—¿Y qué?
—Dijiste que te irías, no que nos iríamos.
Alejandra se volvió a reír.
Martín la tomó de una mano y con ansiedad le preguntó:
—¿Te irías conmigo?
Alejandra pareció reflexionar: Martín no podía distinguir sus rasgos.
—Sí… creo que sí… Pero no veo por qué esa perspectiva puede alegrarte.
—¿Por qué no? —preguntó Martín con dolor.
Con voz seria, ella repuso:
—Porque no soporto a nadie a mi lado y porque te haría mucho, pero muchísimo mal.
—¿Es que no me querés?
—Ay, Martín… no empecemos con esas preguntas…
—Entonces es porque no me querés.
—Pero sí, pavo. Justamente te haría mal porque te quiero ¿no comprendes? Uno no hace mal a la gente que le es indiferente. Pero la palabra querer, Martín, es tan vasta… Se quiere a un amante, a un perro, a un amigo…
—¿Y yo? —preguntó temblando Martín—, ¿qué soy para vos? ¿Un amante, un perro, un amigo?…
—Te he dicho que te necesito, ¿no te basta?
Martín se quedó callado: los fantasmas que se habían mantenido rondando de lejos se acercaron sarcásticamente: la palabra
Fernando
, la frase
recordá siempre que soy una basura
, su ausencia aquella primera noche de su pieza. Y pensó, con melancólica amargura: “Nunca, nunca”. Sus ojos se llenaron de lágrimas y su
cabeza
, se inclinó hacia adelante, como si aquellos pensamientos la doblegaran con su peso.
Alejandra levantó su mano hasta su cara y con la punta de sus dedos palpó sus ojos.
—Ya me lo imaginaba. Venga para acá.
Lo mantuvo apretado contra ella con uno de sus brazos.
—Vamos a ver si se porta bien —dijo, como quien habla a un niño—. Ya le he dicho que lo necesito y que lo quiero mucho, ¿que más quiere?
Acercó sus labios a su mejilla y la besó. Martín sintió que todo su cuerpo era sacudido.
Abrazando con fuerza a Alejandra, sintiendo su cuerpo cálido junto al suyo, como si un poder invencible lo dominara,
empezó
entonces a besar su cara, sus ojos, sus mejillas, su pelo, hasta buscar aquella boca grande y carnosa que sentía a su lado. Por un instante fugacísimo sintió que Alejandra rehuía su beso: todo su cuerpo pareció endurecerse y sus brazos tuvieron un movimiento de rechazo. Luego se ablandó y pareció apoderarse de ella un frenesí. Y entonces se produjo un hecho que aterró a Martín: las manos de ella, como si fueran garras, estrujaron sus brazos y desgarraron su carne, al mismo tiempo que lo separaba de sí y se incorporaba.
—¡No! —gritó, mientras se ponía de pie y corría hacia la ventana.
Asustado, Martín, sin atreverse a acercarse, la veía con el pelo revuelto, aspirando a grandes bocanadas el aire de la noche, como si le faltara, su pecho agitado y sus manos aferradas al alféizar, con los brazos tensos. Con un movimiento violento abrió su blusa con las dos manos, arrancando los botones y cayó al suelo rígida. Su cara fue poniéndose morada, hasta que de pronto su cuerpo empezó a sacudirse.
Aterrado, no sabía qué actitud tomar ni qué hacer. Cuando vio que se caía, corrió hacia ella y la tomó en sus brazos y trató de calmarla. Pero Alejandra no oía ni veía nada: se retorcía y gemía, con los ojos abiertos y alucinados. Martín pensó que no podía hacer otra cosa que llevarla a la cama. Así lo hizo y poco a poco vio con alivio que Alejandra se calmaba y que sus gemidos eran paulatinamente más apagados.
Sentado al borde de la cama, lleno de confusión, de miedo, Martín veía sus pechos desnudos entre la blusa entreabierta. Por un instante pensó que de algún modo, él, Martín, estaba de verdad siendo necesario a aquel ser atormentado y sufriente. Entonces cerró la blusa de Alejandra y esperó. Poco a poco la respiración de ella empezó a ser más acompasada y regular, sus ojos se habían cerrado y parecía adormecida. Así pasó más de una hora. Hasta que, abriendo los ojos y mirándolo, pidió un poco de agua. Sostuvo con uno de sus brazos a Alejandra y le dio de beber.
—Apagá esa luz —dijo ella.
Martín la apagó y volvió a sentarse a su lado.
—Martín —dijo Alejandra con voz apagada—, estoy muy, muy cansada, quisiera dormir, pero no te vayas. Podes dormir aquí, a mi lado.
Él se quitó los zapatos y se acostó al lado de Alejandra.
—Sos un santo —dijo ella, acurrucándose a su lado.
Martín sintió cómo de pronto ella se dormía, mientras él trataba de ordenar el caos de su espíritu. Pero era un vértigo tan incoherente, los razonamientos resultaban siempre tan contradictorios que, poco a poco, fue invadido por un sopor invencible y por la sensación dulcísima (a pesar de todo) de estar al lado de la mujer que amaba.
Pero algo le impidió dormir, y poco a poco fue angustiándose.
Como si el príncipe —pensaba—, después de recorrer vastas y solitarias regiones, se encontrase por fin frente a la gruta donde ella duerme vigilada por el dragón. Y como si, para colmo, advirtiese que el dragón no vigila a su lado amenazante como lo imaginamos en los mitos infantiles sino, lo que era más angustioso, dentro de ella misma: como si fuera una princesa-dragón, un indiscernible monstruo, casto y llameante a la vez, candoroso y repelente al mismo tiempo: como si una purísima niña vestida de comunión tuviese pesadillas de reptil o de murciélago.
Y los vientos misteriosos que parecían soplar desde la oscura gruta del dragón-princesa agitaban su alma y la desgarraban, todas sus ideas eran rotas y mezcladas, y su cuerpo era estremecido por complejas sensaciones. Su madre (pensaba), su madre carne y suciedad, baño caliente y húmedo, oscura masa de pelo y olores, repugnante estiércol de piel y labios calientes. Pero él (trataba de ordenar su caos), pero él había dividido el amor en carne sucia y en purísimo sentimiento; en purísimo sentimiento y en repugnante, sórdido sexo que debía
rechazar
, aunque (o porque) tantas veces sus instintos se rebelaban, horrorizándose por esa misma rebelión con el mismo horror con que descubría, de pronto, rasgos de su madrecama en su propia cara. Como si su madrecama, pérfida y reptante, lograra salvar los grandes fosos que él desesperadamente cavaba cada día para defender su torre, y ella como víbora implacable, volviese cada noche a aparecer en la torre como fétido fantasma, donde él se defendía con su espada filosa y limpia. ¿Y qué pasaba, Dios mío, con Alejandra? ¿Qué ambiguo sentimiento confundía ahora todas sus defensas? La carne se le aparecía de pronto como espíritu, y su amor por ella, se convertía en carne, en caliente deseo de su piel y de su húmeda y oscura gruta de dragón-princesa. Pero, Dios, Dios, ¿y por qué ella parecía defender esa gruta con llameantes vientos y gritos furiosos de dragón herido? “No debo pensar”, se dijo, apretándose las sienes, y trató de permanecer como si retuviera la respiración de su cabeza. Trató de que el tumulto se detuviera. Quedó tenso y vacío por un fugitivo segundo. Y luego, ya limpio por un instante siquiera, pensó con dolorosa lucidez PERO CON MARCOS MOLINA, ALLÁ EN LA PLAYA, NO FUE ASÍ, PUES ELLA LO QUISO O LO DESEÓ Y LO BESÓ FURIOSAMENTE, de modo que era a él, a Martín, a quien rechazaba. Cedió en su tensión y nuevamente aquellos vientos volvieron a barrer Su espíritu, como en una furiosa tormenta, mientras sentía que ella, a su lado, se agitaba, gemía, murmuraba palabras Ininteligibles. “Siempre tengo pesadillas cuando me duermo”, había dicho.
Martín se sentó en el borde de la cama y la contempló: a la luz de la luna podía escrutar su rostro agitado por la otra tempestad, la de ella, la que él nunca (pero nunca) conocería. Como si en medio de excrementos y barro, entre tinieblas, hubiese una rosa blanca y delicada. Y lo más extraño de todo era que él quería a ese monstruo equívoco: dragón-princesa, rosafango, niñamurciélago. A ese mismo casto, caliente y acaso corrupto ser que se estremecía cerca de él, cerca de su piel, agitado quién sabe por qué horrendas pesadillas. Y lo más angustioso de todo era que habiéndola aceptado así, era ella la que parecía no querer aceptarlo: como si la niña de blanco (en medio del barro, rodeada por bandas de nocturnos murciélagos, de viscosos e inmundos murciélagos) gimiera por su ayuda y al mismo tiempo rechazara con violentos gestos su presencia, apartándolo de aquel tenebroso sitio. Sí: la princesa se agitaba y gemía. Desde desoladas regiones en tinieblas lo llamaba a él, a Martín. Pero él, un pobre muchacho desconcertado, era incapaz de llegar hasta donde ella estaba, separado por insalvables abismos.
Así que no podía hacer otra cosa que mirarla angustiosamente desde acá y esperar.
—¡No, no! —exclamaba Alejandra poniendo las manos delante de sí, como para rechazar algo. Hasta que se despertó y nuevamente se repitió la escena que ya Martín había visto en aquella primera noche: él, calmándola, llamándola por su nombre; y ella, ausente y surgiendo poco a poco de un profundo abismo de murciélagos y telarañas.
Sentada en la cama, encorvada sobre sus piernas, su cabeza apoyada sobre sus rodillas, Alejandra poco a poco volvía a la conciencia. Al cabo de un tiempo miró, por fin, a Martín y le dijo:
—Espero que ya te hayas acostumbrado.
Martín, por respuesta, intentó acariciarla con su mano en la cara.
—¡No me toques! —exclamó ella, retrocediendo.
Se levantó y dijo:
—Voy a bañarme y vuelvo.
—¿Por qué tardaste tanto? —preguntó cuando por fin la vio reaparecer.
—Tenía mucha suciedad.
Se acostó a su lado, después de encender un cigarrillo.
Martín la miró: nunca sabía cuándo ella bromeaba.
—No bromeo, tonto, lo digo en serio.
Martín permaneció callado: sus dudas, la confusión de sus ideas y sentimientos lo mantenían como paralizado. Su ceño fruncido, miraba al techo y trataba de ordenar su mente.
—¿Qué pensás?
Tardó un momento en responder.
—Mucho y nada, Alejandra… La verdad es que…
—¿No sabes qué?
—No sé nada… Desde que te conozco vivo en una confusión total de ideas, de sentimientos… ya no sé cómo proceder en ningún momento… Ahora mismo cuando te despertaste, cuando te quise acariciar… Y antes de dormirte… Cuando…
Se calló y Alejandra nada dijo. Permanecieron los dos en silencio durante largo rato.
Sólo se oían las profundas y ansiosas chupadas que Alejandra daba a su cigarrillo.
—No decís nada —comentó Martín, con amargura.
—Ya te respondí que te quiero, que te quiero mucho.
—¿Qué soñaste recién? —preguntó Martín, sombríamente.
—¿Para qué querés saberlo? No vale la pena.
—¿Ves? tenés un mundo desconocido para mí, ¿cómo podes decir que me querés?
—Te quiero, Martín.
—Bah…, me querés como a un chico.
Ella no dijo nada.
—¿Ves? —comentó Martín, amargamente—, ¿ves?
—No, tonto, no… Estoy pensando…, yo misma no tengo las cosas claras… Pero te quiero, te necesito, de eso estoy segura…
—No dejaste que te besara. No me dejaste ni siquiera tocarte, hace un momento.
—¡Dios mío! ¿No ves que soy enferma, que sufro cosas atroces? No tienes idea de la pesadilla que acabo de tener…
—¿Por eso te bañaste? —preguntó Martín irónicamente.
—Sí, me bañé por la pesadilla.
—¿Se limpian con agua las pesadillas?
—Sí, Martín, con agua y un poco de detergente.
—No me parece que lo que yo estoy diciendo sea motivo de risa.
—No me río, chiquilín. Me río quizá de mí misma, de mi absurda idea de limpiarme el alma con agua y jabón. ¡Si vieras qué furiosa me refriego!
—Es una idea descabellada.
—Claro que sí.
Alejandra se incorporó, apagó la colilla del cigarrillo contra el cenicero que tenía en la mesita de luz y volvió a acostarse.
—Yo soy un muchacho sin experiencia, Alejandra. Hasta es probable que vos me tengas por un poco tarado. Pero así y todo me pregunto: ¿Por qué, si te disgusta que te toque y que te bese en la boca, me has pedido que me acueste aquí, contigo? Me parece una crueldad. ¿O es otro experimento como con Marcos Molina?
—No, Martín, no es ningún experimento. A Marcos Molina yo no lo quería, ahora lo veo claro. Con vos es distinto. Y, cosa curiosa, que yo misma no me lo explico: necesito tenerte de pronto cerca, junto a mí, sentir el calor de tu cuerpo a mi lado, el contacto de tu mano.
—Pero sin besarte de verdad.
Alejandra tardó un momento en proseguir.
—Mirá, Martín, hay muchas cosas en mí, en… Mirá, no sé… Tal vez porque te tengo mucho cariño. ¿Me entendés?
—No.
—Sí, claro…, yo misma no me lo explico muy bien.
—¿Nunca te podré besar, nunca podré tocar tu cuerpo? —preguntó Martín casi con cómica e infantil amargura.
Vio que ella se ponía las manos sobre la cara y se la apretaba como si le dolieran las sienes. Después encendió un cigarrillo y sin hablar fue hacia la ventana, donde permaneció hasta concluirlo. Finalmente, volvió hacia la cama, se sentó, lo miró larga y seriamente a Martín y empezó a desnudarse.
Martín, casi aterrorizado, como quien asiste a un acto largamente ansiado pero que en el momento de producirse comprende que también es oscuramente temible, vio cómo su cuerpo iba poco a poco emergiendo de la oscuridad; ya de pie, a la luz de la luna, contemplaba su cintura estrecha, que podía ser abarcada por un solo brazo; sus anchas caderas; sus pechos altos y triangulares, abiertos hacia afuera, trémulos por los movimientos de Alejandra; su largo pelo lacio cayendo ahora sobre sus hombros. Su rostro era serio, casi trágico, y parecía alimentado por una seca desesperación, por una tensa y casi eléctrica desesperación.
Cosa singular: los ojos de Martín se habían llenado de lágrimas y su piel se estremecía como con fiebre. La veía como un ánfora antigua, alta, bella y temblorosa ánfora de carne; una carne que sutilmente estaba entremezclada, para Martín, a un ansia de comunión, porque, como decía Bruno, una de las trágicas precariedades del espíritu, pero también una de sus sutilezas más profundas, era su imposibilidad de ser sino mediante la carne.
El mundo exterior había dejado de existir para Martín y ahora el círculo mágico lo aislaba vertiginosamente de aquella ciudad terrible de sus miserias y fealdades, de los millones de hombres y mujeres y chicos que hablaban, sufrían, disputaban, odiaban, comían. Por los fantásticos poderes del amor, todo aquello quedaba abolido, menos aquel cuerpo de Alejandra que esperaba a su lado, un cuerpo que alguna vez moriría y se corrompería, pero que ahora era inmortal e incorruptible, como si el espíritu que lo habitaba transmitiese a su carne los atributos de su eternidad. Los latidos de su corazón le demostraban a él, a Martín, que estaba ascendiendo a una altura antes nunca alcanzada, una cima donde el aire era purísimo pero tenso, una alta montaña quizá rodeada de atmósfera electrizada, a alturas inconmensurables sobre los pantanos oscuros y pestilentes en que antes había oído chapotear a bestias deformes y sucias.