—¿Cómo está tu familia? —pregunta.
Ha olvidado hasta ese momento que el otro tiene esposa, madre y tres hijas esperándole en Líbano. Fattush, que mantiene con sus mujeres una relación que navega entre la protección y la autodefensa, es el musulmán suní más indiferente a la religión que Dial ha conocido. Hoy parece radiante. Sus ojos marrones relumbran, y su peinado informal —sigue llevando el pelo entrecano recogido en una corta coleta en la nuca—, que tantas quejas levanta entre sus superiores, le hace irresistiblemente simpático. La mujer le conoce muy bien: sabe que le excita la perspectiva de una nueva aventura detectivesca en común. Siempre será un sabueso de pura cepa. Como ella. Y eso es lo que les une.
El hombre espera a tener la boca libre y exclama:
—¿Mi familia? ¡Como siempre! ¡Igual que ayer y que mañana! En mi lecho de muerte las tendré alrededor gritando y peleándose, como hacen cada día, opinando sobre lo que como o lo que dejo de comer, lo que me quito o lo que me pongo.
Diana omite comentar que ese lejano día tal vez se pelearán por ponerle la mortaja. Aparta el pensamiento. Demasiados fiambres en esta cena.
Se acerca el camarero y escancia mas vino. Brindan de nuevo. Lo han hecho varias veces desde que se han encontrado, en los jardines del hotel, hace un par de horas. Tiempo que Diana ha invertido en parlotear sobre los usos y costumbres de Lady Roxana, la situación de Egipto y las dificultades por las que pasa el pueblo tras los últimos aumentos del precio del pan y otros alimentos básicos. Le ha puesto al corriente de las recientes huelgas, así como de los avances de la Campaña Egipcia contra la Sucesión, en la que participan desde los Hermanos Musulmanes hasta socialistas y nasseristas, porque la gente está harta de Mubarak y se opone a que le herede el inútil de su hijo Gamal.
Ha narrado también, con detenimiento, su odisea para rescatar a Joy, al menos por unos días, de la familia de su marido. Por último, le ha contado lo del magnate momificado en el sótano de la villa de Luxor. En definitiva, Dial ha hecho lo imposible para retrasar el instante en que saldrá a colación el único argumento que teme abordar con el inspector: su repentina marcha de Beirut, tras solucionar, a su manera —y sin consultarle a él—, el último caso en el que trabajaron juntos.
[2]
Es Fattush quien saca el tema cuando se instalan de nuevo en el jardín del hotel, ahora en la zona más folclórica, en donde sirven la
shisha
, que en Líbano se conoce como
narguile
, y en donde dos humildes mujeres, vestidas de campesinas, amasan pan árabe, el
aish baladi
que sustenta a las masas egipcias y que aquí constituye una nota más de color local. Todas las mesas están llenas y los camareros actúan como perros ovejeros, pastoreando al rebaño que les ha tocado en suerte. Atraviesan el espacio con los pedidos en la bandeja y la mirada puesta en los clientes de las mesas que van a atender, bromean entre ellos al cruzarse, sin perder de vista el objetivo final. Los encargados vigilan con indolencia, acostumbrados a ejercer de capataces y a limitar sus funciones a lamerle el culo a la clientela. Conocen a todo el mundo y saben convertirse en invertebrados más o menos flexibles según la ocasión lo requiera.
—No es tan buena como la de nuestro café de Beirut —suspira el inspector, tras la primera bocanada. Y acto seguido—: Te marchaste sin despedirte. ¿Qué es eso, una costumbre española?
—Es probable. Nosotros lo llamamos despedirse a la francesa, aunque desconozco por qué.
Teme su reacción. No se atreve a darle golpecitos conciliadores en la mano, que es lo que le apetece. Desde que se conocen, su único contacto físico, y así tiene que continuar, es cogerse del brazo cuando lo necesitan. Apretar el brazo del otro contra el costado: símbolo de una amistad que no le ha fallado nunca. No le fallará ahora.
—Soy una cobarde, ya lo sabes. Muy valiente para ciertas cosas…
—Y una inconsciente cuando te encuentras en peligro —la interrumpe el otro.
—Eso. Soy todo lo que quieras, pero también soy tu amiga y necesito sentir tu aprobación. No estoy segura de haberla obtenido, después de lo que hice.
Fattush deja de sonreír. A través del humo, su expresión se vuelve solemne, casi severa.
La suaviza al responder:
—Te conozco, Diana. Y eres como yo. A veces hay que hacer justicia. Otras, hay que tener piedad. Lo importante es saber quemar bien la basura. Bastante contaminado tenemos el aire.
Dial se recuesta en el respaldo del asiento. Agradece el estilo indirecto del inspector, su metáfora. Siente alivio. Porque Fattush es la única persona cuyo veredicto teme.
—Algún día te contaré mi primer caso —promete ella.
—¿Hiciste justicia?
—Tuve piedad. Pero volvamos a Roxana.
El inspector asiente.
—¿Qué ha dicho de mi presencia en el crucero?
—Está encantada. Tal como te he descrito, creo que imagina que eres una especie de playboy libanés. Por otra parte, en lo que respecta a Joy, a Roxana le encanta que me desplace con una doncella. Es más colonialista que el bastón del doctor Livingstone.
Fattush ríe de buena gana, estruendoso, y un par de prostitutas del hotel, que chuperretean sus pipas junto a un jeque gordinflón, giran la cabeza para mirarles y se dan codazos entre ellas. Diana les responde sonriendo con simpatía. Lo que van a tener que tragar, las pobres, esta noche. Seguro que piensan que Fattush es una pieza más apetitosa.
—No te rías. Lady Roxana te va a perseguir por la cubierta del barco… No te librarás de ella. Por lo que respecta al plan, hoy mismo están empezando a llegar a Luxor los invitados y, en cuanto los haya reunido, Roxana repetirá paso a paso lo que se hizo en el crucero de hace un año. Nos meterá a todos en un avión con destino a Asuán, en donde embarcaremos en el
S. S. Karnak
, que nos devolverá lentamente a Luxor. Es un barco de vapor de finales del siglo
XIX
…
—Lo conozco —interfiere Fattush—, es el que sirvió para rodar el episodio
Muerte en el Nilo
, de la serie de Poirot, la de David Suchet. Me encanta Suchet.
—Ah, vaya. Creía que la ficción criminal no te interesaba.
—Me sentó muy mal que, durante nuestro último trabajo, aludieras a mi ignorancia en ese terreno. Además, tu marcha me dejó tiempo libre. Tengo el placer de comunicarte que fui a donde Antoine y pedí una selección de novelas del género. Y luego están las series, e Internet. Buscando por la red, encontré el
Karnak
. Es un barco alucinante. ¡Veinticuatro camarotes de lujo, cinco de ellos suites! Todo recubierto de madera, decoración modernista… Si llego a saber que iba a viajar en él, saco una copia impresa de la información.
—Ya nos dará Lady Roxana un catálogo —corta Diana, seca. No está dispuesta a que el otro se le adelante en conocimientos—. Lo que ahora importa es ajustar los tiempos. Mi amiga es un poco… Bueno, muy extrovertida. Desmedida, para ser exacta. Tendré que ponerla firme. Aunque dudo que se deje.
—¿A qué clase de pasajeros nos enfrentamos?
—Tengo por aquí mis notas. Según Lady Roxana, uno de ellos ha de ser el asesino.
Diana busca en el fondo de su bolsa de lona negra el cuaderno Moleskine rojo, tamaño cuartilla, que usará para esta investigación. Le ha pegado una etiqueta con un título, como si de una novela se tratara:
Lady Roxana, otoño 2009
.
—Veamos —dice, golpeando una página con su Pilot—. La lista incluye… a Marga. Lady Margaret Middlestone, la única aristócrata auténtica. Viuda de Oriol Laclau i Masdéu.
—¿La viuda? —El otro se anima.
—Ya sé lo que estás pensando, pero no. Es más millonaria que su marido, de nacimiento, y no pudo asesinarle. Se quedó paralítica al poco de regresar de su luna de miel, hace un montón de años, al caer por la escalinata de su mansión…
—¿Un accidente doméstico? —Fattush aún se anima más.
—También he de responderte que su caída no fue intento de asesinato. Déjame hablar, por favor. En este caso, tus sospechas son infundadas. Ya sé que casi siempre el cónyuge es el asesino. Tampoco ignoro que muchos crímenes, particularmente entre los ricos, se camuflan como accidentes caseros, pero, créeme, Lady Margaret…
—Evítame los títulos, por favor. De lo contrario no voy a poder seguirte —desliza el policía.
—De acuerdo —se aviene, complacida. Sabe que es una concesión que Fattush le hace: sería capaz de seguirla aunque Diana le recitara el
Gotha
en farsi—. Decía que podemos descartar a Marga, que es como la llaman los íntimos.
—Tal como lo veo, él podría haber intentado asesinarla para heredar su fortuna, y ella, con un comportamiento típicamente femenino…
Diana le fulmina con la mirada y sacude el aire con brazos amenazadores.
—¡Los hombres, sobre todo los árabes, no tenéis ni idea de lo típicamente femeninas que las mujeres podemos llegar a ser cuando nos ponemos bordes! —brama.
—Está bien, lo retiro —accede él—. Pero supongamos que esta dama en concreto posee una excepcional paciencia, y que ha sabido esperar, saboreándola por anticipado, la ocasión de cargarse a su marido, que la arrojó por la escalera. Plato frío. Venganza.
Dial se agita en el sillón, regocijada.
—Ahora soy yo quien se relame de antemano, por la forma en que voy a desmontar ese argumento. En primer lugar, no olvides que el accidente se produjo al poco de la boda, recién llegados del viaje de novios. Cierto, en esos momentos, Oriol Laclau i Masdéu vivía de la fortuna de ella, pero ya la tenía. Su mujer le había facilitado los avales necesarios para iniciar su deslumbrante carrera en el mundo inmobiliario de la Barcelona que se preparaba para lavarse la cara y esconder el culo tras la concesión de los Juegos Olímpicos. Además, Marga confiaba en él. Siempre confió en él, antes y después del accidente.
—Sin ella viva…
—¡Por Dios, no seas absurdo! ¿Cómo va un hombre como Oriol, un patán de secano con ínfulas de magnate, a deshacerse nada menos que de una, y perdona que insista, Una Auténtica Lady? Por recurrir a un ejemplo que hasta tú entenderás —ahora es Diana quien sonríe, satisfecha ante su inminente pullazo—, sería tan improbable como que un árabe exterminara a su pastelero favorito.
Instintivamente, Fattush se lleva la mano a la algo prominente barriga.
—Pienso dejar los dulces.
—Ya. Y los turrones con pistachos de antes, en el italiano, eran una romántica forma de despedida. ¡No me fastidies! Con la esposa aristócrata, y también con su riqueza, a Oriol se le abrieron todas las puertas que importaban en Barcelona. Se convirtió en un catalán internacional, lo que más puede encandilar a una sociedad melancólica, en permanente déficit de demostraciones de cariño procedentes del exterior. Sus expediciones a Egipto, sus patronazgos, sus excavaciones, su colección de antigüedades… Formaban un tándem perfecto: una noble romántica y un catalán emprendedor. Con Marga muerta, con el título yendo a parar a un lejano pariente inglés, el hechizo se habría roto. No. Oriol no intentó matar a su mujer Y, por consiguiente, ésta no se vengó de él asesinándole. Fin del asunto.
Fattush la examina, afable. Una amabilidad teñida de ironía.
—¿Desde cuándo confías tanto en las viudas?
Ante la pregunta, Diana recuerda experiencias pasadas. Se le atraganta el humo de la
shisha
:
—Uf, ya quema. —Llama con un gesto al muchacho y le pide otra piedra—. Se quedó paralítica, no muda: podría haberle denunciado, de haberla empujado él.
Guardan silencio hasta que el
shishero
repone la cazoleta con el tabaco. Diana se toma su tiempo.
—Hay algo más —confiesa, al fin—. Les conocí. Les vi una vez, en una fiesta que ofrecieron en su casa de Barcelona, la del accidente. Y sé lo que vi. Puede que Oriol fuera un tipo sin escrúpulos que se apoderaba de cuanto le venía en gana, sin importarle a quién perjudicara. Era un adulto malcriado y bastante grosero. Y, muy probablemente, un estafador y un bocazas. Pero cuando Marga le chistaba lo más mínimo desde su silla de ruedas, iba hacia su mujer como un cachorro. Me fijé en su forma de mirarla cuando ella no se daba cuenta. Como si temiera que fuera a romperse del todo, con una devoción poco común en un hombre de sus características. Como si recordara el breve tiempo en que la tuvo, físicamente entera. Podía arrodillarse y hundir la cabeza en su regazo, sin importarle quién estuviera delante, o tomarla en brazos y ponerse a dar vueltas, bailando al compás de una melodía que despertaba en su memoria común una emoción que nadie más podía compartir. Eran una pareja. Indestructible. Unidos por la fortuna y la desgracia. Todo lo demás… negocios turbios, asuntos de faldas… Estoy segura de que ella era su cómplice y su amiga. También de que algo de Marga murió con Oriol. Lo afirma Roxana, que no es ninguna ingenua y que la quiere como a una hermana.
Derrotado en apariencia —pero con un fruncido lateral de labios típico de quien no las tiene todas consigo—, Fattush propone:
—Sigamos con la lista.
—Soy incapaz de atacarla sin otra copa.
Fattush ordena un whisky para ella y, para él, un coñac.
—La noche será larga —comenta.
Y no parece lamentarlo.
—Aparte de Roxana y Marga, tenemos al doctor Joan Creus, un amigo de la infancia de Oriol. Fueron juntos al colegio, y más adelante Laclau lo metió en el equipo médico del Barça. Según Roxana es como de la familia, y desde que Marga se quedó discapacitada la ayudó mucho a superar su desgracia y a que encontrara, dentro de sus limitaciones, la forma de sacar el máximo partido de su situación. Digo yo que no es lo mismo ser una millonaria en silla de ruedas que tener parálisis y ser pobre en El Cairo, y que la familia te siente cada día a la entrada de Jan el-Jalili para que ejerzas de mendiga.
—No te pongas demagoga. A lo mejor esa pobre mujer es más querida por su familia de lo que tu aristócrata lo será en su vida.
—De acuerdo, el que no se conforma es porque no quiere. Sigo con el doctor. Cuando a Laclau le dio su primer jamacuco (dicen las malas lenguas que, en ambas ocasiones, por un exceso de cocaína combinado con alcohol), Creus se hizo cargo de la pareja. El empresario se repuso pronto en ambas ocasiones, pero desde entonces quiso tener al médico cerca y para siempre. Creus dejó su empleo en el club de fútbol y, desde entonces, no se separó de los Laclau.