Sobre héroes y tumbas (35 page)

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Authors: Ernesto Sabato

Tags: #Relato

BOOK: Sobre héroes y tumbas
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Mi conclusión es obvia: sigue gobernando el Príncipe de las Tinieblas. Y ese gobierno se hace mediante la Secta Sagrada de los Ciegos. Es tan claro todo que casi me pondría a reír si no me poseyera el pavor.

IV

Pero volvamos de una vez a las diferencias.

Sobre todo, existe una esencial disparidad entre los ciegos de nacimiento y los que han perdido la vista por enfermedad o accidente. Por supuesto, los advenedizos adquieren con el tiempo muchos de los atributos de la raza, en parte por el mismo mecanismo que mimetiza a los judíos en medio de una raza que los odia o desprecia. Porque, y éste es un hecho singular, el odio que los ciegos tienen por los videntes es superado por el que tienen a los advenedizos.

¿A qué puede deberse este fenómeno? Al comienzo pensé que podría estar motivado por causas semejantes a las que provoca el rencor entre países vecinos, o entre los propios connacionales: ya se sabe que las guerras más despiadadas son las civiles y bastaría recordar las luchas civiles en la Argentina del siglo pasado o la guerra española. Una maestrita, Norma Gladys Pugliese, a la que utilicé durante algunos meses para estudiar ciertas reacciones de intelectuales de suburbio, pensaba, naturalmente, que el odio y las guerras entre los hombres eran debidos al mutuo desconocimiento y a la ignorancia general; tuve que explicarle que la única forma de mantener la paz entre los seres humanos era mediante la ignorancia recíproca y el desconocimiento, únicas condiciones en que estos bichos son relativamente bondadosos y justicieros, ya que todos somos bastante ecuánimes con relación a las cosas que no nos interesan. Con algunos libros de historia y con la sección policial de los diarios de la tarde en la mano, me veía obligado a explicarle el ABC de la condición humana a esta pobre diabla que se había educado bajo la dirección de distinguidas educadoras y que creía, más o menos, que el alfabetismo resolvería el problema general de la humanidad: momento en que yo le recordaba que el pueblo más alfabetizado del mundo era el que había instaurado los campos de concentración para la tortura en masa y la cremación de judíos y católicos. Con el resultado, casi siempre, de levantarse de la cama, indignada contra mí, en lugar de indignarse con los alemanes: ya que los mitos son más fuertes que los hechos que intentan destruirlos, y el mito de la enseñanza primaria en la Argentina, por disparatado y cómico que parezca, ha resistido y resistirá el ataque de cualquier cantidad de sátiras y demostraciones.

Pero volviendo al problema que nos interesa, reflexioné más tarde, cuando conocí y estudié mejor la Secta, que lo decisivo en ese rencor contra los advenedizos es el orgullo de casta y, como consecuencia, el resentimiento contra los que intentan, y en cierto modo logran, acceder a ella. Esto, claro, no es privativo de los ciegos, ya que sucede también en las clases altas de la sociedad, donde sólo a la larga y a regañadientes se admite a aquellos que, por su gran fortuna y por el casamiento de sus hijos, terminan por entrar en el estrato superior: hay un sutil desprecio, pero este mero desprecio va mezclándose luego, poco a poco, con un creciente resentimiento; acaso porque intuyen que de este modo, por esa lenta pero segura invasión, no están seguros y acorazados como imaginaban y porque, en definitiva, comienzan así a experimentar una paradojal sensación de inferioridad.

Finalmente, también influye el hecho de ser sorprendidos en sus secretos por seres que hasta el día anterior habían sido sus víctimas ignorantes y el objetivo de sus actos más despiadados. Molestos testigos que aunque no tienen la menor probabilidad de volver a su mundo originario, de todos modos descubren, asombrados, las ideas y los sentimientos de estos seres que habían imaginado el colmo del desamparo.

Sin embargo todo esto es análisis, y, lo que es peor, análisis con palabras y conceptos que valen para nosotros. En rigor, tenemos tanta posibilidad de entender el universo de los ciegos como el de los gatos o serpientes. Decimos: los gatos son independientes, son aristocráticos y traicioneros, son inseguros; pero en realidad todos estos conceptos tienen un valor relativo, pues estamos aplicando conceptos y valoraciones humanas a entes inconmensurables con nosotros: del mismo modo que es imposible a los hombres imaginar dioses que no tengan ciertos caracteres humanos, hasta el punto grotesco o que los dioses griegos se metían los cuernos.

V

Voy a contar ahora cómo entró en juego el tipógrafo Celestino Iglesias y cómo me encontré en la gran pista. Pero antes quiero decir quién soy yo, de qué me ocupo, etcétera.

Me llamo Fernando Vidal Olmos, nací el 24 de junio de 1911 en Capitán Olmos, pueblo de la provincia de Buenos Aires que lleva el nombre de mi tatarabuelo. Mido un metro setenta y ocho, peso alrededor de 70 kilos, ojos grisverdosos, pelo lacio y canoso. Señas particulares: ninguna.

Se me podrá preguntar para qué diablos hago esta descripción de registro civil. Nada hay casual en el mundo de los hombres.

Hay un sueño que se me repetía mucho en mi infancia: veía un chico (y ese chico, hecho curioso, era yo mismo, y me veía y observaba como si fuera otro) que jugaba en silencio a un juego que yo no alcanzaba a entender. Lo observaba con cuidado, tratando de penetrar el sentido de sus gestos, de sus miradas, de palabras que murmuraba. Y de pronto, mirándome gravemente, me decía: observo la sombra de esta pared en el suelo, y si esa sombra llega a moverse no sé lo que puede pasar. Había en sus palabras una sobria pero horrenda expectativa. Y entonces yo también empezaba a controlar la sombra con pavor. No se trataba, inútil decirlo, del trivial desplazamiento que la sombra pudiese tener por el simple movimiento del sol: era OTRA COSA. Y así, yo también empezaba a observar con ansiedad. Hasta que advertía que la sombra empezaba a moverse lenta pero perceptiblemente. Me despertaba sudando, gritando. ¿Qué era aquello, qué advertencia, qué símbolo? Cada noche me acostaba con el temor del sueño. Y cada mañana, al despertarme, mi pecho se ensanchaba de alivio al comprobar que, una vez más, había escapado de aquel peligro. Otras noches, en cambio, llegaba el momento terrible: nuevamente veía al chico, la pared y la sombra; nuevamente el chico me miraba con gravedad, nuevamente pronunciaba sus singulares palabras y nuevamente, en fin, después de observar yo con ansiosa expectativa la sombra de la pared, veía que empezaba a moverse y a deformarse. Entonces despertaba sudando y gritando.

El sueño me atormentó durante años, porque comprendía que, como casi todos los sueños, debía tener un sentido oculto y que, en este caso, era el anuncio indudable de algo que alguna vez tenía que sucederme. Ahora bien: no sé si aquel sueño fue el anuncio de lo que más tarde me sucedió o si fue su comienzo simbólico. La primera vez fue hace muchos años, cuando yo tenía menos de veinte años y dirigía una banda de asaltantes (luego veré si cuento algo de aquella experiencia). Tuve de pronto la revelación de que la realidad podía empezar a deformarse si no concentraba toda mi voluntad para mantenerla estable. Temía que el mundo que me rodeaba pudiera empezar en cualquier momento a moverse, a deformarse, primero lenta y luego bruscamente, a disgregarse, a transformarse, a perder todo sentido. Como el chico del sueño concentré toda mi
fuerza
mirando esa especie de sombra que es la realidad que nos rodea, sombra de alguna estructura o pared que no nos es dado contemplar. Y de pronto (estaba en mi cuarto de Avellaneda, felizmente solo, tirado en la cama), vi, con horror, que la sombra empezaba a moverse y que el viejo sueño empezaba a cumplirse en la realidad. Sentí una especie de vértigo, perdí el sentido y me hundí en un caos, pero al fin logré salir a flote con enorme esfuerzo y empecé a atar los trozos de la realidad que parecían querer irse a la deriva. Una especie de ancla. Eso es: como si me viese obligado a anclar la realidad, pero como si el barco estuviese compuesto de muchos pedazos separables y fuese necesario primero atarlos a todos y luego largar una formidable ancla para que el todo no fuese a la deriva. Por desgracia, el episodio volvió a repetírseme, y a veces con fuerza mayor. De pronto
sentía
que empezaba el deslizamiento y luego la disgregación, pero como ya conocía los síntomas no me dejaba estar, tal como me había sucedido la primera vez, y de inmediato comenzaba a trabajar con toda mi energía. La gente no comprendía lo que me pasaba, me veía concentrarme, con mi mirada fija y ajena, y creía que me estaba volviendo loco, sin comprender que era al revés, precisamente al revés, puesto que merced a aquel esfuerzo lograba mantener la realidad en su sitio y en su forma. Pero a veces, por más intensos que fueran mis esfuerzos, la realidad empezaba a disgregarse poco a poco, a deformarse, como si fuera de caucho y enormes tensiones la solicitaran desde los extremos (desde Sirio, desde el centro de la Tierra, desde todas partes): una cara empezaba a hincharse, de un lado se inflaba un globo, los ojos se juntaban poco a poco, la boca se agrandaba hasta que reventaba, mientras una mueca horrible iba desfigurando el rostro.

Sea como fuera, aquellos momentos me asustaban; y me atormentaba esa necesidad de mantener mi mente despierta, atenta, vigilante y enérgica. De pronto deseaba que me encerraran en un manicomio para descansar, puesto que allí nadie tiene la obligación de mantener la realidad como se pretende que es. Como si allí uno pudiera decir (y seguramente dice): ahora, que se arreglen.

Pero lo peor no sucede a mi alrededor sino en mi interior, porque mi propio yo empezaba de pronto a deformarse, a estirarse, a metamorfosearse. Yo me llamo Fernando Vidal Olmos, y esas tres palabras son como un sello, como una garantía de que soy “algo”, algo bien definido: no sólo por el color de mis ojos, por mi estatura, por mi edad, por mi día de nacimiento y mis padres (es decir, por esos datos que aparecen en la cédula de identidad), sino por algo más profundo de índole espiritual: por un conjunto de recuerdos, de sentimientos, de ideas que dentro de uno mantienen la estructura de ese “algo”, que es Fernando Vidal y no el cartero o el carnicero. Pero ¿qué impide que en ese cuerpo tabulado en mi libreta de enrolamiento no pueda de pronto, en virtud de algún cataclismo, habitar el alma del portero o el espíritu de Sade? ¿Hay alguna inviolable relación, acaso, entre mi cuerpo y mi alma? Siempre me pareció portentoso que alguien pueda crecer, tener ilusiones, sufrir desastres, ir a la guerra, deteriorarse espiritualmente, cambiar sus ideas, transformar sus sentimientos y sin embargo seguir recibiendo el mismo nombre: Fernando Vidal. ¿Tiene algún sentido? ¿O es verdad que, a pesar de todo, existe algún hilo, infinitamente estirable pero milagrosamente unitario, que a través de esos cambios y catástrofes mantenga la identidad del yo?

No sé lo que pasará en los otros. Sólo puedo decir que en mí esa identidad de pronto se pierde y que esa deformación del yo de pronto alcanza proporciones inmensas: grandes regiones de mi espíritu empiezan a hincharse (a veces hasta siento la presión física de mi cuerpo, en mi cabeza sobre todo), avanzan como silenciosos pseudopodios, ciegos y sigilosos, hacia otras regiones de la raza y finalmente hasta oscuras y antiguas regiones zoológicas; un recuerdo
empieza
a hincharse, poco a poco va dejando de ser aquel rumor de
La danza de las libélulas
que alguna noche oí en un piano de mi infancia, va siendo luego una música cada vez más extraña y desorbitada, luego se convierte en gritos y gemidos, finalmente en aullidos atroces, luego en campanadas que me aturden los oídos y, cosa aun más singular, empiezan a transformarse en gustos ácidos o repugnantes en mi boca, como si del oído pasasen a mi garganta, y el estómago se me contrae en convulsiones de vómito, mientras otros ruidos, otros recuerdos, otros sentimientos, van sufriendo metamorfosis análogas. Y pensando a veces que tal vez sea verdad la reencarnación y que en los rincones más ocultos de nuestro yo duermen recuerdos de aquellos seres que nos precedieron, así como conservamos restos de pez o reptil; dominados por el nuevo yo y por el nuevo cuerpo, pero prontos a despertar y salir cuando las faenas, las tensiones, los alambres y tornillos que mantienen el yo actual, por alguna causa que desconocemos, se aflojan y ceden, y las fieras y animales prehistóricos que nos habitan salen en libertad. Y eso que sucede cada noche mientras dormimos, de pronto es incontrolable y empieza a dominarnos también en pesadillas que se desenvuelven a la luz del día.

Pero mientras mi voluntad me responde todavía yo siento cierta seguridad, porque sé que gracias a ella puedo salir del caos y reorganizar mi mundo: mi voluntad es poderosa, cuando funciona. Lo peor es cuando siento que mi yo se disgrega también en lo que se refiere a la voluntad. O como si la voluntad todavía me perteneciese, pero partes del cuerpo o del sistema que la transmite, no. O como si el cuerpo fuera mío, pero “algo” entre mi cuerpo y mi voluntad se interpone. Ejemplo: quiero mover el brazo, pero el brazo no me obedece. Concentro toda mi atención en el brazo, lo miro, realizo un esfuerzo pero observo que no me obedece. Como si las líneas de comunicación entre mi cerebro y mi brazo estuvieran rotas. Muchas veces me ha sucedido eso, como si yo fuera un territorio devastado por un terremoto, con grandes grietas, y con los hilos telefónicos cortados. Y en esos casos, todo puede suceder: no hay policía, no hay ejército. Cualquier calamidad puede producirse, cualquier saqueo o depredación. Como si mi cuerpo perteneciera a otro hombre y yo, impotente y mudo, observara cómo comienzan a producirse en aquel territorio ajeno movimientos sospechosos, estremecimientos que anuncian una nueva convulsión, hasta que poco a poco, crecientemente la catástrofe vuelve a enseñorearse de mi cuerpo y finalmente de mi espíritu.

Cuento todo esto para que me comprendan.

Y porque muchos de los episodios que relataré, de otro modo serían incomprensibles e increíbles. Pero pasaron en buena medida gracias a esa ruptura catastrófica de mi personalidad; no a pesar de ella, sino precisamente gracias a ella.

VI

Este informe está destinado, después de mi muerte, que se aproxima, a un instituto que crea de interés proseguir las investigaciones sobre este mundo que hasta hoy ha permanecido inexplorado. Como tal, se limita a los HECHOS como me han sucedido. El mérito que tiene, a mi juicio, es el de su absoluta objetividad: quiero hablar de mi experiencia como un explorador puede hablar de su expedición al Amazonas o al África Central. Y aunque, como es natural, la pasión y el rencor muchas veces pueden confundirme, al menos mi voluntad es de permanecer preciso y de no dejarme arrastrar por esa clase de sentimientos. He tenido experiencias espantosas, pero precisamente por eso mismo deseo atenerme a los hechos, aunque estos hechos proyecten una luz desagradable sobre mi propia vida. Después de lo que llevo dicho, nadie en su sano juicio podría sostener que el objetivo de estos papeles sea el de despertar simpatía hacia mi persona.

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