Sin embargo, ni la terquedad, ni las oraciones, ni nada pudo liberarme de una cosa: del hambre. Ya antes había experimentado -o así lo creía- el hambre; había tenido hambre en la fábrica de ladrillos, en el tren, en Auschwitz e incluso en Buchenwald, pero no conocía el hambre «a largo plazo», por decirlo de alguna manera. Tenía un hueco, un espacio vacío, y quería, con todos mis esfuerzos, llenar ese hueco sin fondo, ese espacio cada vez más vacío, aniquilar, silenciar el hambre. Mis ojos no veían otra cosa que comida, mis pensamientos, mis actos, todo mi ser se ocupaba exclusivamente de eso, y si no me comía la madera, el hierro o los guijarros, era sólo por la imposibilidad de masticarlos y digerirlos. Sin embargo, he comido arena y también hierba; las comía sin pensar, pero no había mucha hierba ni en el campo, ni en el territorio de la fábrica. Por un solo cebollín se pedían dos rebanadas completas de pan, y por el mismo precio se vendía una remolacha azucarera o una forrajera. A mí, me gustaba más la forrajera porque era más jugosa y por lo general más grande, aunque los entendidos decían que las azucareras tenían más valor nutritivo, más cosas que aprovechar; pero apenas había elección, aunque la forrajera fuera más dura y tuviera un sabor más picante. A veces, me bastaba incluso con ver comer a los otros. A nuestros guardias les traían la comida a la fábrica y yo no les quitaba los ojos de encima cuando comían. Sin embargo, no me dejaban disfrutarlo de verdad porque comían demasiado deprisa, sin masticar bien, parecían no darse cuenta de lo que hacían. En otra ocasión estuve con un destacamento en el taller, donde los capataces sacaban la comida que traían de sus casas; recuerdo que estuve mirando durante mucho tiempo una mano amarilla, con grandes nudillos, que sacaba de un bote de vidrio alargado judías verdes enteras, una tras otra. No podía dejar de mirar aquella mano, quizá con un sentimiento inseguro y poco definido de esperanza. Sin embargo, aquella mano -que ya conocía perfectamente bien- sólo se movía entre el bote y la boca. Un poco después, ni siquiera eso, puesto que el hombre se dio la vuelta y a partir de entonces sólo me mostró la espalda; comprendí que lo hacía guiado por un sentimiento humanitario, y me habría gustado decirle que no se preocupara, que siguiera comiendo tranquilamente, que yo apreciaba también el hecho de poder ver cómo lo hacía, que eso era mejor que nada, por supuesto. El primer plato de mondas de patatas se lo compré a un finés. Me lo enseñó en el descanso de mediodía, y yo tuve la suerte de que Bandi Citrom no estuviera conmigo y pusiera pegas. Se lo puso delante, sacó lentamente un trozo de papel con sal muy gorda, cogió un poco con los dedos, se lo llevó a la boca, lo probó y me dijo, como sin darle importancia: «Se vende». Por lo general, un plato así cuesta dos rebanadas de pan o una ración de margarina, él pedía la mitad de mi sopa de la cena. Traté de regatear, alegando mil razones, incluso nuestra raza común. «Tú no eres judío», decía, sacudiendo la cabeza como lo hacen los finlandeses. «Entonces ¿por qué estoy aquí?», le pregunté. «¿Cómo quieres que lo sepa?», respondió, encogiéndose de hombros. Le dije: «¡Maldito judío!». «Por eso no te voy a vender esto más barato…», me respondió. Al final se lo compré por el precio que pedía, y por la noche apareció en el momento en que me sirvieron la sopa; no sé cómo pudo haberse enterado de que había sopa de leche.
Puedo decir con certeza que ciertas nociones sólo se comprenden cabalmente en un campo de concentración. Aquellos cuentos tontos de mi infancia, por ejemplo, hablaban de un «vagabundo» o un «peregrino» que llegaba a la corte del rey y, para ganarse la mano de su hija, se comprometía a servirle, muy contento, porque sólo se trataba de siete días. «Pero acuérdate que en mi castillo siete días son siete años», le decía el rey: pues lo mismo puedo decir yo del campo de concentración. Nunca me habría imaginado que podría envejecer tan pronto. Si en una situación normal hacen falta cincuenta o sesenta años para envejecer, en el campo bastaron tres meses para que mi cuerpo me abandonara. Puedo asegurar que no hay nada más molesto, más decepcionante que llevar la cuenta, día a día, de lo que se ha degradado de nosotros mismos. En casa, aunque no le hubiese prestado mucha atención, generalmente estaba en armonía con mi organismo, me gustaba esa maquinaria. Me acuerdo de aquella tarde de verano en la que estaba leyendo una novela de aventuras en el fresco del salón, mientras con una mano acariciaba con placer la piel suave y sedosa, llena de pelitos dorados, de mi fuerte muslo. Ahora, esa misma piel estaba arrugada, colgaba, estaba seca, áspera y amarillenta, cubierta de abscesos, manchas marrones, grietas, heridas y escamas que -sobre todo entre los dedos- me producían un picor desagradable. «Sarna», me aseguró Bandi Citrom cuando se lo enseñé. Observaba atónito con qué velocidad, con qué desenfrenada rapidez disminuía, día a día, la carne de mis huesos, hasta que no quedaba nada, hasta que desaparecía toda mi materia blanda. Cada día me sorprendía algo nuevo, algún nuevo fallo o algún defecto, en aquella cosa que me resultaba cada vez más rara y extraña, aunque hubiese sido un buen amigo: mi cuerpo. Ya no podía ni verlo, sin tener una sensación de desequilibrio, de horror. Con el tiempo dejé de quitarme la ropa y luego dejé de lavarme, puesto que eso también era desagradable y doloroso en medio de aquel frío. También estaban los zapatos.
Los zapatos eran causantes, por lo menos para mí, de muchos disgustos. Por lo general, era imposible estar muy contento con las prendas de vestir que nos habían asignado en el campo de concentración: eran poco funcionales y tenían muchos defectos, con lo cual se transformaban en fuentes de disgusto o simplemente eran inútiles. Por ejemplo, con las lluvias finas y grises, tipo calabobos -que eran constantes durante el cambio de estación-, los trajes de lienzo se transformaban en rígidos tubos, cuyo contacto húmedo nuestra piel trataba en balde de evitar. No servían los capotes para lluvia -que distribuyeron enseguida-, pues sólo eran otra capa húmeda más, otro engorro; tampoco me parecía una solución envolverse en el papel áspero de los sacos de cemento robados, como muchos hacían, entre otros Bandi Citrom, desafiando todo riesgo, puesto que ese tipo de delitos se descubrían enseguida: bastaba con un golpe de palo en la espalda o en el pecho y el ruido resquebrajado del papel te delataba. Y cuando ya no producía ese ruido seco, entonces la nueva capa, mojada y desagradable, ni siquiera se podía quitar sin esconderse.
Lo más desagradable eran los zapatos de madera. Todo empezó, en realidad, con el barro. Mi experiencia con él era insuficiente. Por supuesto, en mi vida previa había visto y pisoteado barro, pero nunca había imaginado que éste pudiera convertirse en nuestra mayor preocupación, en el asunto principal de nuestras vidas. No podía saber lo que significaba hundirme en el barro hasta la pantorrilla, sacar el pie con todo el esfuerzo del que fuera capaz, con un movimiento definitivo, rápido, produciendo un ruido de chapoteo, sólo para hundirme en él otra vez, unos veinte o treinta centímetros más adelante. No lo sabía, no estaba preparado para ello, aunque tampoco me hubiera servido de mucho estar preparado. Por otra parte, a los zapatos de madera, con el tiempo, se les rompían los tacones. Entonces caminábamos sobre una suela gorda y redondeada -que de repente se hacía más fina y adquiría una forma de góndola-, balanceándonos a la manera de unos muñecos tentetiesos. La suela fina que quedaba tras romperse el tacón se agrietaba pronto y, a cada paso, entraba por las grietas una mezcla de barro frío, minúsculos guijarros y otro tipo de sedimentos con partículas cortantes. También el forro de los zapatos se desprendía de la madera, rozándonos el tobillo, abriendo heridas por todas partes. Estas heridas -por su naturaleza- desprendían un líquido pegajoso y, así, al cabo de un tiempo, era ya imposible librarse de los zapatos, que ya no se podían quitar, se pegaban, se adherían al cuerpo, formando otro miembro más. Yo llevaba puestos los zapatos todo el día, y tampoco me los quitaba para acostarme, entre otras cosas para no perder tiempo cuando tuviera que levantarme saltando de mi cama, dos, tres y hasta cuatro veces cada noche.
Por la noche más o menos me las arreglaba y, al cabo de saltos, andanzas y arrastres, llegaba al barro de fuera y bajo la luz de los focos encontraba lo que buscaba. Pero ¿qué hacer durante el día si nos entraban las ganas -irrefrenables debido a la diarrea- estando en un destacamento? Había que hacer entonces de tripas corazón, quitarse la gorra y pedirle al guardia permiso para ir al retrete. En el supuesto de que hubiera uno en los alrededores para uso de los presos y de que el guardia fuera bondadoso, podíamos pedir permiso una vez y luego otra, pero ¿quién se atrevería a pedírselo una tercera vez, poniendo a prueba su paciencia? Entonces sólo nos quedaba la lucha silenciosa -con los dientes bien apretados y la tripa temblorosa- para ver quién resultaba vencedor: nuestro cuerpo o nuestra voluntad.
Como último recurso -esperándolo o no, provocándolo o tratando de evitarlo- siempre quedaban las palizas. Yo también recibí las mías, naturalmente, ni más ni menos que otros, el promedio, como cualquiera de nosotros, en justa correspondencia con las condiciones generales de nuestro campo, nada personal ni nada accidental. Parece ilógico, pero así fue: a mí no me tocaron los más autorizados o los designados habitualmente para ello, los miembros de las SS, sino un soldado de los llamados
Todt,
un cuerpo menos definido, cuyos miembros llevaban uniforme amarillo y desempeñaban funciones de capataz en el trabajo. Él era quien nos vigilaba y quien se dio cuenta -con qué vozarrona, con qué salto lo demostró- de que yo había dejado caer el saco de cemento. La verdad es que el trabajo de cargar sacos de cemento era uno de los más apreciados -y con toda razón- en los destacamentos, un trabajo excepcional que se recibía con una alegría apenas demostrable. Había que inclinar la cabeza para que otro te colocara un saco en el hombro y en el cuello; con el saco a cuestas había que ir hasta un camión donde alguien te lo quitaba; luego regresabas -dando una vuelta de tamaño variable según las posibilidades del momento- y, si tenías suerte, todavía había gente en la fila, con lo cual se ganaba más tiempo, hasta el saco siguiente. El saco no pesaba más de diez o quince kilogramos, lo que en condiciones normales parece un juego de niños, hasta se podría jugar a la pelota con ellos, pero yo tropecé y lo dejé caer. El saco de papel se rompió, volcándose en el suelo su contenido, esa materia valiosa, el cemento. Al instante el soldado estaba a mi lado y yo sentía su puño en la cara; me tiró al suelo y puso sus botas en mis costillas y su mano en mi cuello: me empujaba la cara contra el suelo, contra el cemento, para que lo recogiera, lo recuperase; pretendía que chupara el cemento. Me agarró y me volvió a poner de pie, diciendo que me demostraría
«Ich werde dir zeigen, Arschloch, Scheisskerl, verfluchte´ Judehund»
[Te enseñaré lo que es bueno, gilipollas, cabrón, maldito perro judío], que yo no dejaría caer ningún saco más, me prometía. A partir de entonces, él mismo me ponía los sacos encima, sólo se ocupaba de mí, sólo me seguía a mí con los ojos hasta el camión y, de regreso, me hacía poner el primero aunque hubiese gente en la cola delante de mí. Al final, actuamos perfectamente coordinados, ya nos conocíamos, yo veía en su rostro cierta satisfacción, cierto aliento, por no decir cierto orgullo, y en cierta manera tuve que reconocer que con razón, al fin y al cabo, puesto que aguanté, yendo y viniendo, llevando y trayendo -aunque me tambaleaba, me agachaba, con los ojos cubiertos por un velo oscuro-, sin dejar caer ni un saco más; a fin de cuentas eso le dio la razón a él. Al terminar ese día sentí, por primera vez, que algo se había degradado definitivamente en mi interior, y a partir de aquel día todas las mañanas me levantaba con el pensamiento de que aquélla sería la última mañana en que me levantaría; hacía cada movimiento con el pensamiento de que se trataba de mi último movimiento; sin embargo, los seguía haciendo, por lo menos de momento.
Existen situaciones en que parece imposible que se puedan agravar o empeorar. Yo mismo, al cabo de tanto esfuerzo, de tanto afán, de tanto empeño, acabé encontrando la paz, la tranquilidad y el alivio. Ciertas cosas, por ejemplo, que antes me habían parecido sumamente importantes, perdieron por completo su significado para mí. Así, estando en la fila durante el recuento, si me cansaba -y sin mirar si me encontraba en medio de un charco o si había barro-, me dejaba caer, me sentaba y me quedaba sentado o acostado hasta que mis vecinos me levantaban a la fuerza. No me molestaban ni el frío ni la humedad, ni el viento ni la lluvia: simplemente no me llegaban, ni siquiera los sentía. Desapareció hasta el hambre, me seguía llevando a la boca todo lo que encontraba, todo lo que fuera comestible, pero sin prestar atención, como por costumbre y de manera mecánica. En el trabajo no cuidaba ya ni las apariencias. Si tenían algún inconveniente, lo más que podían hacer era pegarme, y con eso tampoco me hacían mayor daño, sólo me hacían ganar tiempo, puesto que con el primer golpe me acostaba en el suelo y ya no sentía los otros porque me quedaba dormido.
Una sola cosa se había hecho más fuerte dentro de mí: el enfado. Si alguien me molestaba, me tocaba o me rozaba, si me equivocaba en el paso (lo que ocurría con frecuencia) y alguien me pisaba, por ejemplo, habría sido capaz de matarlo allí mismo, sin titubear, si hubiera tenido las fuerzas para matar y si al levantar la mano no me hubiese olvidado ya de lo que quería hacer. Tenía broncas hasta con Bandi Citrom; «me abandonaba», yo era una carga para el destacamento, traía problemas para todos, le contagiaba mi sarna: todo eso me reprochaba. Yo parecía molestarle en un aspecto especial. Me di cuenta aquella vez que por la noche me llevó a los aseos. Yo pataleaba, protestaba, pero al fin consiguió quitarme toda la ropa a la fuerza, y por mucho que tratase de golpearle el cuerpo y la cara con el puño, me frotó el cuerpo con agua helada. Le había dicho mil veces que me dejase en paz, que no me pusiera bajo su tutela, que se ocupase de su propia mierda. Me preguntó si quería morir allí o si quería volver a casa, y no sé qué respuesta habría leído en mi cara, pero yo vi en la suya un asombro repentino, una especie de susto como cuando miramos a los desgraciados, a los condenados o a los enfermos graves contagiosos: fue entonces cuando me acordé de lo que había dicho sobre los musulmanes. El hecho es que desde entonces me evitaba, y yo, por fin, me libré de esa última carga.