– Telefoneó un hombre. Tres veces. Se puso Jillie.
– ¿Preguntando por mí?
– Por mí no, desde luego, o no te lo habría dicho.
– ¿Qué quería? ¿Quién era?
– «Dígale a Oliver que llame a Jacob. Él ya sabe el número.» Así que había un Jacob en tu vida. ¡Qué callado te lo traías! Espero que seas muy feliz.
– ¿Cuándo telefoneó?
– Ayer y anteayer. Tenía intención de decírtelo la próxima vez que hablásemos. Está bien, lo siento. Adelante, ve a verla.
Sin embargo Oliver no se movió más que para agarrarla por los brazos.
– ¡Oliver! -protestó Heather, desprendiéndose de él con un furioso forcejeo.
– Un hombre te envió rosas la semana pasada -dijo Oliver-. Me lo contaste por teléfono.
– Sí, te llamé y te lo conté.
– Cuéntamelo otra vez.
Heather dejó escapar un teatral suspiro.
– Una limusina me trajo unas rosas con una simpática tarjeta. No sé quién las envió. ¿De acuerdo?
– Pero sabías que llegarían. La floristería avisó antes por teléfono.
– La floristería avisó antes. Exacto -confirmó Heather-. «Tenemos que entregar unas flores a los Hawthorne y desearíamos saber cuándo habrá alguien en casa.»
– No era una floristería de por aquí.
– No, era de Londres. No era Interfiera; no eran los marcianos. Era un ramo de flores selectas traído desde Londres por una floristería especializada en flores selectas, y querían saber cuándo me venía bien recibirlas. «Es una broma -dije-. Se equivocan de Hawthorne.» Pero no, éramos nosotras. «Para la señora Heather y la señorita Carmen», dijeron. «¿Y qué tal mañana a las seis de la tarde?» Después de colgar seguía pensando que era una broma o un error o un truco de vendedores, pero al día siguiente, a las seis en punto, se presenta la limusina.
– ¿Cómo era?
– Un Mercedes grande y resplandeciente, ya te lo expliqué, ¿no? Y el chófer llevaba un uniforme gris como en los anuncios. «Sólo le faltan las polainas», le dije. No sabía qué eran unas polainas. Eso también te lo conté.
– ¿De qué color?
– ¿El chófer?
– El Mercedes.
– Azul metálico, abrillantado como un coche nupcial. El chófer era blanco, el uniforme gris, y las flores de un rosa pálido. De tallo largo, fragantes, recién abiertas, y acompañadas de un jarrón de porcelana blanco y alto para ponerlas.
– Y una nota.
– Así es, Oliver, y una nota.
– Sin firmar, dijiste.
– No, Oliver, yo no dije eso. Dije que la firmaba un admirador: «A dos bellas damas de un ferviente admirador.» Escrito en una tarjeta de la floristería: Marshall amp; Bernsteen, Jermyn Street, W1. Cuando telefoneé para preguntar quién era ese admirador, me contestaron que no estaban autorizados a revelar el nombre del cliente aunque lo supiesen. Repartían muchas flores de clientes anónimos, sobre todo en fechas próximas al día de San Valentín, que no era el caso, pero seguían esa misma norma todo el año. ¿De acuerdo? ¿Contento?
– ¿Todavía las conservas?
– No, Oliver. No las conservo. Como sabes, pensé por un instante que podían ser tuyas. No porque sintiese especiales deseos, sino porque eres la única persona que conozco capaz de una locura como ésa. Me equivoqué. No eran tuyas, como tuviste la amabilidad de dejarme muy claro. Pensé en devolverlas o regalarlas al hospital, pero al final me dije, ni hablar, al menos
alguien
nos quiere, y en la vida había visto unas rosas como ésas y nos las habían enviado a nosotras, así que hice todo lo que se me ocurrió para que durasen. Machaqué las puntas de los tallos, eché en el agua los polvos de la bolsita y las mantuve en lugar fresco. Puse seis en la habitación de Carmen, y le encantaron. Y cuando conseguía quitarme de la cabeza el temor a un misterioso maníaco sexual, me sentía perdidamente enamorada de quienquiera que las mandase.
– ¿Tiraste la nota?
– La nota no daba la menor pista. Oliver. La escribieron en la floristería a indicación del remitente. Lo confirmé. Así que no servía de nada tratar de adivinar de quién era la letra.
– ¿Y dónde está?
– Eso es asunto mío.
– ¿Cuántas rosas había?
– Más de las que nadie me había regalado antes.
– ¿No las contaste?
– Las chicas contamos las rosas, Oliver. Siempre lo hacemos. No es por codicia; es por saber cuánto nos quieren.
– ¿Cuántas había?
– Treinta.
Treinta rosas. Cinco millones treinta libras.
– ¿Y no has vuelto a tener noticias desde entonces? -preguntó Oliver al cabo de un momento-. ¿Una llamada? ¿Una carta? ¿Algo que permita seguir el rastro?
– No, Oliver, no hay nada que permita seguir el rastro. He repasado de arriba abajo toda mi vida sentimental, que no es gran cosa, pensando cuál de mis hombres podría haberse hecho rico, y la única posibilidad que se me ha ocurrido es Gerald, que siempre iba a sacar un pleno en las apuestas hípicas pero entretanto estaba en el paro. Aun así, no pierdo la esperanza. Van pasando los días, pero todavía me asomo a la ventana de vez en cuando por si hay un Mercedes azul esperando para llevarnos a alguna parte, aunque por lo general llueve.
Oliver, de pie junto a la cama, contemplaba a Carmen. Se inclinó sobre ella hasta percibir su calor y oír su respiración. La niña sorbió por la nariz y pareció que iba a despertar. De inmediato Heather agarró a Oliver por la muñeca y lo obligó a volver al vestíbulo y abandonar la casa.
– Tienes que salir de aquí -dijo Oliver ante la entrada.
Heather interpretó mal sus palabras.
– No -respondió-. Eres tú quien ha de salir de aquí.
Oliver la miraba sin apenas verla. Temblaba. Heather notó su temblor antes de soltarle la muñeca.
– Marcharte lejos de aquí -aclaró-. Tú y Carmen, las dos. No vayas a casa de tu madre o tus hermanas; son sitios demasiado evidentes. Vete a casa de Norah. -Su amiga Norah, con quien hablaba por teléfono durante más de una hora en tiempo de tarifa máxima cada vez que Oliver y ella discutían-. Dile que has de poner distancia por unos días. Dile que estoy volviéndote loca.
– Tengo un trabajo. Oliver. ¿Qué voy a decirle a Toby?
– Ya se te ocurrirá algo.
Estaba asustada. La atemorizaba aquello que atemorizaba a Oliver, aun sin saber qué era.
– ¡Por Dios, Oliver!
– Telefonea a Norah esta misma noche. Te enviaré dinero. Todo el que necesites. Irá alguien a verte para explicarte lo que pasa.
– ¿Por qué no me lo explicas tú mismo? -preguntó Heather a voz en grito cuando Oliver ya se alejaba.
Su retiro secreto estaba a menos de diez minutos de la casa en coche, al final de un camino de tablas abierto en lo alto de un monte. Allí iba a ejercitarse en la escultura con globos, los platos giratorios y los juegos malabares que no acababa de dominar. Allí iba a esconderse cuando temía perder el control hasta el punto de pegar a Heather, destrozar la casa o quitarse la vida de pura rabia por el vacío que sentía en su alma. Sentado en la furgoneta, aguardaba a que su respiración recuperase un ritmo acompasado, escuchando el murmullo de los pinos, los quejumbrosos reclamos de las gaviotas nocturnas, y el rumor de las preocupaciones de otra gente ascendiendo desde el fondo del valle. A veces permanecía allí sentado toda la noche con la vista fija en la bahía. A veces se veía a sí mismo en equilibrio al borde del malecón durante la marea alta, hasta que finalmente se descalzaba para lanzarse a la espuma con los pies por delante. O el mar se convertía en el Bósforo, e imaginaba barcos pequeños y grandes que se entrecruzaban continuamente casi chocando. Tras estacionar la furgoneta en el rincón de costumbre, apagó el motor y marcó el número de Brock en los dígitos verdes del teléfono móvil. Oyó el cambio de tonos mientras se desviaba la llamada y supo que había marcado bien porque una voz femenina repitió el número, que era lo que siempre hacía y su única función. Era una voz grabada, una abstracción inaccesible.
– Soy Benjamin y quiero hablar con Jacob -dijo Oliver.
Más interferencias, seguidas de la voz de Tanby, la macilenta sombra de Brock. El cadavérico Tanby, natural de Cornualles, que conduce el coche de Brock por él cuando necesita dormir un rato; que va a buscarle comida china a Brock cuando no puede salir del despacho; que da la cara por él, miente por él, y me arrastra escaleras arriba cuando no me obedecen las piernas a causa de la bebida. Tanby, la voz serena en la tormenta, aquel que uno desea estrangular con sus manos sudorosas.
– Bueno, por fin se ha producido una agradable sorpresa. Benjamin -anunció Tanby con alegre despreocupación-. Más vale tarde que nunca, diría yo.
– Nos ha encontrado -repuso Oliver.
– Sí, Benjamin, me temo que así es. Y el jefe desearía tener un mano a mano contigo a ese respecto cuanto antes. Sale de ahí un tren expreso mañana por la mañana a las once treinta y cinco. Si no hay inconveniente en la hora, por lo demás es el mismo sitio y la misma rutina de siempre. Y dice el jefe que traigas un cepillo de dientes y un par de trajes formales con los complementos a juego, en especial los zapatos. Has leído ya los periódicos, supongo.
– ¿Qué periódicos?
– No los has leído, veo. Mejor así. Lo decía sólo porque el jefe no quiere que te preocupes, ¿comprendes? Me ha encargado que te informe de que toda la gente importante para ti se encuentra perfectamente. No hay que lamentar pérdidas en la familia, por el momento. Quiere que estés tranquilo.
– ¿Qué periódicos?
– Bueno, yo personalmente compro el
Express.
Oliver condujo despacio de regreso al pueblo. Le dolían los músculos del cuello. Ocurría algo entraño en las grandes venas que ascendían a su cabeza. El quiosco de la estación estaba cerrado. Se acercó a un banco, no el suyo, y sacó doscientas libras del cajero automático. Se dirigió hacia los muelles en la furgoneta y encontró a Eric sentado en su mesa habitual en un rincón del restaurante situado al otro lado de la plaza, comiendo lo que comía siempre desde que se había retirado: hígado, patatas fritas y puré de guisantes, acompañado por un vaso de tinto chileno. Eric había sido ayudante de Max Miller en el escenario y actor suplente con la Crazy Gang. Había estrechado la mano a Bob Hope y se había acostado, contaba orgulloso, con todos los chicos guapos del coro. Cuando Oliver cogía una curda, Eric bebía con él, disculpándose por no poder seguir su ritmo de consumo a causa de la edad. Y si las circunstancias lo requerían, Eric se llevaba a Oliver a su apartamento, que compartía con un joven y enfermizo peluquero llamado Sandy, y extendía el sofá-cama de la sala de estar para que Oliver durmiese a gusto la borrachera y por la mañana, de desayuno, se encontrase unas judías con salsa de tomate esperándolo.
– ¿Cómo andamos, Eric? -preguntó Oliver, y al instante Eric levantó más aún sus enarcadas cejas de payaso, teñidas con Fórmula Grecian.
– Más que andar renqueamos, hijo, por decirlo de algún modo. Hoy en día no hay mucha demanda de sarasas decrépitos especializados en origami e imitaciones de pájaros. Debe de ser la recesión.
En una página arrancada de la agenda, Oliver anotó sus compromisos de los días siguientes.
– Es por mi tutor de la infancia, Eric -explicó-. Ha sufrido un ataque al corazón y quiere verme. Y aquí tienes un poco más. -Le entregó las doscientas libras.
– No vayas a atormentarte demasiado, hijo -advirtió Eric, guardándose el dinero en el bolsillo interior de su lustrosa chaqueta ajedrezada-. La muerte no la inventaste tú. La inventó Dios. Dios es el culpable de muchos males, o si no, pregúntale a Sandy.
La señora Watmore estaba esperándolo, pálida y asustada, como cuando Cadgwith se presentó allí para echarle el guante a Sammy.
– Si no ha telefoneado una docena de veces, no ha telefoneado ninguna. «¿Dónde se ha metido ese Ollie? Dile que no tiene por qué huir de mí.» Y al rato se planta ante la puerta, llamando al timbre, aporreando el buzón y despertando a todo el mundo -protestó, y Oliver adivinó que se refería a Toogood-. No puedo permitirme complicaciones, Ollie, ni siquiera por ti. Estoy de deudas hasta el cuello. Tengo vecinos. Tengo huéspedes. Tengo a Sammy. Eres demasiado para mí, Oliver, y no sé por qué.
Elsie creyó que no la había oído, porque estaba inclinado sobre la consola del vestíbulo, leyendo el
Daily Telegraph,
cosa insólita en él. Oliver aborrecía los periódicos; de hecho, incluso llegaba a dar un rodeo para eludirlos. Pensó, pues, que se hacía el distraído y estuvo a punto de ordenarle que levantase la cabeza de aquel diario y le respondiese como era debido. Sin embargo lo observó con más calma y, por la actitud alerta que percibió en él y también por propia intuición, supo que había ocurrido lo que desde el principio temía que ocurriese, y que Oliver se había acabado para ella, y también para Sammy. Era el final. Y supo, aunque era incapaz de expresarlo con palabras, que durante todo aquel tiempo que había pasado allí se escondía de algo, no sólo de su hija o su matrimonio, sino también de sí mismo. Y que aquello de lo que huía era superior a su esposa y su hija, y por fin había dado con él.
muere de un disparo un abogado de vacaciones en turquía, leyó Oliver. Fotografía de Alfred Winser, presentado como director en materia legal de la asesoría financiera Single amp; Single, sita en el West End, y ofreciendo un aspecto estrictamente legal con las gafas de concha que sólo se ponía cuando entrevistaba a una nueva secretaria. La identificación del cadáver aplazada mientras se lleva a cabo a nivel nacional la búsqueda de la viuda, quien, según la madre de ésta, necesitaba un respiro y ha aprovechado la ausencia de su esposo para tomarse ella misma unas vacaciones. Los motivos de la muerte aún sin determinar, todavía no descartada la posibilidad de que se trate de un asesinato, vagos rumores sobre el resurgimiento del terrorismo kurdo en la región.
Sammy bajó y se quedó plantado en la puerta, con un jersey de su difunto padre a modo de batín.
– ¿Y nuestra partida de billar? -preguntó.
– Tengo que ir a Londres -respondió Oliver, sin apartar la vista del periódico.
– ¿Estarás fuera mucho tiempo?
– Unos días.
Sammy desapareció. Al cabo de un momento llegó desde el hueco de la escalera la voz de Burl Ives cantando: «Nunca más vagaré sin rumbo.»
Para la reunión con Oliver tras varios años de separación, Brock tomó todas las precauciones habituales y otras menos habituales pero exigidas por la discreta crisis desatada en su departamento, y por su percepción casi religiosa de la singularidad de Oliver. Uno de los preceptos básicos en la profesión de Brock era que dos informadores nunca debían usar el mismo piso franco, pero, en el caso de Oliver, Brock insistió en que el lugar elegido no se hubiese utilizado en ninguna operación anterior. El resultado fue un chalet de tres dormitorios con paredes de ladrillo visto en una recóndita zona de Camden, situado entre una tienda de ultramarinos abierta las veinticuatro horas y un concurrido restaurante griego. Nadie prestaba atención a quién entraba o salía por la deslucida puerta del número 7. Pero no acababan ahí las precauciones de Brock. Quizá Oliver fuese una persona poco manejable, pero era el ojo derecho de Brock, su adquisición más preciada y su benjamín, como se había dejado sobradamente claro a todos los miembros del equipo. En la estación de Waterloo, en lugar de confiar el traslado de Oliver a una camioneta sin distintivos, Brock mandó a Tanby para que lo recibiese en el andén y lo acompañase a un servicial taxi londinense, se sentase a su lado en el asiento trasero y pagase el trayecto en efectivo como cualquier buen ciudadano. Y en Camden apostó a Derek y Aggie y a otros dos miembros del equipo de aspecto tan poco sospechoso como ellos por si Oliver, consciente o inconscientemente, tenía a alguien siguiéndole los pasos. En nuestro medio, solía preconizar Brock, vale más prever lo peor y multiplicarlo por dos. Pero con Oliver, si uno sabía lo que le convenía, era mejor multiplicar por un número tan alto como se quisiese.