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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Ensayo

Sobre el arte de contar historias (2 page)

BOOK: Sobre el arte de contar historias
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Pues, por extraño que parezca, el honesto público exige del cuento, como de una mujer hermosísima, algo más que su extrema desnudez. El arte íntimo del cuento debe valerse con ligeras hermosuras, pequeños encantos muy visibles, que el cuentista se preocupa de diseminar aquí y allá por su historia.

Estas livianas bellezas, al alcance de todos y por todos usadas, constituyen los
trucs
del arte de contar.

Desde la inmemorial infancia de este arte, los relatos de color local —o de ambiente, como también se les llama con mayor amplitud— han constituido un desiderátum en literatura. Los motivos son obvios: evocar ante los ojos de un ciudadano de gran ciudad la naturaleza anónima de cualquier perdida región del mundo, con sus tipos, modalidades y costumbres, no es tarea al alcance del primer publicista urbano. Lo menos que un cuento de ambiente puede exigir de su creador es un cabal conocimiento del país pintado: haber sido, en una palabra, un elemento local de ese ambiente.

Las estadísticas muy rigurosas levantadas acerca de este género comprueban el anterior aserto. No se conoce creador alguno de cuentos campesinos, mineros, navegantes, vagabundos, que antes no hayan sido, con mayor o menor eficacia, campesinos, mineros, navegantes y vagabundos profesionales; esto es, elementos fijos de un ambiente que más tarde utilizaron (explotamos, decimos nosotros) en sus relatos de color.

«Sólo es capaz de evocar un color local quien, sin conciencia de su posición, ha sido un día color de esa localidad». Esta frase concluye la estadística que mencionamos. Nosotros solemos decir, sin lograr entendernos mucho: el ambiente, como la vida, el dolor y el amor, hay que vivirlos.

Sentado esto, ¡cuán pobre sería nuestra literatura de ambiente si para ejercerla debiéramos haber sido previamente un anónimo color local!

Existe, por suerte, un
truc
salvador. Gracias a él los relatos de ambiente no nos exigen esa conjunción fatal de elementos nativos, por la cual un paisaje requiere un tipo que lo autorice, y ambos, una historia que los justifique. La justificación del color, mucho más que la del tiraje, ha encanecido prematuramente a muchos escritores.

El
truc
salvador consiste en el folklore. El día en que el principiante avisado denominó a sus relatos, sin razón de ser, «obra de folklore», creó dos grandes satisfacciones: una patriótica y la otra profesional.

Un relato de folklore se consigue generalmente ofreciendo al lector un paisaje gratuito y un diálogo en español mal hablado. Raramente el paisaje tiene nada que ver con los personajes, ni éstos han menester de paisaje alguno para su ejercicio. Tal trozo de naturaleza porque sí, sin embargo; la lengua de los protagonistas y los ponchos que los cobijan caracterizan, sin mayor fusión de elementos que la apuntada, al cuento de folklore.

No siempre, cierto es, las cosas llegan a esta amplitud. A veces es sólo uno el personaje: pero entonces el paisaje lo absorbe todo. En tales casos, el personaje recuerda o medita en voz alta, a fin de que su lenguaje nativo provoque la ansiada y dulce impresión de color local nacional; esto es, de folklore.

En un tiempo ya lejano se creyó imprescindible en el cuento de folklore el relatar las dos o tres leyendas aborígenes de cada rincón andino. Hoy, más diestros, comprendemos bien que una mula, una terminación viciosa de palabra y una manta teñida (a los pintores suele bastarles sólo lo último) constituyen la entraña misma del folklore nacional.

El resto —podríamos decir esta vez con justicia— es literatura.

Varias veces he oído ensalzar a mis amigos la importancia que para una viva impresión de color local tienen los detalles de un oficio más o menos manual. El conocimiento de los hilos de alambrado, por números; el tipo de cuerdas que componen los cables de marina, su procedencia y su tensión; la denominación de los gallos por su peso de riña; éstos y cada uno de los detalles de técnica, que comprueban el dominio que de su ambiente tiene el autor, constituyen
trucs
de ejemplar eficacia.

«Juan buscó por todas partes los pernos (bulones, decimos en técnica) que debían asegurar su volante. No hallándolos, salió del paso con diez clavos de ocho pulgadas, lo que le permitió remacharlos sobre el soporte mismo y quedar satisfecho de su obra».

No es habitual retener en la memoria el largo y grueso que puede tener un clavo de ocho pulgadas. El autor lo recuerda, indudablemente. Y sabe, además, que un clavo de tal longitud traspasa el soporte en cuestión —sin habernos advertido, por otra parte, qué dimensiones tenía aquél—. Pero este expreso olvido suyo, esta confusión nuestra y el haber quedado el personaje satisfecho de su obra son pequeños
trucs
que nos deciden a juzgar vivo tal relato.

A este género de detalles pertenecen los términos específicos de una técnica siempre de gran efecto: «El motor
golpeaba», «Hizo
una bronquitis».

He observado con sorpresa que algunos cuentistas de folklore cuidan de explicar con llamadas al pie, o en el texto mismo, el significado de las expresiones de ambiente. Esto es un error. La impresión de ambiente no se obtiene sino con un gran desenfado, que nos hace dar por perfectamente conocidos los términos y detalles de vida del país. Toda nota explicativa en un relato de ambiente es una cobardía. El cuentista que no se atreve a perturbar a su lector con giros ininteligibles para éste debe cambiar de oficio.

«Toda historia de color local debe dar la impresión de ser contada exclusivamente para las gentes de ese ambiente». Tercer aforismo de la estadística.

Entre los pequeños
trucs
diseminados por un relato, sea cual fuere su género, hay algunos que por la sutileza con que están disfrazados merecen especial atención.

Por ejemplo, no es lo mismo decir:
«Una mujer muy flaca, de mirada muy fija y con vago recuerdo de ataúd»
, que:
«Una mujer con vago recuerdo de ataúd, muy flaca y de mirada muy fija»
.

En literatura, el orden de los factores altera profundamente el producto.

Según deduzco de mis lecturas, en estas ligeras inversiones, de apariencia frívola, reside el don de pintar tipos. He visto una vez a un amigo mío fumar un cigarrillo entero antes de hallar el orden correspondiente a dos adjetivos. No un cigarrillo, sino tres tazas de café, costó a un celebérrimo cuentista francés la construcción de la siguiente frase:

«Tendió las manos adelante, retrocediendo…»
La otra versión era, naturalmente:
«Retrocedió, tendiendo las manos adelante…»

Estas pequeñas torturas del arte quedan, también naturalmente, en el borrador de los estilos más fluidos y transparentes.

Los cuentos denominados «fuertes» pueden obtenerse con facilidad sugiriendo hábilmente al lector, mientras se le apena con las desventuras del protagonista, la impresión de que éste saldrá al fin bien librado. Es un fino trabajo, pero que se puede realizar con éxito. El
truc
consiste, claro está, en matar a pesar de todo, al personaje.

A este
truc
podría llamársele «de la piedad», por carecer de ella los cuentistas que lo usan.

De la observación de algunos casos, comunes a todas las literaturas, parecería deducirse que no todos los cuentistas poseen las facultades correspondientes a su vocación. Algunos carecen de la visión de conjunto; otros ven con dificultad el escenario teatral de sus personajes; otros ven perfectamente este escenario, pero vacío; otros, en fin, gozan del privilegio de coger una impresión vaga, aleteante, podríamos decir, como un pájaro todavía pichón que pretendiera revolotear dentro de una jaula que no existe.

En este último caso, el cuentista escribe un poema en prosa.

El arte de agradar a los hombres, el de aquellos a que se denomina generalmente «escritores para hombres», se consigue en el cuerpo bastante bien escribiendo mal el idioma. Me informan de que en otros países esto no es indispensable. Entre nosotros, fuera del arbitrio de exagerar por el contrario el conocimiento de la lengua, no conozco otro eficaz.

Sobre el arte de agradar a las mujeres, el de aquellos a que se denomina generalmente «escritor para damas», tampoco hemos podido informarnos con la debida atención. Parecería ser aquél un don de particularísima sensibilidad, que escapa a la mayoría de escritores.

Decálogo del perfecto cuentista
[3]

I

Cree en un maestro —Poe, Maupassant, Kipling, Chéjov— como en Dios mismo.

II

Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en dominarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.

III

Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.

IV

Ten fe ciega, no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.

V

No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.

VI

Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: «Desde el río soplaba un viento frío», no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes.

VII

No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.

VIII

Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos no pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.

IX

No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino.

X

No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida en el cuento.

La retórica del cuento
[4]

En estas mismas columnas, solicitado cierta vez por algunos amigos de la infancia que deseaban escribir cuentos sin las dificultades inherentes por lo común a su composición, expuse unas cuantas reglas y trucos, que, por haberme servido satisfactoriamente en más de una ocasión, sospeché podrían prestar servicios de verdad a aquellos amigos de la niñez.

Animado por el silencio —en literatura el silencio es siempre animador— en que había caído mi elemental anagnosia del oficio, completela con una nueva serie de trucos eficaces y seguros, convencido de que uno por lo menos de los infinitos aspirantes al arte de escribir debía de estar gestando en las sombras un cuento revelador.

Ha pasado el tiempo. Ignoro todavía si mis normas literarias prestaron servicios. Una y otra serie de trucos anotados con más humor que solemnidad llevaban el título común de
Manual del perfecto cuentista
.

Hoy se me solicita de nuevo, pero esta vez con mucha más seriedad que buen humor. Se me pide primeramente una declaración firme y explícita acerca del cuento. Y luego, una fórmula eficaz para evitar precisamente escribirlos en la forma ya desusada que con tan pobre éxito absorbió nuestras viejas horas.

Como se ve, cuanto era de desenfadada y segura mi posición al divulgar los trucos del perfecto cuentista, es de inestable mi situación presente. Cuanto sabía yo del cuento era un error. Mi conocimiento indudable del oficio, mis pequeñas trampas más o menos claras, sólo han servido para colocarme de pie, desnudo y aterido como una criatura, ante la gesta de una nueva retórica del cuento que nos debe amamantar.

«Una nueva retórica…» No soy el primero en expresar así los flamantes cánones. No está en juego con ellos nuestra vieja estética, sino una nueva nomenclatura. Para orientarnos en su hallazgo, nada más útil que recordar lo que la literatura de ayer, la de hace diez siglos y la de los primeros balbuceos de la civilización, han entendido por cuento.

El cuento literario, nos dice aquélla, consta de los mismos elementos sucintos que el cuento oral, y es como éste el relato de una historia bastante interesante y suficientemente breve para que absorba toda nuestra atención.

Pero no es indispensable, adviértenos la retórica, que el tema a contar constituya una historia con principio, medio y fin. Una escena trunca, un incidente, una simple situación sentimental, moral o espiritual, poseen elementos de sobra para realizar con ellos un cuento.

Tal vez en ciertas épocas la historia total —lo que podríamos llamar argumento— fue inherente al cuento mismo. «¡Pobre argumento! —decíase—. ¡Pobre cuento!» Más tarde, con la historia breve, enérgica y aguda de un simple estado de ánimo, los grandes maestros del género han creado relatos inmortales.

En la extensión sin límites del tema y del procedimiento en el cuento, dos calidades se han exigido siempre: en el autor, el poder de transmitir vivamente y sin demoras sus impresiones; y en la obra, la soltura, la energía y la brevedad del relato, que la definen.

Tan específicas son estas dos cualidades, que desde las remotas edades del hombre, y a través de las más hondas convulsiones literarias, el concepto del cuento no ha variado. Cuando el de los otros géneros sufría según las modas del momento, el cuento permaneció firme en su esencia integral. Y mientras la lengua humana sea nuestro preferido vehículo de expresión, el hombre contará siempre, por ser el cuento la forma natural, normal e irremplazable de contar.

Extendido hasta la novela, el relato puede sufrir en su estructura. Constreñido en su enérgica brevedad, el cuento es y no puede ser otra cosa que lo que todos, cultos e ignorantes, entendemos por tal.

Los cuentos chinos y persas, los grecolatinos, los árabes de las
Mil y una noches
, los del Renacimiento italiano, los de Perrault, de Hoffmann, de Poe, de Mérimée, de Bret Harte, de Verga, de Chéjov, de Maupassant, de Kipling, todos ellos son una sola y misma cosa en su realización. Pueden diferenciarse unos de otros como el sol y la luna. Pero el concepto, el coraje para contar, la intensidad, la brevedad, son los mismos en todos los cuentistas de todas las edades.

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