Brock escrutaba el lado opuesto de la bahía. Una ondulada masa de nubes blancas se elevaba tras las crestas de las montañas. Las águilas ratoneras trazaban círculos en el aire caliente y trémulo.
– Y lo metieron en un bote con una botella de whisky vacía -dijo, completando el relato por ella-. Es una suerte que Zach no acabase igual. ¿Vive alguien por allí, aparte de las cabras?
– Rocas y más rocas -contestó Derek-. Colmenas. Muchas huellas de neumáticos.
Brock volvió la cabeza hasta posar la mirada pensativamente en Derek y recreó en él la vista con la mejor de sus sonrisas fija en el rostro como si estuviese fundida en hierro.
– Mi joven amigo, creía haber dicho que no subieseis allí.
– Fidelio intenta colocarme su Harley-Davidson vieja. Me la dejó probar durante una hora.
– Y la probaste.
– Sí.
– Y desobedeciste mis órdenes.
– Sí.
– ¿Y qué viste, mi joven amigo?
– Huellas de coche, huellas de jeep, pisadas. Mucha sangre seca. Ni el menor esfuerzo por borrar el rastro. ¿Para qué iban a andarse con disimulos teniendo al alcalde y el jefe de policía en el bolsillo? Y esto.
Lo echó a las manos extendidas de Brock: una bola de celofán arrugado con el rótulo vídeo-8/60 repetido por toda su superficie.
– Os marcharéis los dos de aquí hoy mismo -ordenó Brock después de extender el celofán sobre un muslo-. A las seis de la tarde sale un vuelo chárter de Esmirna. Os reservan un par de pasajes. Y otra cosa, Derek.
– ¿Sí, señor?
– Esta vez, en la eterna pugna entre la iniciativa y la obediencia, la iniciativa se ha visto recompensada. Puedes, por tanto, considerarte un hombre con suerte, ¿no, Derek?
– Sí, señor.
Sin más vínculo común que su trabajo, Derek y Aggie regresaron a la buhardilla del Driftwood e hicieron el equipaje. Mientras Derek bajaba a pagar la cuenta, Aggie sacudió los sacos de dormir y puso en orden la habitación. Fregó las tazas y platos sucios y los guardó; pasó un trapo al lavabo y abrió las ventanas. Su padre era un maestro de escuela escocés; su madre, médica de cabecera y miembro de una organización humanitaria que ofrecía asistencia en los barrios más necesitados de Glasgow. Los dos poseían un sentido del decoro fuera de lo corriente. Una vez cumplidas sus obligaciones, corrió tras Derek hasta el jeep y emprendieron la marcha a toda velocidad por la tortuosa carretera de la costa en dirección a Esmirna, Derek al volante con una expresión de orgullo varonil herido y Aggie atenta a las cerradas curvas, el valle que se extendía bajo ellos y el reloj. Derek, dolido aún por el varapalo de Brock, juraba para sí que abandonaría el Servicio en cuanto llegase a Inglaterra y terminaría la carrera de derecho aunque se dejase la vida en el empeño. Hacía ese mismo juramento una vez al mes como mínimo, normalmente después de un par de cervezas en el bar. Por su parte Aggie, desde un enfoque diametralmente opuesto, se atormentaba con el recuerdo de Zach. No podía apartar de su memoria el modo en que había abordado al niño cuando entró trotando en la taberna con el dinero para un helado -¡Dios santo, me lo ligué literalmente!-, el rato que había pasado con él bailando, haciendo cabrillas en la playa, sentada a su lado al borde del malecón con un brazo alrededor de su hombro para que no se cayese mientras pescaba. Y se preguntaba qué opinión tenía de sí misma, a los veinticinco años, con unos padres como los suyos, sonsacando secretos a un niño de siete que veía en ella a la mujer de su vida.
Al volante de su impoluto Rover, erguido como un cochero real, Arthur Toogood descendía majestuosamente por la sinuosa carretera, seguido por Oliver en su furgoneta.
– ¿A qué viene tanto jaleo? -había preguntado Oliver frente al edificio del Ejército de Salvación mientras Toogood, servicialmente, le tendía la maleta equivocada.
– Aquí nadie ha armado jaleo, Ollie; no es ése el tono ni mucho menos -contestó Toogood. Entregándole la maleta correcta, añadió-: Es el reflector. Puede ocurrirle a cualquiera.
– ¿Qué reflector?
– El haz de luz que va girando, nos enfoca para echarnos un vistazo, lo encuentra todo en orden y sigue su curso -explicó Toogood con exasperación, sin interés ya en su propia metáfora-. Es totalmente aleatorio. No hay nada personal. No le des importancia.
– ¿Qué revisan en concreto?
– Las cuentas fiduciarias, casualmente. Este mes les toca a las cuentas fiduciarias. De empresas, organizaciones benéficas, familiares y
offshore.
El mes que viene serán las carteras de valores, los préstamos a corto plazo o cualquier otra de las líneas de actividad del negocio.
– ¿La cuenta de Carmen?
– Entre otras, muchas otras, sí. Lo que nosotros llamamos una redada nocturna agresiva. Eligen una línea de actividad, examinan las cifras, hacen unas cuantas preguntas y pasan a otra cosa. Simple rutina.
– ¿Por qué se han interesado de pronto en la cuenta de Carmen?
A esas alturas el interrogatorio ya había sacado a Toogood de sus casillas.
– No es sólo la de Carmen. Son
todas
las cuentas fiduciarias. Llevan a cabo una inspección general de las cuentas fiduciarias.
– ¿Por qué en plena noche? -insistió Oliver.
Aparcaron en el reducido patio trasero del banco. Los cegó la implacable luz de los focos de seguridad. Tres peldaños conducían a una puerta de acero. Toogood dobló un dedo para marcar el código de acceso, cambió de idea y, en un gesto impulsivo, agarró a Oliver por el bíceps del brazo izquierdo.
– Ollie.
Oliver se soltó de un tirón.
– ¿Qué?
– ¿Esperas… esperabas algún movimiento en la cuenta de Carmen? Recientemente. En los últimos meses, pongamos, o en un futuro cercano.
– ¿Un movimiento?
– Una entrada o salida de dinero. Da igual un movimiento que otro. Una operación.
– Los dos somos fiduciarios, tú y yo. Sé lo mismo que tú. ¿Qué pasa? ¿Te has metido en algún asunto turbio?
– ¡No, claro que no! A este respecto estamos en el mismo bando. ¿Y no… no conoces ningún otro factor que pueda haber incidido en el estado de la cuenta en fecha reciente? ¿No has recibido algún aviso? ¿Al margen del banco? ¿A título personal? ¿Un aviso de alguien?
– Nada, ni un silbidito.
– Bien. Perfecto. Mantén esa actitud. Sé tú mismo. Un mago de niños. Ni un silbidito. -Un destello de codicia iluminó los ojos de Toogood bajo el ala del sombrero-. Cuando te hagan las preguntas de rutina, contesta exactamente lo que acabas de decirme. Eres su padre, eres un fiduciario, como yo, fiel al compromiso contraído. -Marcó un número. La puerta se abrió con un zumbido. Dejando entrar a Oliver en un pasillo de color gris metálico alumbrado con fluorescentes, añadió en confianza-: Son Pode y Lanxon, de Bishopsgate. Pode es de baja estatura pero mucho peso. Mucho peso en el banco. Lanxon es más de tu estilo. Alto y robusto. No, no, ve tú delante. La juventud siempre en cabeza.
Era una noche estrellada, advirtió Oliver antes de cerrarse la puerta. Una luna rosada pendía sobre ellos, troceada por la espiral de alambre de espino que coronaba la tapia del patio. Sentados a la mesa de reuniones del despacho de Toogood, junto a la ventana, había dos hombres, ambos preocupados por la calvicie. Pode, de baja estatura pero mucho peso en el banco, llevaba un traje de tweed y unas bifocales sin montura, y el exiguo pelo le cruzaba el cuero cabelludo en líneas paralelas, todas con origen en un mismo lado de la cabeza. Lanxon, el alto y robusto, de orejas como botones y aspecto de pertenecer a una asociación de ex alumnos de algún colegio privado, lucía una corbata con estampado de palos de golf y una estropajosa peluca castaña de presentador de noticiario.
– No es fácil encontrarlo, señor Hawthorne -comentó Pode, no del todo en broma-. Arthur lo ha buscado como un loco por todo el pueblo, ¿verdad, Arthur?
– ¿Le molesta el humo de la pipa? -preguntó Lanxon-. ¿Seguro que no? Sáquese el abrigo, señor Hawthorne; déjelo en cualquier sitio.
Oliver se quitó la boina pero no el abrigo. Tomó asiento. Siguió un tenso silencio mientras Pode ordenaba innecesariamente unos papeles y Lanxon atendía su pipa, escarbando en la cazoleta y echando tabaco húmedo en un cenicero. Persianas blancas, paredes blancas, luces blancas, observó Oliver con ánimo lúgubre. En esto se convierten los bancos por la noche.
– ¿Qué te parece si nos tuteamos, Ollie? -propuso Pode.
– Me es indiferente.
– Nosotros somos Reg y Walter… nunca Wally si no te importa -dijo Lanxon-. Él es Reg. -Volvió a producirse un silencio-. Y yo, Walter -añadió en busca de unas risas que no consiguió.
– Y él es Walter -corroboró Pode, y los tres hombres sonrieron sin la menor naturalidad, primero a Oliver y luego en un mutuo intercambio.
Deberíais tener largas patillas grises, pensó Oliver, y narices cárdenas con escarcha en la punta. Deberíais llevar viejos relojes de bolsillo en el interior de los abrigos en lugar de bolígrafos. Pode sostenía un bloc de papel pautado amarillo. Anotaciones escritas por distintas manos, advirtió Oliver. Columnas de fechas y números. Pero no era Pode quien hablaba, sino Lanxon. Falto de elocuencia, a través del humo de su pipa. Iría derecho al grano, dijo. De nada servía andarse por las ramas.
– Para mi desgracia, Ollie, me ocupo de la seguridad interna del banco, lo que nosotros llamamos «observancia». Eso incluye desde el vigilante nocturno que aparece con la crisma rota hasta el blanqueo de dinero, pasando por el empleado que echa mano de la caja para redondearse el salario. -Tampoco esta vez rió nadie el comentario-. Y también las cuentas fiduciarias, como ya te habrá informado Arthur. -Dio una chupada a la pipa. Era de tubo corto. De niño, recordó Oliver, él tenía una no muy distinta, de caolín, que empleaba para hacer pompas de jabón en la bañera-. Acláranos un detalle, Ollie. ¿Quién es ese señor Crouch que no conocen ni en su casa?
«Una abstracción», había contestado Brock cuando Oliver le planteó esa misma duda en un bar de Hammersmith hacía un siglo. «Pensamos en llamarlo John Smith pero nos pareció poco original.»
– Un amigo de la familia -respondió Oliver, dirigiéndose a la boina que mantenía sujeta en el regazo. «Anodino», le había inculcado Brock. «Muéstrate anodino. Sin chispa. Los policías los preferimos anodinos.»
– ¿Ah, sí? -dijo Lanxon, todo él inocencia perpleja-. ¿Qué
clase
de amigo, Ollie?
– Vive en las Antillas -contestó Oliver como si eso definiese aquella amistad.
– ¿Ah, sí? ¿Seguramente un caballero de color, pues?
– No que yo sepa. Sólo vive allí.
– ¿Dónde en concreto?
– En Antigua. Consta en la documentación.
Error. No lo pongas en evidencia. Es mejor que quedes tú en ridículo. Muéstrate anodino.
– ¿Es simpático? ¿Te cae bien? -preguntó Lanxon, enarcando las cejas en un gesto alentador.
– No lo conozco personalmente. Nos mantenemos en contacto a través de sus abogados de Londres.
Lanxon arruga el entrecejo y sonríe al mismo tiempo, expresando sus reacias dudas. Se consuela llevándose la pipa a los labios. No aparecen pompas de jabón. Adopta el rictus que entre los fumadores de pipa pasa por una sonrisa.
– No lo conoces personalmente, pero en obsequio ingresó ciento cincuenta mil libras en la cuenta de Carmen. Por mediación de sus abogados de Londres -declaró a través de una nociva nube de humo.
«Tiene el visto bueno», afirma Brock. En un bar. En un coche. Paseando por un bosque. «No seas tonto. Forma parte del trato.» Oliver se resiste. Se ha resistido todo el día. «Me trae sin cuidado si tiene o no el visto bueno. No soy yo quien lo ha dado.»
– ¿No te parece un comportamiento un tanto insólito? -inquirió Lanxon.
– ¿A qué te refieres?
– Al hecho de donar semejante suma a la hija de alguien que no se conoce. Por mediación de unos abogados.
– Crouch es rico -respondió Oliver-. Es un pariente lejano, tío segundo o algo así. Se autodesignó ángel custodio de Carmen.
– Lo que denominamos el síndrome del tío indeterminado -apostilló Lanxon, y miró primero a Pode y después a Toogood con un visaje de suficiencia que presagiaba un infausto panorama.
Sin embargo Toogood vio en aquello una afrenta.
– ¡No es un síndrome de clase o género alguno! Es una práctica bancaria normal y corriente. Un hombre rico, amigo de la familia, autodesignado ángel custodio de un niño…, eso
sí es
un síndrome, te lo aseguro. Y muy corriente -concluyó con tono triunfal, contradiciéndose a cada palabra y aun así expresando de manera convincente su postura-. ¿Me equivoco, Reg?
Pero el pequeño Pode, que tenía mucho peso en el banco, estaba demasiado absorto en su bloc de papel pautado para contestar. Había descubierto un nuevo enfoque del asunto, éste mucho más inasequible a las previsiones de Oliver, y lo examinaba meticulosamente a través de sus bifocales con la luz de la lámpara de lectura reflejada en su calva a rayas.
– Ollie -dijo Pode con una voz fina y circunspecta, un estoque en comparación con la maza de Lanxon.
– ¿Qué?
– ¿Qué tal si repasamos esto desde el principio?
– Repasar ¿qué?
– Te ruego un poco de paciencia. Si no te importa, Ollie, me gustaría empezar por el día de apertura de la cuenta y seguir el proceso razonadamente a partir de ese momento. Soy un técnico. Me interesan los antecedentes y procedimientos. ¿Tendrás un poco de paciencia?
Oliver el anodino hizo un gesto de conformidad.
– Según nuestros datos -prosiguió Pode-, viniste a ver a Arthur a este mismo despacho, habiendo concertado previamente la hora, hace casi dieciocho meses, y justo una semana después del nacimiento de Carmen. ¿Correcto?
– Correcto -confirmó Oliver. Anodino como el barro.
– Por entonces eras cliente del banco desde hacía seis meses. Y te habías trasladado recientemente a esta zona tras un período de residencia en el extranjero. Por cierto, ¿dónde estuviste? Se me ha olvidado.
«¿Has visitado Australia alguna vez?», pregunta Brock. «No, nunca», responde Oliver. «Perfecto, porque es ahí donde has pasado los últimos cuatro años.»
– En Australia -dijo Oliver.
– Y allí viviste de… ¿qué?
– Fui de empleo en empleo. Cuidé ovejas. Serví pollo frito en restaurantes de poca monta. Todo lo que me salía al paso.