Domingo Arenas, jefe militar de la plaza, obedece ya a los federales y espera a Lavalle para terminarlo. “Huyan hacia Bolivia por cualquier atajo”, recomendó el doctor Bedoya, antes de dejar la ciudad. ¿Qué hará Lavalle? ¿Qué puede hacer nunca el general Lavalle? Todos ellos lo saben, es inútil: jamás dará la espalda al peligro. Y se disponen a seguirlo hacia aquel último y mortal acto de locura. Y entonces da la orden de marcha hacia Jujuy.
Pero es evidente: aquel jefe envejece por horas, siente que la muerte se aproxima, y, como si debiese hacer el recorrido natural pero acelerado, aquel hombre de cuarenta y cuatro años ya tiene algo en su manera de mirar, en una
pesada curva de las espaldas, en cierto cansancio final que anuncia la vejez y la muerte. Sus camaradas lo miran desde lejos
.
Siguen con sus ojos aquella ruina querida.
Piensa Frías
: “Cid
de los ojos azules”
.
Piensa Acevedo: “Has peleado en ciento veinticinco combates por la libertad de este continente”.
Piensa Pedernera: “Ahí marcha hacia la muerte el general Juan Galo de Lavalle, descendiente de Hernán Cortés y de Don Pelayo, el hombre a quien San Martín llamó el primer espada del Ejército Libertador, el hombre que llevando la mano a la empuñadura de su sable impuso silencio a Bolívar”.
Piensa Lacasa: “En su escudo un brazo armado sostiene una espada, una espada que no se rinde. Los moros no lo abatieron, y después tampoco fue abatido por los españoles. Y tampoco ahora ha de rendirse. Es un hecho”.
Y
Damasita Boedo, la muchacha que cabalga a su lado y que ansiosamente trata de penetrar en el rostro de aquel hombre que ama, pero que siente en un mundo remoto piensa “General: querría que descansases en mí, que inclinases tu cansada cabeza en mi pecho, que durmieses acunado por mis brazos. El mundo nada podría contra ti, el mundo nada puede contra un niño que duerme en el regazo de su madre. Yo soy ahora tu madre, general. Mírame, dime que me quieres, dime que necesitas mi ayuda”
.
Pero el general Juan Galo de Lavalle marcha taciturno y reconcentrado en los pensamientos de un hombre que sabe que la muerte se aproxima. Es hora de hacer balances, de inventariar las desdichas, de pasar revista a los rostros del pasado. No es hora de juegos ni de mirar el simple mundo exterior. Ese mundo exterior ya casi no existe, pronto será un sueño soñado. Ahora avanzan en su mente los rostros verdaderos y permanentes, aquellos que han permanecido en el fondo más cerrado de su alma, guardados bajo siete llaves. Y su corazón se enfrenta entonces con aquella cara gastada y cubierta de arrugas, aquella cara que alguna vez fue un hermoso jardín y ahora está cubierto de malezas, casi seco, desprovisto de flores. Pero sin embargo vuelve a verlo y a reconocer aquella glorieta en que se encontraban cuando casi eran niños, todavía: cuando la desilusión, la desdicha y el tiempo no habían cumplido su obra de devastación; cuando en aquellos tiernos contactos de sus manos, aquellas miradas de sus ojos anunciaba los hijos que luego vinieron como una flor anuncia los fríos que vendrán: “Dolores, murmura, con una sonrisa que aparece en su cara muerta como una brasa ya casi apagada entre las cenizas que apartamos para tener un poco y último calorcito en una desolada montaña.
Y
Damasita Boedo, que lo observa con angustiosa atención, que casi lo oye murmurar aquel nombre lejano y querido, mira ahora hacia adelante, sintiendo las lágrimas en sus ojos. Entonces llegan a los aledaños de Jujuy: ya se ven la cúpula y las torres de la Iglesia. Es la quinta de los Tapiales de Castañeda. Es ya de noche. Lavalle ordena a Pedernera acampar allí. Él, con una pequeña escolta, irá a Jujuy. Buscará una casa donde pasar la noche: está enfermo, se derrumba de cansancio y de fiebre
.
Sus compañeros se miran: ¿qué se puede hacer? Todo es una locura, y tanto da morir en una forma como en otra.
Vagó
sin rumbo, estuvo en cafetines del bajo que alguna vez había recorrido con Alejandra, y a medida que se emborrachaba el mundo fue perdiendo su forma y su solidez: sentía gritos y risas, luces penetrantes horadaban su
cabeza
, mujeres pintarrajeadas lo abrazaban, hasta que grandes masas de plomo rojo y algodonoso lo aplastaron hacia el suelo y ayudándose con su muletita improvisada avanzaba en medio de una inmensa llanura pantanosa, entre inmundicias y cadáveres, entre excrementos y cangrejales que podían tragarlo y devorarlo, tratando de pisar en firme, abriendo sus ojos desmesuradamente para poder moverse en aquella penumbra hacia aquel rostro enigmático, lejos, como a una legua de distancia, a ras del suelo, como una luna infernal que quisiera alumbrar aquel paisaje repugnante y agusanado, corriendo hacia allá con su muletita, hacia donde el rostro parecía esperarlo y de donde sin duda venía aquel llamado, corriendo y tropezando por la llanura, hasta que de pronto al levantarse lo vio ante sí, casi a su lado, repelente y trágico, como si de lejos hubiese sido engañado por alguna perversa magia y gritó y se incorporó violentamente en la cama. ¡Cálmese, niño! —le decía una mujer, sujetándolo de los brazos—, ¡cálmese ahora!
Pedernera, que duerme sobre su montura, se incorpora nerviosamente: cree haber oído disparos de tercerolas. Pero acaso son figuraciones suyas. En esa noche siniestra ha intentado dormir en vano. Visiones de sangre y muerte lo atormentan.
Se levanta, camina entre sus compañeros dormidos y se llega basta el centinela. Sí, el centinela ha oído disparos, lejos, hacia la ciudad. Pedernera despierta a sus ca
maradas,
él tiene una sombría intuición, piensa que deben ensillar y mantenerse alerta. Así se empieza a ejecutar cuando llegan dos tiradores de la escolta de Lavalle, al galope, gritando: “¡Han matado al general!”
Trataba de pensar, pero su cabeza estaba rellena de plomo líquido y basura. Ya pasa, niño, ya pasa —le decía—. Su
cabeza
le dolía como si gases a gran presión la forzasen como una caldera. Como a través de viejas y vastas enredaderas de telarañas espesas, advirtió que estaba en una pieza desconocida: frente a su cama entrevió a Carlitos Gardel, de frac, y otra foto, en colores también, de Evita y debajo un florero con flores. Sintió la mano de la mujer en su frente, como si le tomase la temperatura, como su abuela, infinitos años atrás. Empezó a oír el ruido de un calentador, la mujer se había separado de él y le daba presión, y el zumbido del calentador era cada vez más enérgico. También oyó un lloriqueo, de niño de pocos meses, ahí al costado, pero no tenía fuerzas para mirar. Nuevamente fue aplastado hacia el sueño. Por tercera vez se repitió. El mendigo avanzaba hacia él, murmurando palabras ininteligibles, ponía un hatillo en el suelo, lo desataba, lo abría y mostraba su contenido; un contenido que Martín se angustiaba por discernir. Sus palabras eran tan desesperadamente indescifrables como las de una carta que uno
sabe
que es decisiva para nuestro destino pero que el tiempo y la humedad han borroneado y la han vuelto ilegible.
En el zaguán bañado en sangre, yace el cuerpo del general. Arrodillada a su lado, abrazada a él, llora Damasita Boedo. El sargento Sosa mira aquello como un niño que ha perdido su madre en un terremoto.
Todos corren, gritan. Nadie comprende nada: ¿dónde están los federales? ¿Por qué no han muerto a los demás? ¿Por qué no han cortado la cabeza a Lavalle?
“No saben a quién han matado en la noche “, dice Frías. “Han tirado en la oscuridad.” “Está claro”, piensa Pedernera. Hay que huir antes que lo comprendan. Da órdenes enérgicas y precisas, el cuerpo es envuelto en el poncho y colocado sobre el tordillo del general, y al galope alcanzan nuevamente los Tapiales de Castañeda, donde espera el resto de la Legión.
Dice el coronel Pedernera: “Oribe ha jurado mostrar la cabeza del general en la punta de una pica, en la plaza de la Victoria. Eso nunca habrá de suceder, compañeros. En siete días podemos alcanzar la frontera de Bolivia, y allá descansarán los restos de nuestro jefe”.
Divide entonces sus fuerzas, ordena a un grupo de tiradores defender la retirada de la retaguardia, y luego emprenden la marcha final hacia el exilio.
Volvió a oír al nene que lloriqueaba. Bueno, bueno —dijo la mujer, sin dejar de darle el té—. Luego, cuando terminó, lo acomodó en la cama y entonces fue hacia el otro lado, hacia el lado de donde venía el lloriqueo. Canturreó. Martín hizo un esfuerzo y movió su cabeza hacia el costado: estaba inclinada sobre algo, que después vio que era un cajón. Vamos, vamos —decía—. Y canturreaba. Sobre el cajón que servía de cuna había un cromo: Cristo
tenía
, el pecho abierto como en una lámina Testut y mostraba su corazón con un dedo, en colores. Más abajo había unas estampitas de santos. Y cerca, en otro cajón, estaba el Primus, con una pava encima. Bueno, bueno —repitió con voz cada vez más apagada, y canturreaba un sonsonete, cada vez más imperceptiblemente. Después todo quedó en silencio, pero ella esperó aún un minuto más, siempre agachada sobre el chico, hasta cerciorarse de que dormía. Luego, tratando de no hacer ruido, se volvió hacia donde estaba Martín. Y se durmió —le dijo, sonriendo—. Y después, inclinándose un poco sobre él y poniéndole la mano sobre la frente, le preguntó: ¿Está mejor? Su mano era callosa. Martín hizo un signo afirmativo. Durmió tres horas. Martín empezaba a tener más lucidez. La miró: los sufrimientos y el trabajo, la pobreza y la desgracia no habían podido borrar del rostro de aquella mujer una expresión dulce y maternal. Se descompuso. Entonces les dije que lo trajeran acá. Martín enrojeció e intentó incorporarse. Pero ella lo retuvo. Espere un momento, quién lo corre. Sonriendo tristemente, agregó: Habló muchas cosas, niño. ¿Qué cosas? —preguntó Martín, avergonzado—. Muchas pero no se entendía bien —contestó la mujer, con timidez, mirando y tocando su pollera con cuidado, como si estuviera examinando una rotura casi invisible. El tono de su voz era el de la suave amonestación que suele tener en algunas madres. Al levantar sus ojos vio que Martín la observaba con una expresión de dolorosa ironía. Quizá ella lo comprendió, porque dijo: Yo también…, no vaya a creer. Vaciló un momento. Pero al menos ahora tengo trabajo acá y puedo
tener
al nene conmigo. Hay mucho trabajo, eso sí. Pero tengo esta piecita y puedo tener al
nene
. Volvió a examinar la rotura invisible y alisar la pollera. Y luego… —dijo, sin levantar la vista— hay tantas cosas lindas en la vida. Levantó su mirada y nuevamente encontró la expresión de ironía en la cara de Martín. Y ella volvió a emplear aquel tono de amonestación, mezclada a la compasión y al temor. Sin ir más lejos, míreme a mí, vea todo lo que tengo. Martín miró a la mujer, a su pobreza y su soledad en aquel cuchitril infecto. Tengo al nene —prosiguió ella tenazmente—, tengo esa vitrola vieja con unos discos de Gardel; ¿no le parece hermoso
Madreselvas en flor
? ¿Y
Caminito
? Con aire soñador, comentó: Nada hay tan hermoso como la música, eso sí. Dirigió una mirada al retrato en colores del cantor: desde la eternidad, Gardel, deslumbrante con su frac, también parecía sonreírle. Luego, volviendo hacia Martín, prosiguió con su censo: Después están las flores, los pájaros, los perros, qué sé yo… Lástima que el gato del café me comió el canario. Era una gran compañía.
No nombra al marido
pensó Martín,
no tiene marido, o ha muerto o ha sido engañada por cualquiera
. Casi con entusiasmo, dijo: ¡Es tan lindo vivir! Mire, niño: yo tengo veinticinco años y ya me da pena porque un día tendré que morirme. Martín la miró: había creído que tenía cuarenta años. Cerró los ojos y quedó pensativo. La mujer creyó que volvía a sentirse mal porque se acercó y nuevamente le puso la mano en la frente. Martín volvió a sentir aquella mano cubierta de callos. Y Martín comprendió que, tranquilizada, aquella mano permanecía un segundo más, torpe pero tiernamente, en una pequeña caricia tímida. Abrió los ojos y dijo: Me parece que el té me ha hecho bien. La mujer pareció sentir una extraordinaria alegría. Martín se sentó en la cama: Me voy —dijo—. Se sentía muy débil y muy mareado. ¿Se siente bien? —preguntó ella, preocupada—. Perfectamente. ¿Cómo se llama usted? Hortensia Paz paraservirausté. Yo me llamo Martín. Martín del Castillo.
Se quitó un anillo que llevaba en el dedo meñique, regalo de su abuela. Le regalo este anillito. La muchacha se puso colorada y se negó. ¿No me dijo usted que en la vida hay alegrías? —preguntó Martín—. Si me acepta este recuerdo tendré una gran alegría. La única alegría que he tenido en el último tiempo. ¿No quiere que me ponga contento? Hortensia seguía vacilando. Entonces se lo puso en la mano y salió corriendo.
Cuando llegó a su cuarto amanecía. Abrió la ventana. Por el este, el Kavanagh iba recortándose poco a poco sobre un cielo ceniciento.
¿Cómo había dicho Bruno una vez? La guerra podía ser absurda o equivocada, pero el pelotón al que uno pertenecía era algo absoluto.
Estaba D’Arcángelo, por ejemplo. Estaba la misma Hortensia.
Un perro, basta.
La noche es helada y la luna ilumina frígidamente la quebrada. Los ciento setenta y cinco hombres vivaquean, pendientes de los rumores del sur. El Río Grande serpentea como mercurio brillante, testigo indiferente de luchas, expediciones y matanzas. Ejércitos del Inca, caravanas de cautivos, columnas de conquistadores españoles que ya traían su sangre (piensa el alférez Celedonio Olmos) y que cuatrocientos años más tarde vivirán secretamente en la sangre de Alejandra (piensa Martín). Luego, caballerías patriotas rechazando los godos hacia el norte, después los godos volviendo a avanzar hacia el sur, y una vez más los patriotas rechazándolos. Con lanza y tercerola, a espada y cuchillo, mutilándose y degollándose con el furor de los hermanos. Luego noches de silencio mineral en que vuelve a sentirse el solo murmullo del Río Grande, imponiéndose lenta pero seguramente sobre los sangrientos ¡pero tan transitorios! combates entre los hombres. Hasta que nuevamente los alaridos de muerte vuelven a teñirse de rojo y poblaciones enteras huyen hacia abajo, haciendo tabla rasa, incendiando sus casas y destruyendo sus haciendas, para retornar más tarde, una vez más hacia la tierra eterna en que nacieron y sufrieron.
Ciento setenta y cinco hombres vivaquean, pues, en la noche mineral. Y una voz apagada, apenas rasgando una guitarra, canta: