Gradualmente se producía el silencio en nuestra habitación. Zbisek se marchaba si había estado de visita, Pietka echaba el último vistazo, y apagaba la luz con su habitual
«dobrá noc».
Entonces buscaba la postura más cómoda que mi cama y mis heridas me permitían, me cubría hasta las orejas con la manta y me dormía enseguida, libre de preocupaciones: no podía desear nada más, en un campo de concentración no podía tener más.
Sólo dos cosas me preocupaban un poco. En primer lugar mis dos heridas: allí estaban, ardientes, rojas, en carne viva, si bien ya con unas pequeñas costras que se empezaban a formar en los bordes, costras oscuras; el médico ya no me ponía gasa y pocas veces me llamaba a la consulta; cuando lo hacía, terminaba enseguida y la expresión de su cara era de satisfacción, lo que a mí me causaba inquietud. Mi otra preocupación tiene que ver con un acontecimiento por otra parte muy feliz, no lo niego. Cuando Pietka y Zbisek, por ejemplo, interrumpían su conversación, se quedaban callados y pedían silencio a todos, yo también oía aquellos ruidos bruscos y lejanos, como si unos perros estuvieran ladrando a lo lejos. Al otro lado del biombo, se oían ruidos en la habitación de Bohús, últimamente muy animada; sus conversaciones se oyeron hasta bien entrada la noche. El ruido de las sirenas era un acontecimiento que se repetía a diario, y a menudo nos despertaba por la noche la voz del aparato: «Crematorios,
ausmachen!»,
y luego más fuerte: «Crematorios,
sofort ausmach´n!»,
lo que significaba que no querían que las llamas atrajeran la atención de los aviones.
No sé cuándo dormían los barberos; delante de las duchas -según me contaron- se formaban colas tan largas que los recién llegados pasaban a veces dos o tres días, desnudos, antes de entrar; el
Leichenkommando
-lo oigo- no paraba jamás. En nuestra habitación ya no quedaban camas libres y, junto con los casos de abscesos y las heridas por corte, el otro día llegó un muchacho húngaro con una herida de bala, que ocupó una de las camas de enfrente. Había recibido el disparo durante una marcha de varios días, procedente de un campo llamado Ohrdruf, si entendí bien, un campo provinciano parecido al de Zeitz; venían esquivando al enemigo, el ejército norteamericano, y la bala -en realidad- iba destinada a otro hombre que caminaba a su lado y se estaba quedando retrasado, pero le dieron a él en la pierna. «Por suerte -me dijo- la bala no me ha tocado hueso.» Yo pensé entonces que a mí no me podría ocurrir eso, pues en mis piernas ya no quedan más huesos para balas o cualquier otra cosa. Enseguida se supo que el muchacho sólo llevaba en un campo de concentración desde el otoño, y tenía el poco elegante número, según la jerarquía de nuestra habitación, de ochenta y tantos mil.
Comencé a recibir noticias confusas e inquietantes y a percibir cambios inminentes. Pietka pasaba, a veces, preguntándonos a todos, a mí también, si podíamos andar, caminar. Yo le contesté:
«Nie, nie. Ich kann nicht»
[No, no. No puedo], y él respondió:
«Doch, doch, du kannst»
[Sí, sí. Sí puedes], y a continuación puso mi nombre en una lista, como los de todos los de la habitación, incluido el de Kuharski, que tiene las dos piernas hinchadas llenas de cortes paralelos, que parecen bocas abiertas.
Otra noche oí -acababa de comerme el pan- por los altavoces:
«Alle Juden im Lager sofort antreten»
[Todos los judíos del campo, ¡formar filas inmediatamente!]. Era una voz tan potente que yo me incorporé en la cama sin tardanza. «¿Qué haces?», me preguntó Pietka con cara de curiosidad. Le señalé el aparato, pero él, como siempre, sólo sonrió mientras gesticulaba con las dos manos: tranquilo, no pasa nada ¿a qué viene tanta prisa?
Los altavoces no cesaban de transmitir noticias, incluso por la noche; entre los ruidos típicos de la transmisión, hasta llamaban al
Lagerschultz,
convocaban al trabajo a los miembros equipados con porras del destacamento de mando del campo; tampoco parecían estar satisfechos con eso, porque llamaban también -yo apenas podía oírlo sin temblar- al jefe del
Lagerältester
y al del
Lagerschultz,
las dos máximas autoridades del campo. Otras veces se oían preguntas y reproches:
«Lagerältester! Aufmarschieren lassen
[¡Encargado! ¡Que desfilen!],
Lagerältester! Wo sind die Juden?»
[¡Encargado! ¿Dónde están los judíos?]. El aparato seguía llamando, transmitiendo órdenes, con los mismos ruidos de siempre, pero Pietka, como si no oyera nada, sólo hacía un ademán despreciativo con la mano y decía:
«Kurvá jego máti!».
Me conformaba pensando que él sabía más que yo, y seguía durmiendo tranquilamente.
Si por la noche las cosas no habían salido bien, a la mañana siguiente nos llamaban a todos:
«Lagerältester! Das ganze Lager: antreten!».
A continuación se oían ruidos de motocicletas, ladridos de perros, disparos, golpes, ruido de piernas a la carrera y botas que corrían detrás; entonces comprobábamos que hasta los soldados -si lo querían- eran capaces de dirigir las operaciones y que con las protestas no se conseguía nada. Y, de pronto -quién sabe cómo-, volvía otra vez el silencio. El médico llegaba inesperadamente, aunque ya hubiera llevado a cabo la visita de la mañana como si en realidad no ocurriera nada, como de costumbre. Ya no era tan reservado ni tenía tan buen aspecto como antes: su cara parecía cansada, su bata estaba llena de manchas, sus ojos inyectados en sangre; miraba hacia todas partes, obviamente buscando una cama libre.
«Wo ist der, der, mit dieser kleinen Wunde hier?»
[¿Dónde está aquél, aquel que tenía una pequeña herida?], le preguntó a Pietka, haciendo un gesto indefinido a la altura del muslo y de la cadera y recorriendo con la mirada todas las caras, entre ellas la mía; creo que no me reconoció, aunque enseguida volvió a mirar a Pietka, como esperando una respuesta por su parte, delegándole la responsabilidad. No dije nada, aunque ya estaba preparándome para levantarme, vestirme e irme fuera, al caos; entonces observé, con gran sorpresa, que Pietka -al menos, por la expresión de su cara- parecía no tener la menor idea de quién era el individuo en cuestión. Después de unos momentos de inseguridad, se le iluminó el rostro, como si se hubiera dado cuenta de algo de repente, y dijo:
«Ach… ja»
[Ah… sí], señalando al muchacho de la herida de bala. El médico pareció quedarse tranquilo y haber resuelto su problema.
«Der geht sofort nach Hause!»
[Debe irse a casa inmediatamente], dijo. Entonces ocurrió algo muy extraño, casi indecente, algo que yo no había visto hasta entonces en nuestra habitación y que apenas podía contemplar sin sentirme molesto, casi avergonzado. El muchacho de la herida de bala primero se levantó de la cama y juntó sus dos manos delante del médico, como si fuera a rezar. Éste se echó hacia atrás, sorprendido, y, entonces, el chico se abalanzó sobre él, a sus pies, agarrándole las piernas con las dos manos. Luego sólo vi el movimiento relampagueante del médico y oí el sonido que siguió: la bofetada. Imaginé su indignación aunque no pudiera comprender las palabras que pronunció al apartar el obstáculo del camino. Luego salió deprisa, con la cara aún más roja y enojada que de costumbre. A la cama vacía llegó un enfermo nuevo, otro muchacho, con una venda que permitía apreciar claramente que no tenía ni un solo dedo en los pies. Cuando Pietka estuvo a mi lado, susurré:
«Ginkule, Pietka»
y él me preguntó:
«Was?»
[¿Qué?], a lo que yo respondí:
«Aber früher, vorher…»
[Pues hace un momento]. Por su expresión ingenua, ignorante y sorprendida advertí que debía de haber metido la pata, pues había cosas que uno tenía que asumir por sí mismo. Sin embargo, consideré que aquello había sido justo por varias razones: yo llevaba más tiempo en la habitación; él estaba en mejores condiciones que yo; él tendría, no cabía duda -por lo menos para mí-, más posibilidades que yo allí fuera y, por último, me resultaba más fácil aceptar que fuera él quien sufriera una situación desfavorable. Ésa fue mi conclusión. Analizara el tema como lo analizara, ésa era la conclusión.
Dos días más tarde se rompió una ventana y una bala perdida se incrustó en la pared de enfrente. Ese mismo día mucha gente sospechosa visitó a Pietka, y él también se ausentó durante largos ratos y en repetidas ocasiones, hasta que regresó por la noche con un bulto alargado, envuelto en un trapo. Me pareció que era una sábana, pero al ver un mango, pensé que sería una bandera blanca. Lo era, efectivamente, pero envolvía algo, algo que nunca había visto en manos de un preso, algo que toda la habitación recibió con entusiasmo y admiración cuando Pietka nos lo enseñó a todos durante unos segundos con una sonrisa, abrazándolo sobre su pecho, antes de guardarlo debajo de su cama. Tuve una sensación como si se tratara de un regalo valioso y esperado en el árbol de Navidad. Era un objeto de madera y de metal: un rifle; recordé la palabra de mis lecturas favoritas, los libros de criminales y detectives.
El día siguiente también fue agitado, pero quién podría acordarse de cada día, de cada acontecimiento. Una cosa es cierta: la cocina funcionó hasta el final según el orden establecido y el médico también más o menos puntual.
Una mañana, poco después del café, se oyeron pasos rápidos por el pasillo, luego un grito, como una voz de llamada, a lo que Pietka sacó el paquete de su escondite y desapareció con él. Más tarde, alrededor de las nueve, el aparato llamó por primera vez a los soldados y no a los presos:
«Zu allen der SS Angehörigen»
y hasta dos veces seguidas:
«Das Lager sofort
zu verlassen»,
indicando que abandonaran el territorio del campo inmediatamente. Luego oí disparos, como si fuera se estuviera entablando un combate, se acercaban y se alejaban; a veces los oía tan cerca que parecían proceder de la misma habitación donde me encontraba, y luego se alejaron definitivamente. Se hizo el silencio, demasiado silencio; por más que intentara oír, no logré distinguir los ruidos relacionados con la comida, como las llamadas de los que llevaban la sopa, ni en la hora habitual de la sopa, ni después. Eran alrededor de las cuatro de la tarde cuando se oyó un ruido procedente del aparato y poco después una voz anunció que era el
Lagerältester,
el
Lagerältester
al habla.
«Kameraden
[Camaradas] -dijo, luchando evidentemente con sus emociones que lo dejaban sin habla o, al contrario, agudizaban su voz-
wir sind frei!»
[somos libres]. Pensé que, según eso, el
Lagerältester
también compartía las opiniones de Pietka, Bohús, el médico y los demás, y que por eso había anunciado el acontecimiento justamente él y con tanta alegría. Luego siguió un discurso breve, bien pronunciado; después otros en distintos idiomas:
«Attention! Attention!»,
dijeron en francés,
«Pozór! Pozór!»
en checo,
«Nimánie, nimánie, ruski tovarischi nimánie!»,
en ruso. Un tono melodioso me trajo un recuerdo agradable, el idioma que hablaban los hombres del destacamento de la ducha a mi llegada:
«Uvaga! Uvaga!»
[¡Atención! ¡Atención!]. Al instante el enfermo polaco se sentó en su cama y nos dijo en húngaro: «¡Honor a los comunistas polacos!»; sólo entonces recordé las vueltas que había estado dando en la cama aquel día. Para mi sorpresa, de repente oí en húngaro: «¡Atención, atención! La comitiva de los húngaros del campo…». Ni siquiera imaginaba que existiera tal cosa. Por mucho que escuchara, siempre hablaban de lo mismo, la libertad, pero no decían ni una palabra de la sopa. Yo estaba, por supuesto, muy contento de que fuéramos libres, pero no podía evitar pensar que el día anterior no había ocurrido nada por el estilo pero teníamos sopa.
La tarde de abril comenzaba a oscurecer cuando volvió Pietka, con la cara colorada, muy contento, con mil noticias. Por el aparato se volvió a oír la voz del
Lagerältester.
Esta vez llamaba a los miembros del
Kartoffelschälerkommando
para que ocuparan sus sitios en la cocina, y pedía a los habitantes del campo que no se durmieran puesto que se estaba preparando una sopa «gulasch» para todos. Entonces me recosté, aliviado, sobre mi almohada, y algo se relajó poco a poco en mi interior. Al fin yo también pude pensar -por primera vez en serio- en la libertad.
Regresé a casa más o menos en la misma época del año en que me había ido. Los bosques y prados que rodeaban Buchenwald estaban verdes. Había hierba hasta en las fosas comunes llenas de cadáveres recientes, y en la plaza abandonada de los recuentos vespertinos, la llamada
Appellplatz,
había restos de fogatas, trapos, papeles y latas de conservas vacías. El asfalto se deshacía bajo el calor de mediados de verano, cuando me preguntaron si me sentía capaz de hacer el viaje de regreso. Éramos un grupo de muchachos, bajo el mando de un hombre ya canoso, bajito y con gafas: uno de los miembros del comité del campo encargado de los trámites durante el viaje. Había camiones, y los soldados americanos se mostraban dispuestos a llevarnos hacia el este; lo demás dependería de nosotros, explicó, y nos pedía que lo llamáramos tío Miklós. La vida, añadió, había que seguir viviéndola, y claro, yo comprendí que no nos quedaba otra cosa que hacer, puesto que habíamos tenido la suerte de poder permitírnoslo. Yo me encontraba más o menos bien, con algunos problemas menores, pequeños fallos o discapacidades. Por ejemplo, si apretaba la carne en cualquier parte de mi cuerpo, presionándola con un dedo, la marca permanecía visible por mucho tiempo, se formaba una especie de hueco, como si hubiera metido el dedo en alguna materia sin vida, queso, cera o algo así. Mi cara también me sorprendió, cuando, en una de las confortables habitaciones, equipadas con espejo, del antiguo hospital de las SS la volví a ver por primera vez: yo recordaba otra cara distinta. La que ahora contemplaba en el espejo tenía cabellos de algunos centímetros, dos bultos recientes debajo de las orejas, extrañamente separadas, bolsas debajo de los ojos, arrugas y bultos, y se parecía más que nada a algo que -según el recuerdo de mis lecturas- podría haber denominado un rostro «tempranamente envejecido y malgastado a causa de los placeres carnales»; también de aquellos ojos empequeñecidos guardaba yo otro recuerdo, más simpático, más digno de confianza. Además cojeaba, arrastraba ligeramente la pierna derecha. «Nada -decía el tío Miklós-, ya te curarás pronto en casa.» En casa -nos dijo- construiríamos una nueva patria y, para empezar, nos enseñó algunas canciones. Al pasar a pie por los pueblos y ciudades pequeñas -algo que ocurría con relativa frecuencia-, cantábamos esas canciones, mientras avanzábamos en filas de tres, como soldados. A mí me gustaba una canción en especial,
No, no, no nos moverán,
no sabría decir muy bien por qué. Había otra que me gustaba también, sobre todo cuando decía: «Trabajamos todo el día / y de hambre casi nos morimos pero nuestras manos no dejan de apretar el fusil». Por otra razón diferente me gustaba entonar esta letra: «Somos el ejército de los jóvenes proletarios», después de lo cual había que gritar sin cantar:
«Rotfront»
[Frente rojo], lo que provocaba que los alemanes cerraran puertas y ventanas y se esfumaran en los portales o en las calles laterales.