madre. Le hizo señas de que le siguiera y entró con él en la casa y llegó hasta la cocina, donde estaba su madre sentada a la mesa grande, remendando calcetines. Vio entrar a Símon y le sonrió, pero cuando vio a Dave detrás de él, la sonrisa se congeló en sus labios, los calcetines se le cayeron de las manos y se puso en pie de un salto tan brusco que volcó el taburete.


Sorry —dijo el americano—. Please, I'm so sorry. I didn’t want to scare you. Please.

La madre de Símon había retrocedido hasta la pila del fregadero y tenía la mirada clavada en el suelo, como si no se atreviera a levantar los ojos.

—Llévatelo, Símon —dijo.


Please, I will go
—dijo Dave—.
It's okay. I'm sorry. I'm going. Please, I...

—Llévatelo, Símon —repitió su madre.

Al principio, Símon no alcanzó a comprender su reacción y se quedó mirando a uno y otro alternativamente, y vio a Dave retroceder y desaparecer de la cocina y salir al patio.

—¿Por qué me has hecho esto? —le dijo a Símon—. Traer un hombre a casa. ¿Qué significa esto?

—Perdóname —dijo Símon—. Creía que no era nada malo. Se llama Dave.

—¿Y qué quería ese hombre?

—Quería regalarnos su pescado —dijo Símon—. Lo pescó en el lago. Pensé que no era nada malo. Sólo quería darnos el pescado.

—Dios mío, qué susto. Cielo santo, qué susto me he llevado. No lo vuelvas a hacer nunca más. ¡Nunca! ¿Dónde están Mikkelína y Tómas?

—En la parte de atrás.

—¿Están bien?

—¿Que si están bien? Sí. Mikkelína quería salir al sol.

—No vuelvas a hacerlo nunca más —repitió, y salió a ocuparse de Mikkelína—. ¡Escúchame bien! Nunca más.

Dio la vuelta a la esquina y se dirigió al lado sur de la casa, y vio al militar al lado de Tómas y Mikkelína, mirando a la chica con cara de asombro. Mikkelína estaba retorcida, alargando la cabeza hacia el sol para ver quién era aquel que los miraba desde arriba. Vislumbró la cara del soldado entre los rayos de sol. El soldado miró a la madre y luego a Mikkelína, acurrucada en la hierba con Tómas.

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