—Esa gente hace lo que quiere —expresó—. Por ejemplo, hoy ¿no viene un hombre de la CADE y se pone a revisar toda la casa para ver si teníamos bien los aparatos, las planchas, los calefones y todo eso? Yo me pregunto, señor Vidal, si hay derecho a que a uno le revisen la casa.
Del mismo modo que los caballos se detienen bruscamente y se encabritan ante un objeto sospechoso que han advertido en el suelo, levantando la cabeza y poniendo tiesas y vibrantes las orejas, así yo fui sacudido por sus palabras.
—¿Un empleado de la CADE? —pregunté, casi saltando de mi asiento.
—Sí, de la CADE —respondió con sorpresa.
—¿A qué hora?
Hizo memoria y dijo:
—A eso de las tres de la tarde.
—¿Un hombre gordo? ¿Un individuo con traje clarito?
—Sí, gordo sí… —respondió cada vez más perpleja, mirándome como si estuviera enfermo.
—Pero ¿tenía traje clarito o no? —insistí con aspereza.
—Sí… un traje clarito…, sí, sería de poplín, de esos que se llevan ahora, uno de esos trajes livianos.
Me observaba con tanto asombro que debía dar alguna explicación razonable: de otro modo quién sabe si mi actitud no resultaba sospechosa hasta para aquella infeliz. Pero ¿qué explicación darle? Traté de inventar algo creíble: hablé de una deuda que aquel individuo tenía conmigo, farfullé una serie de palabras apresuradas, porque comprendí que no había ninguna posibilidad de decir nada que explicara mi alarma. Y mi alarma provenía de que aquella tarde, a las tres, me había llamado la atención un personaje gordo, vestido de poplín claro, con una valijita en la mano, que rondaba en torno del número 57 de la calle Paso. Que aquel individuo me hubiese parecido sospechoso y que ahora, de acuerdo con las palabras de la dueña de la pensión, confirmase mi intuición al contarme que había revisado la pensión, era suficiente para ponerme frenético.
Más tarde, revisando los episodios vinculados a mi investigación, pensé que mi atolondramiento y mi actitud con respecto al hombre de la CADE y mis palabras de presunta explicación a la mujer de la pensión fueron temerarias.
Habrían bastado para despertar sus sospechas, de haber tenido cierta inteligencia.
Pero no iba a ser por aquella grieta que habría de resquebrajarse el trabajoso edificio. Esa noche mi cabeza era un tumulto: sentía que el momento decisivo se aproximaba. Al otro día, como de costumbre, pero ahora con mayor nerviosidad, me instalé desde temprano en mi observatorio. Tomé mi café con leche y desplegué el diario, pero en realidad no quitaba los ojos del número 57. Tenía ya una notable habilidad para este doble juego. Y mientras Juanito me decía no sé qué cosa sobre la huelga de los metalúrgicos, observé, con casi insoportable emoción, que el hombre de la CADE reaparecía en la calle Paso, con la misma valijita y el mismo traje claro del día anterior; pero esta vez acompañado por un señor menudo y bajito de cara muy semejante a la de Pierre Fresnay. Venían conversando entre sí y cuando el gordo le musitaba algo cerca del oído, para lo que debía inclinarse, el otro asentía con la cabeza. Al llegar al número 57, el chiquito entró en la casa de departamentos y el hombre de la CADE se alejó hacia la calle Mitre y finalmente se quedó, esperando, en la esquina: sacó un atado de cigarrillos y se puso a fumar. ¿Bajaría Iglesias con el otro?
No me pareció probable, porque no era hombre de aceptar así como así una propuesta o una invitación.
Traté de imaginarme la escena allá arriba: ¿qué le diría a Iglesias? ¿Cómo se presentaría? Lo más probable era que el individuo se presentase como miembro de la Biblioteca o del Coro o de cualquiera de esas instituciones: se había enterado de su desgracia, ellos tenían organizada la ayuda, etcétera. Pero, como digo, me pareció difícil que Iglesias accediese a seguirlo en esta primera oportunidad: se había vuelto demasiado desconfiado y, por lo demás, se había acentuado su orgullo; que ya antes de su ceguera era, como en tantos españoles, marcadísimo.
Cuando el emisario bajó solo y fue a reunirse con el hombre de la CADE, sentí con satisfacción que mis suposiciones habían sido correctas, lo que me revelaba que tenía una idea exacta de la marcha de los acontecimientos.
El hombre de la CADE pareció escuchar con mucho interés el informe del peticito y luego, conversando animadamente, se fueron hacia el lado de la avenida Pueyrredón.
Corrí para arriba: era imprescindible averiguar algo cuanto antes, sin despertar, empero, las sospechas de Iglesias.
La viuda me recibió con muestras de entusiasmo:
—¡Por fin vinieron de esa sociedad! —exclamó, tomándome la mano derecha con las dos suyas.
Traté de calmarla.
—Y sobre todo, señora —le dije—, ni una palabra a Iglesias. No se le vaya a escapar que he sido yo quien interesó a esa gente.
Me aseguró que recordaba muy bien mis recomendaciones.
—Perfecto —comenté—. ¿Y qué ha resuelto Iglesias?
—Le han ofrecido trabajo.
—¿Qué clase de trabajo?
—No lo sé. No me ha dicho nada.
—Y él ¿qué ha respondido?
—Que lo iba a pensar.
—¿Hasta cuándo?
—Hasta esta tarde, porque esta tarde va a volver el señor. Lo quiere presentar.
—¿Presentarlo? ¿Dónde?
—No lo sé, señor Vidal.
Me declaré satisfecho con el interrogatorio y me despedí. Ya al salir, pregunté:
—Me olvidaba: ¿A qué hora volverá ese señor?
—A las tres.
—Perfecto.
Las cosas empezaban a andar sobre rieles.
Como en otras ocasiones, la nerviosidad me produjo un urgente deseo de ir al baño. Entré en la Antigua Perla del Once y me dirigí al excusado. Es curioso que en este país el único lugar donde se habla de Damas y Caballeros sea el lugar donde invariablemente dejan de serlo. A veces pienso que es una de las tantas formas del irónico descreimiento argentino. Mientras me acomodaba en el infecto cuartucho, confirmando mi vieja teoría de que el cuarto de baño es el único sitio filosófico que va quedando en estado puro, empecé a descifrar las enmarañadas inscripciones. Sobre el inevitable y básico VIVA PERÓN alguien había tachado violentamente la palabra VIVA y la había reemplazado por MUERA, palabra que a su turno había sido tachada y reemplazada por un nuevo VIVA, nieto del primigenio, y así alternativamente, en forma de pagoda, o más bien de un temblequeante edificio en construcción. A izquierda y derecha, arriba y abajo, con flechas indicadoras y signos de admiración o dibujos alusivos, aquella expresión original aparecía exornada, enriquecida y comentada (como por una raza de violentos y pornográficos exegetas) con comentarios diversos sobre la madre de Perón, sobre las características sociales y anatómicas de Eva Duarte; sobre lo que haría el comentarista desconocido y defecante si tuviera la dicha de encontrarse con ella en una cama, en un sillón o hasta en el propio baño de la Antigua Perla del Once. Frases y expresiones de deseos que a su vez eran tachados parcial o totalmente, obliterados, tergiversados o enriquecidos por la inclusión de un adverbio perverso o celebratorio incrementados o atenuados por la intervención de un adjetivo; con lápices y tizas de diversos colores; con dibujos ilustrativos que parecían haber sido ejecutados por un profesor Testut borracho y baboso. Y en diferentes lugares libres, abajo o al costado, a veces (como en el caso de los avisos importantes de los diarios) con marcos orlados, con diversos tipos de letra (ansioso o lánguido, esperanzado o cínico, empecinado o frívolo, caligráfico o grotesco), pedidos y ofrecimientos de teléfonos para hombres que tuvieran tales y cuales atributos, que estuvieran dispuestos a realizar tales o cuales combinaciones o hazañas, artificios o fantasías, atrocidades masoquistas o sádicas. Ofrecimientos y pedidos que a su vez eran modificados por comentarios irónicos o insultantes, agresivos o humorísticos de terceras personas que por algún motivo no estaban dispuestas
a
intervenir en la combinación precisa, pero que, en algún sentido (y sus comentarios así lo probaban) también deseaban participar, y participaban, de aquella magia lasciva y alucinante. Y en medio de aquel caos, con flechas indicadoras, la respuesta anhelante y esperanzada de alguien que indicaba cómo y cuándo esperaría al Príncipe Cacográfico y Anal, a veces con una acotación tierna y al parecer inadecuada para aquel noticioso de excusado: ESTARÉ CON UNA FLOR EN LA MANO.
“El reverso del mundo”, pensé.
Como en las páginas policiales, ahí parecía revelarse la verdad última de la raza.
“El amor y los excrementos”, pensé.
Y mientras me abrochaba, también pensé: “Damas y Caballeros”.
A las dos de la tarde estaba yo instalado en el café, por las dudas. Pero hasta las tres no apareció el hombrecito que se parecía a Pierre Fresnay. Caminaba ahora sin ninguna vacilación. Cuando llegó cerca de la casa levantó la mirada para verificar la numeración (porque venía caminando con la
cabeza
gacha, como si mascullara algo para sus adentros) y entró en el número 57.
Esperé su salida con los nervios tensos: se acercaba la parte más riesgosa de mi aventura, pues aunque por un momento pensé en la posibilidad más trivial de que lo llevaran a alguna de las sociedades mutuales o de beneficencia, mi intuición me dijo en seguida que no sería de ningún modo así: ya harían eso más adelante. El primer paso debía de consistir en algo mucho menos inocente, conduciéndolo ante alguno de los ciegos de cierta importancia, acaso uno de los vínculos con los jerarcas. ¿En qué me basaba para inclinarme por esta suposición? Pensaba que antes de largar un nuevo ciego a la circulación, por decirlo de este modo, los jerarcas querían conocer a fondo sus características, sus condiciones y sus tareas, su grado de perspicacia o su tontería: un buen jefe de espionaje no da una misión a uno de sus agentes sin un previo examen de sus virtudes y defectos. Y es obvio que no exige las mismas condiciones recorrer los subterráneos para recoger tributos que vigilar junto a un lugar tan importante como el Centro Naval (tal como ese ciego alto de sombrero Orión, de unos sesenta años, que permanece eternamente silencioso con sus lápices en la mano y que da toda la impresión de ser un caballero inglés venido a menos por un espantoso azar de la fortuna). Hay, como ya lo he dicho, ciegos y ciegos. Y si bien todos ellos tienen un esencial atributo común, que les confiere ese mínimo de peculiaridades raciales, no debemos simplificar el problema hasta el punto de creer que todos son igualmente sutiles y perspicaces. Hay ciegos que sólo sirven para trabajo de choque; hay entre ellos el equivalente de los estibadores o de los gendarmes; y hay los Kierkegaards y los Prousts. Por lo demás, no se puede saber cómo ha de resultar un humano que entre en la secta sagrada por enfermedad o accidente, pues como en la guerra, se producen increíbles sorpresas; y así como nadie hubiera podido prever que de aquel tímido empleaducho de un banco en Boston iba a salir un héroe de Guadalcanal, tampoco se puede predecir de qué sorprendente manera puede la ceguera elevar la jerarquía de un portero o de un tipógrafo: se dice que uno de los cuatro jerarcas que manejan mundialmente la secta (y que habitan en alguna parte de los Pirineos, en una de las grutas a enorme profundidad que, finalizando en un desastre mortal, un grupo de espeleólogos intentó explorar en 1950) no era ciego de nacimiento y que, y eso es lo más asombroso, en su vida anterior había sido un simple jockey que corría en el hipódromo de Milán, lugar donde perdió la vista en una rodada. Esta es una información de enésima mano, como es de suponer, y aunque creo muy poco probable que un hombre que no sea ciego de nacimiento pertenezca a la jerarquía, repito la historia sólo para mostrar hasta qué punto puede creerse que una persona es susceptible de agrandarse por la pérdida de la vista. El sistema de promoción es tan esotérico, que creo por demás dudoso que nadie pueda conocer jamás la identidad de los Tetrarcas. Lo que pasa es que en el mundo de los ciegos se murmura y se propalan informaciones que no siempre son verdaderas: en parte, acaso, porque conservan esa propensión a la maledicencia y al chismorreo que es propia de los seres humanos incrementada en su raza en proporciones patológicas; en parte, y ésta es una hipótesis mía, porque los jerarcas utilizan las falsas informaciones como uno de los medios para mantener el misterio y el equívoco, dos armas poderosas en cualquier organización de ese género. Pero, sea como fuere, para que una noticia sea verosímil tiene que ser al menos posible en principio, y esto basta para probar, como en el presunto caso del ex jockey, hasta qué punto la ceguera puede multiplicar la personalidad de un individuo corriente.
Volviendo a nuestro problema, imaginé que Iglesias no sería conducido en aquella primera salida a una de las sociedades exotéricas, esas instituciones donde los ciegos utilizan a pobres diablos videntes o a señoras de buen corazón y cerebro de mosca, echando mano de los peores y más baratos recursos de la demagogia sentimental. Intuí, por lo tanto, que aquella primera salida de Iglesias podía introducirme de un solo golpe en uno de los reductos secretos, con todos los peligros que eso implicaba, es cierto, pero, asimismo, con todas sus formidables posibilidades. De modo que esa tarde, cuando me senté en el café, había tomado ya todas las medidas que me parecieron inteligentes para el caso de un viaje de tal naturaleza. Se me podrá decir que es fácil tomar determinaciones razonables para un viaje a las sierras de Córdoba, pero no se ve cómo, a menos de estar loco, se pueden tomar medidas razonables para la exploración del universo de los ciegos. Bien: la verdad es que esas famosas medidas fueron dos o tres relativamente lógicas: una linterna eléctrica, algún alimento concentrado y dos o tres cosas similares. Decidí que, tal como lo hacen los nadadores de fondo, lo mejor era llevar, como alimento concentrado, chocolate.
Con mi linterna de bolsillo, mi chocolate y un bastón blanco que a último momento se me ocurrió que podía serme útil (como el uniforme del enemigo para una patrulla), esperé, con los nervios en el último grado de tensión, la salida de Iglesias con el hombrecito. Quedaba, es cierto, la posibilidad de que el tipógrafo, en su calidad de español, se negara a acompañar al hombrecillo y decidiera permanecer orgullosamente solitario; en ese caso todo el edificio que había yo erigido se vendría abajo como un castillo de barajas; y mi equipo de chocolate, linterna y bastón blanco quedaría automáticamente convertido en un grotesco equipo para loco.