Sobre héroes y tumbas (37 page)

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Authors: Ernesto Sabato

Tags: #Relato

BOOK: Sobre héroes y tumbas
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No obstante, el problema era doblemente complicado porque, como era de esperarse, empezó a cambiar la mentalidad de Iglesias; aunque más que mentalidad (y menos) habría que decir su “raza” o “condición zoológica”. Como si en virtud de un experimento con genes, un ser humano comenzase a convertirse, lenta pero inexorablemente, en murciélago o lagarto; y lo que es más atroz, sin que casi nada de su aspecto exterior revelase un cambio tan profundo. Estar solo en una habitación cerrada y a oscuras, de noche, sabiendo que en ella hay también un murciélago es siempre impresionante, sobre todo cuando se siente volar a esa especie de rata alada y, en forma ya intolerable, cuando sentimos que una de sus alas ha rozado nuestra cara en su inmundo vuelo silencioso. ¡Pero cuánto más horrenda puede ser esa sensación si el animal tiene forma humana! Iglesias fue sufriendo esos cambios sutiles que acaso para otro habrían podido pasar inadvertidos, pero que para mí, que vigilaba astuta y sistemáticamente, eran sensibles.

Se volvió cada día más desconfiado. Claro: ni era todavía un auténtico ciego, dotado de ese poder de moverse en las tinieblas y de ese sentido del oído y del tacto; ni era ya un hombre
capaz
de ver con sus ojos corrientes. Tuve la impresión de que se sentía perdido: no lograba una exacta sensación de las distancias, cometía errores cinestésicos, tropezaba, se llevaba torpemente un vaso por delante con sus manos que tanteaban. Se irritaba, aunque trataba de disimularlo por orgullo.

—No es nada, Iglesias —le decía yo, en lugar de quedarme callado y de simular distraimiento.

Lo que aumentaba su irritación y acentuaba sus reacciones, que era precisamente lo que me proponía.

De pronto me quedaba callado y dejaba, por decirlo así, que un silencio total lo rodeara. Ahora bien: para un ciego, un silencio total a su alrededor es como para nosotros un abismo tenebroso que nos separa del resto del universo. No sabe a qué atenerse, todos sus vínculos con el mundo exterior han sido abolidos en esas tinieblas de los ciegos que es el silencio absoluto. Tienen que estar atentos al más mínimo rumor, el peligro los acecha por todos los costados.

En esos momentos son solitarios e impotentes. El simple tictac de un reloj puede ser como una lucecita en lontananza, esas lucecitas que en los cuentos infantiles divisa el héroe aterrorizado cuando se
creía
perdido en medio de la selva.

Entonces yo daba un pequeño golpe con un dedo, como al descuido, sobre la mesa o sobre la silla y notaba cómo instantáneamente, con neurótica ansiedad, Iglesias dirigía toda su vida en esa dirección. En medio de su soledad, tal vez se preguntaba: ¿Qué se propone Vidal? ¿Dónde está? ¿Por qué ha permanecido en silencio?

Tenía, en efecto, una gran desconfianza hacia mí. Esa desconfianza fue creciendo a medida que pasaban los días y se hizo insalvable al cabo de tres semanas, cuando su metamorfosis acababa. Existía un indicio que debía marcar, si mis teorías no eran equivocadas, el definitivo ingreso de Iglesias en el nuevo reino, su transformación absoluta; y era el asco que en mí despiertan los auténticos ciegos. Tampoco ese asco o aprensión o fobia aparece de golpe: mi experiencia me mostró que también eso se produce poco a poco, hasta que un día nos encontramos ante el hecho consumado y espeluznante: ya estamos delante del murciélago o del reptil. Recuerdo aquel día: ya al acercarme a la pieza de la pensión en que estaba viviendo Iglesias desde su accidente, sentí una ambigua sensación de malestar, una incierta aprensión que fue aumentando a medida que me acercaba a su cuarto. Tanto que vacilé un instante antes de llamar. Hasta que, casi temblando, dije Iglesias y ALGO me respondió: “Entre”. Abrí la puerta, y en medio de la oscuridad (ya que naturalmente no usaba luz cuando se encontraba solo) sentí la respiración del nuevo monstruo.

IX

Pero, antes de llegar a ese instante capital, sucedieron otras cosas que debo relatar, porque fueron las que me permitieron entrar en el universo de los ciegos, antes de que la metamorfosis de Iglesias llegara a su término: como esos desesperados mensajeros en motocicleta, que durante la guerra logran atravesar un puente que saben debe ser volado de un momento a otro. Porque yo veía acercarse el momento fatal en que la metamorfosis estaría completada y trataba de apresurar mi carrera. Por momentos pensé que no llegaría a tiempo y que el puente sería volado por el enemigo antes de que yo, en mi absurda carrera, lograse atravesar el foso.

Asistía con ansiedad creciente al paso de los días, calculaba que el proceso interior de Iglesias seguía su ineluctable curso y no veía ningún indicio de que ELLOS apareciesen. Excluía por absurda la sola hipótesis de que los ciegos no se enterasen de que alguien ha perdido la vista y que, por lo tanto, debe ser encontrado y conectado a la secta. Sin embargo, el indiferente curso de los días y mi creciente inquietud me hicieron pensar en esa hipótesis y en otras más descabelladas, como si mi emoción me obnubilara la capacidad de raciocinio y me hiciera olvidar, además, todo lo que ya sabía sobre la secta. Es probable, en efecto, que la emoción sea propicia para crear un poema o componer una partitura musical, pero es desastrosa para las tareas de la razón pura.

Me avergüenza recordar las tonterías que se me ocurrieron cuando empecé a temer que no alcanzaría a cruzar el puente. Llegué hasta suponer que un hombre enceguecido podría quedar como un islote en medio de un inmenso océano indiferente. Quiero decir: ¿qué pasaría con un hombre que, como Iglesias, enceguece por accidente y que a causa de su modalidad personal no quiere ni busca el contacto con los otros ciegos?, ¿que dominado por la misantropía, por el desaliento o por la timidez no desea ponerse en comunicación con esas sociedades que son las manifestaciones visibles
(y
superficiales) del mundo vedado: la Biblioteca para Ciegos, los Coros, etc.? ¿Qué podía impedir, a primera vista que un hombre como Iglesias se mantuviese aislado y no sólo no buscase sino que rehuyese la cercanía de sus congéneres? Un estremecimiento de vértigo me acometió en el instante en que imaginé esa idiotez (porque también las idioteces pueden conmovernos). Traté en seguida de calmarme. Reflexioné: Iglesias tiene que trabajar, es pobre, no puede permanecer inactivo. ¿Cómo trabaja un ciego? Tiene que salir a la calle y realizar algunas de esas actividades que les están reservadas: vender peines y baratijas, retratos de Gardel y Leguisamo, las famosas ballenitas; algo, en fin, que lo hace fácilmente visible y, tarde o temprano, fiable para los hombres de la secta. Intenté acelerar el proceso, instándolo a instalarse con algunos de esos negocitos. Le hablé con entusiasmo de las ballenitas y de lo que podía sacar en un solo subterráneo. Le pinté un porvenir rosado, pero Iglesias se mantenía silencioso y desconfiado.

—Tengo todavía unos pesos. Ya veremos más adelante. ¡Más adelante! ¡Qué desesperantes eran esas palabras! Le hablé de un puesto de diarios, pero tampoco se entusiasmó.

No me quedaba otro recurso que esperar y seguir observando, hasta que la necesidad lo obligase a salir.

Repito que ahora me da vergüenza haber llegado a esos grados de imbecilidad, bajo el dominio del temor. ¿Cómo, en mi sano juicio, podía suponer que la secta necesitase de algo tan burdo como la instalación del tipógrafo con un puesto de diarios para saber de su existencia? ¿Y la gente que presenció la salida de Iglesias accidentado? ¿Y los enfermeros y médicos en el hospital? Eso, sin contar con los poderes que la secta tiene, y el inmenso y enmarañado sistema de informaciones y de espionaje que como una formidable telaraña invisible envuelve el mundo. Debo decir, sin embargo, que después de algunas noches de ridículo malestar, concluí que aquellas hipótesis eran disparatadas y que no existía la menor posibilidad de que Iglesias quedase abandonado. Lo único temible era que el contacto se produjese demasiado tarde para mí. Pero contra eso nada podía hacer.

Yo no podía estarme todo el tiempo a su lado. Así que busqué la forma de vigilarlo sin estar en su cercanía. Las medidas que tomé fueron las siguientes:

  1. Di una importante suma de dinero a la dueña de la pensión, una señora Etchepareborda, que me pareció, felizmente, una especie de retardada mental. Le rogué que cuidase de Iglesias y que me advirtiera sobre cualquier cosa que tuviese que ver con el tipógrafo, con el cuento, claro, de su invalidez.
  2. Pedí al tipógrafo que no hiciera nada sin avisarme, pues yo quería serle útil en todo sentido. No deposité mucha confianza en esta variante porque imaginé, con fundamento, que iba a ir separándose cada día más de mí y que la desconfianza hacia mi persona tendría que ir en aumento.
  3. Procuré establecer, dentro de lo posible, la más estrecha vigilancia sobre sus movimientos, si es que se le ocurría salir; o sobre los movimientos de las gentes que presumiblemente podrían acercársele. Su pensión estaba en la calle Paso. Por suerte, a poco más de veinte metros había un café donde yo podía, como tantos otros desocupados, permanecer horas y horas, aparentando leer el diario o conversando con los mozos, de los que debí hacerme amigo. Era verano, y sentado al lado de la ventana abierta podía vigilar la entrada de la pensión.
  4. Utilicé a Norma Gladys Pugliese, con el doble fin de no despertar las sospechas que despierta un hombre solo que vigila y de alternar un poco el fútbol y la política argentina con el pequeño placer que encontraba en corromper a la maestra.
X

Aquellos cinco días que siguieron me desesperaron ¿Qué podía hacer sino cavilar y conversar con el mozo y hojear diarios y revistas? Aprovechaba leer dos cosas que siempre me fascinaron: los avisos y la sección policial. Lo único que leo desde los veinte años, lo único que nos ilustra sobre la naturaleza humana y sobre los grandes problemas metafísicos. Uno lee en la sexta edición: SÚBITAMENTE ENLOQUECIDO, MATA A SU MUJER Y A SUS CUATRO MIJITOS CON UN HACHA. Nada sabemos sobre ese hombre,
fuera
de que se llama Domingo Salerno, que era laborioso y honesto, que tenía un mercadito en Villa Lugano y que adoraba a su mujer y a sus chicos. Y de pronto los mata a hachazos. ¡Profundo misterio! Además, ¡qué sensación de verdad que se siente leyendo la sección policial, después de leer las declaraciones de los políticos! Todos éstos parecen disfrazados y falsificadores internacionales, gente que vende tónico para el pelo y hombres de la víbora. ¿Cómo puede compararse a uno de estos mistificadores con un ser purísimo del género de los Salerno? También me excitan los anuncios: LOS TRIUNFADORES DEL MAÑANA ESTUDIAN EN LAS ACADEMIAS PITMAN. Dos jóvenes rutilantes, un muchacho y una muchacha tomados del brazo, sonrientes y gloriosos, marchan hacia el Porvenir. En otro aviso
aparece
un escritorio con dos teléfonos y un intercomunicador; el sillón vacío está listo para ser ocupado y de los teléfonos salen como rayitos luminosos; la leyenda dice: ESTE PUESTO LO ESPERA. Uno que me atrae por lo demagógico es de la óptica Podestá: SUS OJOS MERECEN LO MEJOR. Los de pasta de afeitar asumen la forma de historietas con moraleja; en el primer, cuadro, Pedro, visiblemente barbudo, invita a bailar a María Cristina; en el segundo cuadro, en primer plano, se ve el rostro desconcertado de Pedro y la expresión de profundo desagrado en María Cristina, que baila tratando de separar lo más posible su cara; en el tercer cuadro, ella le comenta a una amiga: “¡Qué repulsivo está Pedro con esa barba!”, respondiéndola la otra: “¿Por qué no se lo dices de una buena vez?”; en el cuadro siguiente, María Cristina le responde que no se atreve pero que quizá ella, su amiga, podría decírselo a su novio para que a su vez él se lo recomiende a Pedro; en el penúltimo cuadro se observa, en efecto, que el novio de la amiga dice algo en voz baja a Pedro; en el cuadro final, aparecen en primer plano Pedro y María Cristina, bailando felices y sonrientes, él ya perfectamente afeitado con la famosa crema PALMOLIVE; la leyenda dice: POR UN DESCUIDO LAMENTABLE PODÍA HABER PERDIDO A SU NOVIA.

Variantes: en una, el individuo pierde una magnífica oportunidad de empleo; en otra no asciende nunca: al fondo de una gran sala llena de escritorios y empleados, entre los cuales es fácil percibir a Pedro barbudo, un jefe lo está mirando, desde lejos, con expresión de repulsión y fastidio. Cremas desodorantes: noviazgos, posiciones en estupendas empresas, invitaciones a fiestas, perdidas tontamente por no haber usado ODORONO.

Anuncios con señores de rostro deportivo, muy bien peinados y muy sonrientes, pero a la vez enérgicos y positivos, con grandes y cuadradas mandíbulas como el Superman, que golpeando con un puño sobre el pupitre, entre varios teléfonos, y avanzando el torso hacia el invisible y vacilante interlocutor, exclaman: ¡EL ÉXITO ESTÁ AL ALCANCE DE SUS MANOS! Otras veces, el Superman no golpea sobre la mesa sino que, con gesto enérgico y desprovisto de la menor hesitación, apunta con su índice al lector del diario, siempre pusilánime y dejado, permanentemente dilapidando su Tiempo y sus Notables Condiciones en pavadas, y le dice: GANE CINCO MIL PESOS MENSUALES EN SUS RATOS PERDIDOS, instándolo en seguida a poner su nombre y dirección en las líneas punteadas de un pequeño recuadro.

Desprovisto de piel, mostrando sus poderosos músculos fibrosos, Míster Atlas lanza un llamado mundial a los debiluchos: en siete días notará el Progreso y se decidirá a rehacer y reparar su cuerpo, poseyendo pronto una constitución como la del propio Mr. Atlas. Dice: LA GENTE ADMIRA LA AMPLITUD DE SUS HOMBROS. ¡USTED CONSEGUIRÁ LA CHICA MÁS BONITA Y EL MEJOR EMPLEO!

Pero nada como el
Reader’s Digest
para promover el Optimismo y los Buenos Sentimientos. Un artículo del señor Frank I. Andrews, titulado
Cuando se reúnen los Hoteleros
. comenzaba así: “Conocer a los distinguidos hoteleros que llegaron a los Estados Unidos en representación de sus colegas de los países hispanoamericanos fue para mí, uno de los momentos más conmovedores de mi vida”. Y luego cientos de artículos destinados a levantar el ánimo de los pobres, leprosos, rengos, edípicos, sordos, ciegos, mudos, sordomudos, epilépticos, tuberculosos, enfermos de cáncer, tullidos, macrocefálicos, microcefálicos, neuróticos, hijos o nietos de locos furiosos, pies planos, asmáticos, postergados, tartamudos, individuos con mal aliento, infelices en el matrimonio, reumáticos, pintores que han perdido la vista, escultores que han sufrido la amputación de las dos manos, músicos que se han quedado sordos (¡pensad en Beethoven!), atletas que a causa de la guerra quedaron paralíticos, individuos que sufrieron los gases de la primera guerra, mujeres feísimas, chicos leporinos, hombres gangosos, vendedores tímidos, personas altísimas, personas bajísimas (casi enanos), hombres que pesan más de doscientos kilos, etc. Título: DEL PRIMER EMPLEO ME ECHARON A PUNTAPIÉS, NUESTRO ROMANCE EMPEZÓ EN EL LEPROSARIO, VIVO FELIZ CON MI CÁNCER, PERDÍ LA VISTA PERO GANÉ UNA FORTUNA, SU SORDERA PUEDE SER UNA VENTAJA, etcétera.

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