—Escucha, veo que están todos ocupados. —Hice una pausa y la miré a los ojos, experimentando una especie de vértigo, aunque mis pies estaban anclados al suelo—. Si te parece, te dejaré esto y le dices a mamá que he estado aquí y que es para ella.
Procurando no resultar agresivo, me incliné un poco hacia adelante y deposité el maletín sobre una alfombra extendida al otro lado del umbral.
Ally no se movió. Entonces miró el maletín con desconfianza. Retrocedió unos pasos y me miró de nuevo.
—Mamá ha dicho que esperes.
—Lo sé, pero tengo prisa.
Ponderó mi respuesta. Parecía interesada y, por lo visto, había olvidado sus quehaceres.
—Ally, ya voy.
La urgencia en el tono de Melissa removió algo en mí, y supe que tenía que marcharme antes de que apareciese. Pensaba decirle a Ally que no abriera el maletín hasta que yo me hubiese marchado, pero eso ahora no cambiaría nada.
Bajé los escalones.
—Tengo que irme, Ally. Encantado de conocerte. La niña frunció el ceño de nuevo, sin saber muy bien lo que sucedía. Con su pequeña voz, anunció:
—Mamá ya viene.
—¿Recordarás mi nombre? —le pregunté. Con una voz todavía más tenue, repuso:
—Eddie.
Sonreí.
Podría haberla admirado durante horas, pero tenía que irme de allí. Volví al coche y puse el motor en marcha.
Al alejarme, vi de soslayo un movimiento repentino en la puerta de la casa. Cuando llegué a la primera intersección y estaba a punto de girar a la izquierda, miré por el retrovisor. Melissa y Ally estaban cogidas de la mano en mitad de la calle.
Puse rumbo a Newburgh y tomé la Interestatal 87 hacia el norte. Decidí que seguiría hasta Albany y empezaría desde allí.
A primera hora de la tarde llegué a las afueras de la ciudad. Conduje un rato y aparqué en una calle que daba a Central Avenue. Me quedé sentado en el coche veinte minutos, contemplando el volante.
Pero ¿empezar qué desde allí?
Salí del coche y eché a andar con brío sin ningún rumbo en particular. Reproduje mentalmente la escena con Ally una y otra vez. Su parecido con Melissa era asombroso y la experiencia me había dejado aturdido, parpadeando al infinito, estremeciéndome por causa de unos inesperados espasmos de benevolencia y esperanza.
Pero al caminar, noté también el pastillero de Gennadi que llevaba en el bolsillo de los vaqueros. Sabía que en unas horas lo abriría y tomaría las dos pastillas que quedaban, una banal secuencia de movimientos, finita en exceso y desprovista de algo parecido a la benevolencia o la esperanza.
Seguí andando sin rumbo.
Media hora después, me di cuenta de que no tenía mucho sentido avanzar más. Amenazaba lluvia y, en cualquier caso, me desconcertaba no conocer aquellas atestadas calles comerciales.
Di media vuelta con la intención de volver al coche, pero al hacerlo vi en el escaparate de una tienda de electrodomésticos quince televisores amontonados en hileras de a cinco. En cada uno de ellos, mirándome fijamente, aparecía el rostro de Donatella Álvarez en primer plano. Estaba ligeramente inclinada hacia adelante, sus ojos grandes y profundos, su larga melena castaña ensombreciendo parte de su faz.
Me quedé inmóvil en mitad de la acera, mientras la gente pasaba a mi alrededor. Me acerqué un poco más al escaparate. El informativo continuaba con planos exteriores de Actium y el Hotel Clifden. Entré para poder escuchar, pero el sonido estaba bastante bajo y con el tráfico sólo pude oír algunos fragmentos. Sobre una imagen de la Calle 48 me pareció entender «un comunicado emitido esta tarde por Carl Van Loon», y después «reevaluación del acuerdo en vista de la mala publicidad». Aguzando el oído al máximo, discerní que los precios de las acciones se habían visto afectados de manera negativa.
Miré exasperado a mi alrededor. Al fondo de la tienda había más televisores sintonizados en el mismo canal. Pasé rápidamente junto a los reproductores de video y DVD, los equipos de música y los radiocasetes, y en ese momento retransmitían imágenes de la rueda de prensa de MCL y Abraxas, aquellas en las que la cámara oscilaba de izquierda a derecha. Esperé, con el corazón en un puño, y dos segundos después allí estaba yo con mi traje. Mi mirada era vacua, algo que no había advertido la primera vez que lo vi.
Escuché la noticia, pero era incapaz de asimilarla. Aquella noche, algún parroquiano del Actium, tal vez el crítico de arte calvo con la barba canosa, había visto las imágenes y habían desenterrado sus recuerdos. Me había reconocido como Thomas Cole, el hombre que estuvo sentado frente a Donatella Álvarez en el restaurante y que más tarde habló con ella en la recepción.
Después de las imágenes de la rueda de prensa, apareció un periodista apostado frente al Edificio Celestial.
—Siguiendo esta nueva pista —dijo—, la policía ha llegado al piso de Eddie Spinola, situado en el West Side, para interrogarlo, pero se ha encontrado con el cuerpo de un hombre sin identificar, presuntamente un miembro de una organización criminal rusa. Al parecer, el hombre ha muerto apuñalado, lo cual significa que la policía busca a Eddie Spinola… —volvieron a las imágenes de la rueda de prensa— para interrogarlo en relación con dos asesinatos prominentes…
Di media vuelta y me dirigí rápidamente hacia el otro extremo de 1a tienda, evitando cualquier contacto visual. Salí a la acera y doblé a la derecha. Al pasar junto al escaparate, vi que los diversos televisores reproducían una vez más las imágenes de la rueda de prensa.
De camino al coche, entré en una farmacia y compré una caja grande de paracetamol. Luego me detuve en una licorería y me llevé dos botellas de Jack Daniel's.
Después volví a la carretera, todavía en dirección norte, y salí de Albany lo más rápido que pude.
Evité las autopistas interestatales y tomé carreteras secundarias. Pasé por Schenectady y Saratoga Springs y subí hasta los montes Adirondacks. Seguí una ruta aleatoria y me dirigí a Schroon Lake, ajeno a la belleza natural que me rodeaba. En mi cabeza se agolpaba una interminable sucesión de imágenes confusas. Pasé por Vermont, continué por carreteras secundarias y me encaminé a Vergennes y Burlington, y después a Morrisville y Barton.
Conduje siete u ocho horas seguidas con una sola parada para repostar, que aproveché para tomarme las dos últimas pastillas.
Me detuve en el Northview Motor Lodge hacia las diez. No tenía sentido continuar. La noche había caído. ¿Qué pensaba hacer de todos modos? ¿Seguir hasta Maine? ¿Nueva Brunswick? ¿Nueva Escocia?
Me registré en el hotel de carretera con nombre falso y pagué la habitación en efectivo y por adelantado.
Dos noches.
Una vez aclimatado a la decoración y los colores de la habitación, me tumbé en la cama y miré al techo.
Según el avance informativo que había visto antes, ahora era un asesino en busca y captura. Yo no me veía así, pero a tenor de las circunstancias, sabía que me resultaría bastante complicado convencer a alguien de eso.
—Es una larga historia —tendría que decir.
Y luego me vería obligado a contarla.
Lo supiera o no en aquel momento, ahora me daba cuenta de por qué había metido el ordenador portátil en el petate. La última cosa coherente que haría sería narrar mi historia y dejarla para que alguien la leyera. Yací en la cama bastante tiempo, meditando las cosas. Pero entonces recordé que no me quedaba mucho tiempo de ser coherente.
Me levanté, encendí la tele y quité el sonido. Saqué el ordenador y una botella de Jack Daniel's de la bolsa, y dejé el envase de plástico de paracetamol encima de la mesita de noche. Luego me senté en esta butaca de mimbre y, con el sonido de la máquina para hacer hielo de fondo, empecé.
Ahora es sábado por la mañana y empiezo a estar cansado. Es uno de los primeros síntomas de la abstinencia del MDT, así que será mejor que lo deje aquí. Pero ¿dejar qué?
¿Es ésta una crónica sincera de cómo estuve a punto de hacer lo imposible, de realizar lo irrealizable, para convertirme en uno de los mejores y los más brillantes? ¿Es la historia de una alucinación, un sueño de perfección? ¿O es simplemente la historia de una rata de laboratorio humana, un ser al que etiquetaron, siguieron y fotografiaron para luego desecharlo? ¿O es quizá la última confesión de un asesino?
Ya no lo sé, y tampoco sé si importa.
Además, estoy mareado y me siento un poco débil.
Creo que voy a tumbarme un rato.
He dormido sólo cinco horas, a rachas, dando vueltas. En todo momento he tenido la sensación de que la ansiedad ha asaltado mi sueño, y cuando he despertado, notaba un dolor de cabeza detrás de los ojos que se ha extendido rápidamente al resto del cráneo. Desorientado, adormecido y nauseabundo, me he levantado de la cama, he vuelto aquí, a la butaca de mimbre, y he apoyado el ordenador en mi regazo.
Es cerca de mediodía y la televisión sintoniza aún la CNN.
Algo importante ha sucedido desde ayer por la noche o a primera hora de esta mañana. Veo acorazados frente al golfo de México, soldados de infantería desplegados en zonas fronterizas, a Caleb Hale, el secretario de Defensa, en un gabinete de crisis con el jefe del Estado Mayor Conjunto.
En la parte inferior de la pantalla, un rótulo anuncia un inminente discurso desde el Despacho Oval.
Cierro los ojos un momento, y cuando los abro veo al presidente sentado a su mesa. No puedo subir el volumen y, mientras lo estudio atentamente, detecto en sus ojos esa expresión alerta propia del MDT. Me doy cuenta de que no puedo soportar esa imagen. Tomo el control remoto y pongo los dibujos que dan en otro canal.
Miro el teclado del portátil. Noto un martilleo en la cabeza que empeora constantemente. Ha llegado el momento de apagar el ordenador. Miro la mesita de noche y el frasco de plástico que contiene 150 comprimidos de paracetamol. Luego miro el teclado una vez más y, deseando que el comando tuviera una aplicación más inteligente, deseando que su función fuera literal, pulso la tecla «guardar» con la esperanza de poder seguir adelante, con la esperanza de poder salvarme.
[1]
En español en el original.
Carátula de la película
Sin Límites