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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Ensayo

Sobre el arte de contar historias (4 page)

BOOK: Sobre el arte de contar historias
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En este punto he de oír seguramente la voz severa de mis jueces que me observan:

—Tampoco esas declaraciones lo descargan en nada de sus culpas… aun en el supuesto de que usted haya utilizado de ellas una milésima parte en su provecho.

—Bien —tornaré a decir con voz todavía segura, aunque ya sin esperanza alguna de absolución—. Yo sostuve, honorable tribunal, la necesidad en arte de volver a la vida cada vez que transitoriamente aquél pierde su concepto; toda vez que sobre la finísima urdimbre de la emoción se han edificado aplastantes teorías. Traté finalmente de probar que así como la vida no es un juego cuando se tiene conciencia de ella, tampoco lo es la expresión artística. Y este empeño en reemplazar con humoradas mentales la carencia de gravidez emocional, y esa total deserción de las fuerzas creadoras que en arte reciben el nombre de imaginación, todo esto fue lo que combatí por el espacio de veinticinco años, hasta venir hoy a dar, cansado y sangrante todavía de ese luchar sin tregua, ante este tribunal que debe abrir para mi nombre las puertas al futuro, o cerrarlas definitivamente.

… Cerradas. Para siempre cerradas. Debo abandonar todas las ilusiones que puse un día en mi labor. Así lo decide el honorable tribunal, y agobiado bajo el peso de la sentencia me alejo de allí a lento paso.

Una idea, una esperanza, un pensamiento fugitivo viene de pronto a refrescar mi frente con su hálito cordial. Esos jueces… Oh, no cuesta mucho prever decrepitud inminente en esos jóvenes que han borrado el ayer de una sola plumada, y que dentro de otros treinta años —acaso menos— deberán comparecer ante otro tribunal que juzgue de sus muchos yerros. Y entonces, si se me permite volver un instante del pasado… entonces tendré un poco de curiosidad por ver qué obras de esos jóvenes han logrado sobrevivir al dulce y natural olvido del tiempo.
[8]

Los intelectuales y el cine
[9]

Los intelectuales son gente que por lo común desprecian el cine. Suelen conocer de memoria, y ya desde enero, el elenco y programa de las compañías teatrales de primero y séptimo orden. Pero del cine no hablan jamás; y si oyen a un pobre hombre hablar de él, sonríen siempre sin despegar los labios.

No es del caso averiguar si no se cumple con los intelectuales, respecto del cine, el conocido aforismo de estética por el cual todos los wagnerianos exclusivos silban sin cesar trozos de Verdi. Acaso el intelectual cultive furtivamente los solitarios cines de su barrio; pero no confesará jamás su debilidad por un espectáculo del que su cocinera gusta tanto como él, y el chico de la cocinera tanto como ambos juntos. Manantial democrático de arte, como se ve, y que a ejemplo de las canciones populares, da de beber a chicos, medianos, y hombres de vieja barba como Tolstoi.

Pero el intelectual suele ser un poquillo advenedizo en cuestiones de arte. Una nueva escuela, un nuevo rumbo, una nueva tontería pasadista, momentista o futurista, está mucho más cerca de seducirle que desagradarle. Y como es de esperar, tanto más solicitado se siente a defender un
ismo
cualquiera, cuanto más irrita éste a la gente de humilde y pesado sentido común.

¿Cómo, pues, el intelectual no halló en el arte recién creado, atractivos que por quijotería o esnobismo hicieran de él su paladín?

La revista
Clarté
, que no se caracteriza precisamente por el estudio de frivolidades, plantea esta misma pregunta en un primer artículo así encabezado: «El problema del cine en los tiempos modernos es demasiado importante para que no entre en nuestras preocupaciones».

¡Por fin! —podrá decirse. Los intelectuales de
Clarté
escapan por lo visto a esta generalización que acabamos de exponer. Oigamos un momento, porque vale la pena, lo que dice la revista en cuestión:

«En un principio no se ha querido ver en el cine más que una industria. Ahora bien, el cine es un arte, y la industria cinematográfica no es a este arte sino lo que la industria del libro, por ejemplo, es a la literatura. De este modo el cine anda aún en busca de su verdad, conducido por los peores guías que podía hallar.

»Se le ha trabado con las viejas reglas de un teatro en crisis de renovación y de estilo. El cine no se ha liberado aún de esta funesta influencia…»

Exactamente. Todo lo que de verdad, fuerza franca y fresca tiene hoy el cine, se lo debe a sí mismo, y lo adquirió con dolores y tanteos sin nombre. Lo malo que todavía guarda, y que oprime por la desviación o hace reír por lo convencional, es patrimonio legítimo del teatro, que heredó y no puede desechar todavía. La gesticulación excesiva, violenta, que comienza impresa en los mascarones de la tragedia primitiva y continúa en la afectación de expresiones y actitudes de la escena actual, es teatro y no cine. Pero oigamos todavía:

«El cine procede de todas las artes, es su poderosa síntesis, y ello nos obliga a tener fe en su prodigioso porvenir. Atrae sobre sí,
universalmente
, todas las verdades esenciales de la vida moderna para crear con ellas una nueva belleza. Pero se comprende que el descubrimiento de tal riqueza haya provocado graves errores. Los tanteos eran inevitables. No se ha llegado de un golpe a la sinfonía. El genio ferviente y sincero de muchos siglos se ha empleado en aquélla. ¿Por qué el cine escaparía a esta necesidad, tanto más cuanto que su porvenir es más formidable? Y luego —es menester decirlo—, los que podían haberlo ayudado más eficazmente, lo han despreciado y vilipendiado. Dejando en manos de los arribistas del primer momento —
ratés
de todas las categorías— este inaudito medio de creación, los intelectuales…»

He aquí la palabra. No fueron sólo nuestros intelectuales, al parecer, los que permanecieron mudos y con superior sonrisa cuando se les habló de cine. «Arte para sirvientas», en el mejor de los casos. «Payasadas melodramáticas», cuando el intelectual explicaba su sonrisa.

Cierto; tales groserías melodramáticas constituyen el triste don que las hadas escénicas del primer instante hicieron al recién nacido. Pero continuemos:

«Los intelectuales se encerraron en el desprecio. No comprendieron que la imagen podía ser no solamente expresiva en su movimiento o su asunto, sino también bella. Pero no es ésta la obra de un solo día o de un solo espíritu. No basta, particularmente, con ir a ver de cuando en cuando, en los programas tan mal confeccionados de los salones actuales, dos o tres cintas para quedar ungido de gracia. Es menester frecuentar larga y pacientemente las salas…»

Tal es por lo común, en efecto, la causa de los innumerables desengaños. Dada la superproducción de films, que alcanza a muchos millares por año, puédese sentar, sin temor de yerro, que la primera cinta con que tropecemos en un cine cualquiera no será una obra de arte. Después de ocho y diez cintas, ya hallaremos una pasable. Y es menester que transcurra un mes entero —y tal vez un trimestre—, para hallar por fin un film que sea el exponente de este maravilloso nuevo arte. Hablamos aquí, como se comprenderá, de condiciones de film puramente artísticas.

Bien; un mes, un trimestre, un año… No es mucho plazo, sin embargo. Si en toda la producción escénica de un año corrido, y en la otra terrible superproducción literaria mundial, tuviéramos que escoger las
obras maestras
—con todas sus letras—, el rubor nos subiría al rostro al constatar que sólo tres o cuatro libros o algún drama merecen el nombre de tales.

¿Qué juicio del arte literario podría formarse un novicio ideal, por el primer libro adquirido al azar en una librería? No culpemos pues al arte cinematográfico de las tonterías diarias impresas en la primera pantalla que encontramos al paso. Para evitarlas se requiere una larga cultura —como pasa con el libro— que no se adquiere sino devorando mucho malo. Pues como dice y prosigue
Clarté
:

«Es menester frecuentar larga y pacientemente las salas. La fe no se adquiere de golpe. En el estado actual, el mejor film no contiene sino las bases posibles de lo que llegará a ser. Y tal mala cinta, en un segundo, en el relámpago de un gesto, en una actitud, en la expresión de un sentimiento, nos deja descubrir verdades no menos esenciales. Lo que desde un principio ha corrido a los intelectuales es precisamente lo que debería haber sido para ellos razón de entusiasmo: el modo como el público se ha apasionado por el cine, y la fuerza de su irradiación. Pequeña vanidad de inteligencias que no creen ser comprendidas sino por unos cuantos. Los intelectuales se han dado cuenta ahora, pero un poco tarde, de los tanteos, de la torpeza y del dinero que su indiferencia y desprecio ha costado al desarrollo del cine. Y si sueñan todavía con un arte dramático en trance de renovación, deben saber esto sólo: que el cine matará un día al teatro, si éste no se orienta hacia formas más puras».

Hasta aquí el intelectual (naturalmente, nadie conoce mejor a su familia que el miembro de ella) de
Clarté
. Bienvenido con su franco amor, su fe y su desencanto del exceso de palabras que han convertido al libro y la escena en un fonógrafo de larga repetición.

Dícese que en la mejor novela de trescientas páginas sobran cien por lo menos, del mismo modo que en el mejor drama se puede suprimir la mitad de los parlamentos. Como pocas veces se ha expresado cosa más cierta, las leyendas concisas de un film, bajo la pluma de un escritor de verdad, realizarán esa sed de brevedad, precisión sin palabreo ni engaño que sufre actualmente el arte.

HORACIO QUIROGA nació en 1878, en Salto, Uruguay, y murió, por su propia mano, en Buenos Aires, Argentina, en 1937. Aunque dandy y modernista en su juventud, poco a poco, y gracias a su contacto con la selva del noreste argentino, su obra se fue alejando del ornato vacío para ganar en expresividad. Su primer libro, el poemario
Los arrecifes de coral
(1901) da cuenta, precisamente, de sus inicios. Pero su verdadero camino estaba en el cuento, género del que sin duda fue fundador en el continente americano. Entre sus obras destacan
Cuentos de amor de locura y de muerte
(1917),
Cuentos de la selva
(1918),
El salvaje
(1920),
Anaconda
(1921),
El desierto
(1924),
Los desterrados
(1926) y
Más allá
(1935), conjuntos de cuentos que señalan la paulatina creación de un bestiario propio, poblado de animales míticos y seres mágicos de las riberas del Paraná; y la novela
Pasado amor
(1929), de corte modernista.

Notas

[1]
El Hogar
, Buenos Aires, año XXI, n.º 808, abril 10, 1925.
<<

[2]
El Hogar
, Buenos Aires, año XXI, n.º 814, mayo 22, 1925.
<<

[3]
Babel, revista bisemanal de arte y crítica
, Buenos Aires, mayo 1927.
<<

[4]
El Hogar
, Buenos Aires, año XXIV, n.º 1001, diciembre 21, 1928.
<<

[5]
El Hogar
, Buenos Aires, año XXIV, n.º 951, enero 6, 1928.
<<

[6]
El texto tiene un valor testimonial ineludible. La Sra. María E. Bravo, su última esposa, conservaba un cuaderno donde Quiroga había registrado todas las ganancias obtenidas durante la casi totalidad de su tarea literaria.

Quizás intentando aminorar este «desenfreno materialista» (que en realidad no es sino una máscara de su desdicha económica), Ezequiel Martínez Estrada escribió: «Exigía lo que creía merecer, y dejó de publicar en un diario cuando halló excesivamente baja la tarifa de sus trabajos. Finalmente renunció a la miserable regalía de sus escritos, que le habían reportado —me dijo— un promedio de treinta pesos mensuales a lo largo de treinta y cinco años de producción».

Sin duda, como sostiene Martínez Estrada: «Lugones y él fueron campeones de los derechos del trabajador intelectual y para su defensa se fundó la Sociedad Argentina de Escritores. Desdeñar el estipendio fue signo de linaje y de mérito de nuestros rastacueros de las letras (…) Como escritor Quiroga se consideraba un proletario expoliado» (en:
El hermano Quiroga
, Montevideo, INIAL, 1957, pp. 50-51).
<<

[7]
El Hogar
, Buenos Aires, año XXVI, n.º 1091, septiembre 11, 1930.
<<

[8]
Comentando la irrupción de las vanguardias que, con Borges a la cabeza, no comprendieron o —lisa y llanamente— no compartieron el arte de Quiroga, Rodríguez Monegal describe el panorama hacia fines de la década del veinte: «Aunque (la revista)
Martín Fierro
se publica en el lapso en que Quiroga edita dos importantes libros de cuentos (
El desierto
, 1924,
Los desterrados
, 1926) y en que la empresa española Calpe difunde una antología de sus cuentos (
La gallina degollada
, 1925), es inútil buscar en la colección de la revista la menor referencia a esos tres libros capitales. Las únicas menciones de Quiroga que hay en los 45 números de
Martín Fierro
son de índole satírica. Una vez (n.º 16, mayo 5, 1925) se le atribuye un próximo libro:
Dónde vas con el bulto apurado…
, que se subtitularía
Cuentos del otro Landrú
. El epigrama no es grave y se limita a jugar simultáneamente con su aspecto físico y su terrible reputación local de Don Juan. Otra vez se le hace suscribir una apócrifa frase célebre («El que escupe en el suelo es un maleducado») que también parece encerrar una punta personal y aludir a sus modales algo bruscos (n.º 31, julio 8, 1926). La tercera y última mención (n.º 43, agosto 15, 1927) es un
Epitafio
que firma Luis García:

Escribió cuentos dramáticos

sumamente dolorosos

Como los quistes hidáticos.

Hizo hablar leones y osos

Caimanes y jabalíes.

La selva puso a sus pies

Hasta que un autor inglés

(Kipling) le puso al revés

Los puntos sobre las íes.

(En:
El desterrado, vida y obra de Horacio Quiroga
, Buenos Aires, Losada, 1968, p. 220).
<<

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