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Authors: Imre Kertész

Tags: #Histórico

Sin destino (6 page)

BOOK: Sin destino
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Así marchamos por la carretera, durante bastante tiempo. Era una bonita y clara tarde de verano; las calles estaban como a esa hora solían estarlo, repletas de colorido y gente, aunque yo lo veía todo un poco borroso. Como íbamos por caminos y calles que no conocía bien me desorienté. Me llamaba la atención la multitud, las calles, el tráfico y, sobre todo, la dificultad para avanzar en filas cerradas, con lo que terminé cansándome muy pronto.

De todo aquel largo camino sólo recuerdo la curiosidad furtiva, poco decidida, casi vergonzosa que nuestro desfile provocaba en el público apostado en las aceras. Aquello me divirtió al principio, pero después perdí todo interés en seguir observándolos.

Avanzábamos por una concurrida avenida, en un barrio periférico en medio del fuerte ruido producido por el excesivo tráfico; sin saber cómo, de repente nos encontramos ante un tranvía. Nos vimos obligados a detenernos, para esperar que pasara, y entonces me fijé en el movimiento rápido de una prenda amarilla, más adelante, entre las nubes de polvo, el ruido y el gas de escape de los vehículos; era el Viajero. Un salto largo fue suficiente para que desapareciera entre el ir y venir de la gente y de los coches. Me quedé perplejo porque esa actitud no encajaba con su comportamiento anterior. Sentí también una sorpresa casi alegre por la sencillez de un acto: un par de hombres decididos lo siguieron sin titubear, entre la multitud. Miré alrededor, como si se tratara de un juego, ya que no veía razón alguna para escapar aunque hubiera tenido la ocasión de hacerlo. De todos modos, el sentimiento del honor resultó ser más fuerte y, cuando los policías establecieron el orden en nuestras filas, éstas se cerraron otra vez alrededor.

Seguimos andando. Entonces todo ocurrió con gran rapidez, de una manera inesperada y un tanto sorprendente. Tras doblar una esquina, tuve la sensación de que estábamos llegando a nuestro destino, porque el camino continuaba entre las dos hojas de un enorme portón abierto. Advertí que, en lugar de policías, nos acompañaban ahora otros hombres uniformados que parecían militares. Llevaban una pluma en la visera del gorro. Eran policías militares. Nos condujeron por laberintos de caminos, entre edificios grises, más y más adentro, hasta que llegamos a una enorme plaza con guijarros blancos, que parecía el patio de un cuartel.

Entonces apareció un hombre alto de aspecto imponente que se dirigió hacia nosotros desde un edificio contiguo. Llevaba botas altas y un uniforme ceñido, con estrellas doradas y un cinto de cuero que le cruzaba el pecho en diagonal. En una mano llevaba una pequeña fusta como las que se utilizan para montar a caballo, con la que golpeaba continuamente sus botas brillantes de charol. Un minuto más tarde, mientras esperábamos, inmóviles y formados en filas, comprobé que era un hombre bastante guapo, fuerte y atlético. Me recordó a los héroes de las películas: atractivo, con rasgos viriles y un fino bigote castaño, cortado impecablemente a la moda, que lucía de maravilla en medio de su rostro bronceado.

Cuando llegó a nuestra altura, el grito de «firmes» de los guardias nos paralizó a todos. De lo demás, sólo conservo dos fugaces impresiones. En primer lugar, la voz del hombre del látigo, que me sorprendió porque contrastaba con su cuidado aspecto, quizá fue por eso que no pude retener mucho de lo que decía. Comprendí, sin embargo, que esperaría hasta el día siguiente para proceder a «examinar» nuestros casos, según nos dijo. Luego se dirigió a los guardias y les ordenó, con una vozarrona que llenó todo el patio, que hasta entonces se llevaran a «toda esa banda de judíos» al sitio más apropiado para ellos, o sea los establos, y que nos encerraran allí durante la noche. Mi segunda impresión resultó del caos producido por los agudos gritos de los guardias, repentinamente espabilados, que trataban de sacarnos de allí. No sabía por dónde ir y sólo recuerdo que me entraron ganas de reír, por una parte debido a la situación inesperada, confusa y a la sensación de estar participando en una obra de teatro sin sentido, en la cual mi papel me era en parte desconocido y, por otra, por la breve visión que tuve de la cara de mi madrastra cuando se diera cuenta de que yo no llegaría a la hora de la cena.

Capítulo 4

En el tren, lo que más escaseaba era el agua. La comida parecía suficiente para varios días, pero no teníamos nada para beber, y eso era muy desagradable. Los otros viajeros nos decían que se trataba de la primera sed, que pasaría pronto, incluso, que la olvidaríamos. Hasta que volviera a aparecer. Es posible aguantar seis o siete días sin agua, afirmaban los expertos, los que teniendo en cuenta el tiempo caluroso, siempre que se esté sano, que no se sude mucho y que no se coma carne ni especias. Por el momento, así nos animaban, todavía nos quedaba tiempo: todo dependía de cuánto durase el viaje, añadían.

La verdad es que esa cuestión me preocupaba. En la fábrica de ladrillos no nos habían dicho nada al respecto, sólo nos comunicaron que los que así lo desearan podían ir a trabajar, nada más y nada menos que a Alemania. La idea me pareció atractiva, a mí y a muchos de mis compañeros de fábrica. De todas formas, los hombres de un comité judío que llevaban sus cintas distintivas en el brazo, nos dijeron que, antes o después, de manera voluntaria u obligatoria, todos los que estábamos en la fábrica de ladrillos seríamos trasladados a Alemania, y los que fuéramos como voluntarios tendríamos la ventaja de obtener mejores puestos. Además, sólo viajaríamos sesenta en un vagón, mientras que más tarde lo harían por lo menos ochenta, debido al número insuficiente de trenes. Después de aquellas explicaciones, no tuve dudas con respecto a mi decisión.

Existían además otros argumentos en relación con la falta de espacio en la fábrica de ladrillos y todas sus consecuencias higiénicas, y los problemas de suministro de alimentos. Yo ya lo había sufrido en carne propia. Cuando nos trasladaron desde el cuartel militar Guardia Armada (algunos hombres advirtieron que se llamaba «Cuartel Andrássy») a la fábrica de ladrillos, ésta se hallaba ya repleta de gente. Se veían hombres y mujeres, niños de todas las edades e innumerables personas mayores de ambos sexos. Por donde pisara, tropezaba con mantas, mochilas, maletas y paquetes de todo tipo, sacos y otros bultos. Naturalmente, me cansé pronto: todo eso, todos los pequeños inconvenientes, disgustos y fastidios que, al parecer, implica la vida comunitaria. También contribuyeron a mi decisión la inactividad, la estúpida sensación de espera y el aburrimiento: de los cinco días que pasamos allí, no recuerdo ninguno en especial, y apenas conservo algunos detalles. Por supuesto, era un alivio que a mi lado estuvieran los muchachos: Rozi, el Suave, el Curtidor, el Fumador, Moskovics y todos los demás. Por lo que veía, no faltaba ninguno, todos habían sido honrados como yo. No tuvimos mucho trato personal con los guardias, quienes permanecían casi siempre al otro lado de la valla, junto con algunos policías. De estos últimos se decía que eran más comprensivos que los guardias, más humanos, claro está, a cambio de algo, materializado en dinero o cualquier objeto de valor. Por lo menos era eso lo que se comentaba. Más que nada se encargaban de enviar cartas o mensajes, aunque había quien decía que también habían colaborado en algunas fugas aisladas y arriesgadas; sobre esta última cuestión habría sido muy difícil conseguir datos más fiables. Fue entonces cuando comprendí lo que el hombre con cara de foca había estado hablando con el policía. Así me enteré también de que nuestro policía había sido honrado. Este hecho explicaría la circunstancia de que en mis andanzas por el patio o esperando en la cola delante de la cocina, en aquel bullicio de caras desconocidas, reconociera alguna que otra vez al hombre con cara de foca.

Entre la gente que había conocido en el edificio de la aduana, me volví a encontrar con el hombre de la «mala suerte». Acostumbraba sentarse con nosotros, «los jóvenes», para «levantar el ánimo». Había encontrado un lugar cerca de nosotros, en uno de los muchos edificios abiertos, sin paredes y con techo de paja, que originalmente habían servido para el secado de los ladrillos. El hombre parecía agotado, tenía chichones y huellas de golpes en la cara. Nos contó que todo ello era el resultado del interrogatorio al que lo habían sometido los guardias por haber encontrado alimentos y medicamentos en su mochila. En vano intentó explicarles que se trataba de objetos propios que pretendía llevar a su madre gravemente enferma; lo acusaron de comerciar con ellos en el mercado negro. De nada le valió el permiso, ni tampoco le sirvió haber sido un hombre honrado y respetuoso con las leyes hasta la última cláusula. «¿Puede alguno de ustedes decirme qué será de nosotros?», nos preguntaba. También volvió a mencionar a su familia y su mala suerte, por supuesto. Recordó el tiempo que había esperado hasta obtener el permiso y lo contento que estaba una vez lo hubo conseguido. Entonces empezó a mover la cabeza con amargura, repitiendo que nunca se habría imaginado que las cosas terminarían de esa manera; todo por cinco minutos. Si hubiera tenido mejor suerte… Si el autobús…, esas cosas repetía. Sin embargo, parecía estar contento con lo del castigo: «Yo estaba al final de la cola, quizás en eso haya consistido mi suerte porque ya andaban con prisa». Resumiendo, podía haber sido peor tratado, puesto que había visto «cosas peores» en el cuartel militar. Eso era verdad: yo también lo había visto.

Aquella mañana del interrogatorio en el cuartel nos habían advertido que no tratáramos de esconder nuestros crímenes y pecados, nuestro oro, dinero u objetos de valor. Yo también, al llegar frente al escritorio, tuve que entregarles lo que llevaba, el dinero, el reloj, la navaja, todo. Un guardia corpulento me cacheó, con movimientos rápidos y expertos, desde la axila hasta donde me cubrían mis pantalones cortos. Detrás del escritorio se hallaba el primer teniente, según se desprendía de las palabras de sus subordinados, el hombre de la fusta, que se llamaba Szakál. A su izquierda había otro guardia bigotudo y gordinflón en mangas de camisa que tenía en la mano un utensilio más bien ridículo que se parecía a un rodillo de los pasteleros. El primer teniente fue bastante simpático conmigo; me preguntó si tenía papeles, aunque cuando se los entregué no mostró el menor interés en ellos. Me quedé sorprendido, pero como el guardia bigotudo me estaba haciendo señas de que debía retirarme y dándome a entender cuáles serían las consecuencias en caso contrario, pensé que sería más sensato no protestar.

Después, los guardias nos sacaron del cuartel y nos metieron primero en un tranvía que ya nos estaba esperando. Cuando llegamos a un punto determinado de la orilla del río, nos trasladaron a un barco, y tras una caminata después de desembarcar llegamos a la fábrica de ladrillos, más exactamente, como me enteré al llegar, a la fábrica de ladrillos de Budakalász.

Durante la primera tarde que pasé en la fábrica de ladrillos, tuve ocasión de enterarme de más cosas referentes al viaje. Allí estaban los miembros del comité, que nos respondían con mucho gusto todas las preguntas. Principalmente buscaban jóvenes emprendedores que estuvieran solos. También aseguraban que habría sitio para las mujeres, los niños y los ancianos y que todos podíamos llevar nuestras pertenencias. Según ellos, la cuestión más importante era que nos apañáramos entre nosotros, humanamente, para que no fuera necesaria la intervención de los guardias. Por lo que nos explicaron, el tren sólo partiría con un número preestablecido de viajeros, y si las listas no se llenaban, serían los guardias los que nos alistarían. Yo, como muchos, opinaba que era más ventajoso alistarse como voluntario.

Sobre los alemanes había también diversas opiniones. Muchos afirmaban, preferentemente las personas de mayor edad y con experiencia, que, independientemente de lo que pensaran sobre los judíos, los alemanes eran en el fondo -como todos sabíamos- gente limpia, honrada, amante del orden, la puntualidad y el trabajo y que apreciaban estas mismas cualidades en los demás. A grandes rasgos eso era lo que yo también pensaba, y estaba seguro de que me sería útil lo poco que había aprendido de su idioma en el colegio. Principalmente esperaba encontrar en el trabajo una vida nueva, ordenada y ocupada, experiencias nuevas y algo de diversión; una vida más agradable y placentera que la que había tenido hasta entonces, según nos prometían. Eso mismo comentaban todos los muchachos. Llegué incluso a pensar que, de esa forma, podría conocer un poco de mundo. A decir verdad, si consideraba algunos de los últimos acontecimientos -los guardias armados, el asunto de mis papeles, la justicia en general-, no tenía un gran sentimiento del amor a la patria.

Había también gente más desconfiada, que parecía saber otras cosas, conocer otros aspectos del carácter alemán, gente que no sabía qué hacer y que pedía consejo; otros opinaban que, en lugar de fomentar la discordia, tendríamos que oír la razón y comportarnos con dignidad ante la autoridad. Todos esos argumentos, junto con otros, contrarios, todas las noticias, toda la información se discutía y se volvía a discutir alrededor, en grupos grandes o pequeños que se formaban y se volvían a formar en el patio. Se mencionó también a Dios y «su inescrutable voluntad», como dijo alguien. Al igual que el tío Lajos, él también hablaba de nuestro destino, el destino de los judíos, y también como el tío Lajos, opinaba que «habíamos abandonado al Señor» y a eso se debían nuestros infortunios. Aquel hombre llamó mi atención porque era fuerte y decidido y tenía una cara interesante: una nariz fina y aguileña, ojos brillantes y mirada vidriosa, una corta barba redondeada y bigote con canas. Siempre estaba rodeado de gente que lo escuchaba atentamente. Supe que era un sacerdote, pues oí que alguien lo llamaba «señor rabino». Me acuerdo de algunas de sus palabras y expresiones, como cuando dijo que «guiado por unos ojos que ven y un corazón que siente» comprendía que «nosotros, viviendo en la Tierra, cuestionaríamos la exagerada severidad del juicio», y su voz, que normalmente sonaba fuerte y limpia, se quebró al final de la frase. Se quedó mudo por un momento, con la mirada todavía más vidriosa. No sé por qué pero tuve la extraña sensación de que había querido decir otra cosa y que a él mismo le habían sorprendido sus palabras. Continuó diciendo que no se quería «engañar», que sabía muy bien, que le bastaba con mirar alrededor y «ver todas esas caras atormentadas en este atormentador lugar para saber que su misión sería muy difícil». A mí me sorprendió su compasión, puesto que él también estaba entre nosotros. Sin embargo, no pretendía, puesto que no lo necesitaba, «ganar almas para la eternidad», ya que nuestras almas «eran de Él y venían de Él». Nos interpeló a todos, diciendo: «¡No viváis en guerra con el Señor!, no sólo porque es pecado sino porque nos llevará a la negación del sentido sublime de la vida». Según él, no podíamos vivir «con esta negación en el corazón»; por ligero que fuera un corazón así, estaría vacío, abandonado y solitario: es muy difícil ver la sabiduría del Padre Eterno entre tanta calamidad y sufrimiento, pero es nuestro único consuelo y alivio, puesto que, seguía diciéndonos, «algún día llegará su victoria y sufrirán los que se hayan olvidado de su poder y lo invocarán, arrastrándose en el polvo».

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