Sobre héroes y tumbas (61 page)

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Authors: Ernesto Sabato

Tags: #Relato

BOOK: Sobre héroes y tumbas
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Repentinamente complicado por los hechos policiales y por mi relación con Carlos, mi pensión allanada por la policía, hube de refugiarme en la pensión donde vivía Ortega, un estudiante de ingeniería que en aquel tiempo había estado tratando de llevarme al comunismo. Vivía cerca de Constitución, sobre la calle Brasil, en una pensión de una viuda española que lo adoraba. No fue difícil, pues, que me encontrara una solución por un tiempo. Y sacando los trastos de una piecita que daba a la calle Lima, me puso un colchón.

Aquella noche tuve un sueño agitado. Al despertarme casi me asusté, en la madrugada, no recordé inmediatamente los hechos del día anterior y hasta que tuve plena conciencia miré con sorpresa la confusa realidad que me rodeaba. Pues no nos despertamos de golpe, sino en un complejo y paulatino proceso en que vamos reconociendo el mundo originario como quien viene de un larguísimo viaje por continentes lejanos e imprecisos, y en que después de siglos de existencia oscura hemos perdido la memoria de nuestra existencia anterior, y sólo recordamos de ella fragmentos incoherentes. Y después de un tiempo inconmensurable, la luz del día empieza tenuemente a iluminar las salidas de aquellos laberintos angustiosos y entonces corremos con ansiedad hacia el mundo diurno. Y llegamos al borde del sueño como náufragos exhaustos que logran alcanzar la playa después de una larga lucha con la tempestad. Y allí, semiinconscientes todavía, pero ya tranquilizándonos poco a poco, empezamos a reconocer con gratitud algunos de los atributos del mundo cotidiano, el tranquilo y confortable universo de la civilización. Antoine de Saint-Exupéry cuenta cómo después de una angustiosa lucha con los elementos, perdido en el Atlántico, cuando ya él y su mecánico casi no conservaban esperanzas de llegar a tierra, alcanzaron a divisar una débil lucecita en la costa africana, y con el último litro de combustible alcanzaron finalmente la ansiada costa; y cómo entonces aquel café con leche que tomaron en una cabana fue el humilde pero trascendental signo de contacto con la vida
entera
, el pequeño pero maravilloso reencuentro con la existencia. Del mismo modo, cuando retornamos de aquel universo del sueño, una mesita cualquiera, un par de zapatos gastados, una simple lámpara familiar, son conmovedoras luces de la costa que ansiamos alcanzar, la seguridad. Razón por la cual nos angustiamos cuando uno de esos fragmentos de la realidad que empezamos a distinguir no es el que esperábamos: aquella conocida mesita, ese par de zapatos gastados, la lámpara familiar. Tal como nos suele suceder cuando despertamos de pronto en una pieza desconocida, en la fría y despojada habitación de un hotel anónimo, o en el cuarto en que el azar de las circunstancias nos ha arrojado la noche anterior.

Poco a poco fui comprendiendo que aquella pieza no era la mía y con ello fui recordando aquella jornada de allanamientos y policía. Ahora, a la luz de la mañana, se me aparecía como disparatada y totalmente ajena a mi espíritu. Una vez más advertía que los hechos alcanzaban con su violencia irracional hasta a los seres más inapropiados. Por una serie de curiosos encadenamientos, yo, que creo haber nacido para la contemplación y la pasiva reflexión, me he encontrado en el medio de confusos y hasta peligrosísimos sucesos.

Me levanté, abrí la ventana y miré hacia abajo la ciudad indiferente.

Me sentí solo y desconcertado. La vida se me presentaba complicada y agresiva.

Ortega apareció con su optimismo sano de siempre, haciéndome bromas sobre los anarquistas. Y antes de irse a la facultad me dejó una obra de Lenin que me encareció leyera, pues allí hacía una crítica definitiva del terrorismo. Yo que bajo la influencia de Nadia había leído las memorias de Vera Figner, enterrada en vida en las cárceles del zar como consecuencia del atentado, no pude leer con simpatía aquel análisis despiadado e irónico. “Desesperación pequeñoburguesa.” ¡Qué grotescos aparecían aquellos románticos a la luz implacable del teórico marxista! Con los años he ido comprendiendo que la realidad estaba más cerca de Lenin que de Vera Figner, pero mi corazón ha permanecido siempre fiel a aquellos héroes candorosos y un poco disparatados.

El tiempo pareció de pronto paralizarse, para mí. Ortega me había recomendado que no saliera por unos días de la pensión, hasta ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. Pero a los tres días 110 pude más y empecé a salir, suponiendo que era imposible que la policía reconociese a un muchacho sin antecedentes.

Al mediodía entré en uno de los bares automáticos de Constitución y comí. Me producía extrañeza encontrar en las calles y en los cafés tanta gente despreocupada y libre de problemas. Dentro de la piecita yo leía obras revolucionarias y me parecía que el mundo podía estallar en cualquier momento; luego, al salir, encontraba que todo seguía un curso pacífico: los empleados iban a sus empleos, los comerciantes vendían y hasta se podía ver gente sentada en los bancos de las plazas, sentada perezosamente y viendo desfilar las horas: iguales y monótonas. Una vez más, y no sería la última, me sentía un poco extraño en el mundo, como si hubiese despertado de pronto y desconociese sus leyes y su sentido. Caminaba al azar por las calles de Buenos Aires, miraba a sus gentes, me sentaba en un banco de la plaza Constitución y pensaba. Luego volvía a mi piecita y me sentía más solo que nunca. Y únicamente sumergiéndome en los libros parecía encontrar de nuevo la realidad, como si aquella existencia de las calles fuera, en cambio, una suerte de gran sueño de gente hipnotizada. Faltaban muchos años para que comprendiera que en aquellas calles, en aquellas plazas y hasta en aquellos negocios y oficinas de Buenos Aires había miles de personas que pensaban o sentían más o menos lo que yo sentía en ese momento: gente angustiada y solitaria, gente que pensaba sobre el sentido y el sinsentido de la vida, gente que tenía la sensación de ver un mundo dormido a su alrededor, un mundo de personas hipnotizadas o convertidas en autómatas.

Y en aquel reducto solitario me ponía a escribir cuentos. Ahora advierto que escribía cada vez que era infeliz, que me sentía solo o desajustado con el mundo en que me había tocado nacer. Y pienso si no será siempre así, que el arte de nuestro tiempo, ese arte tenso y desgarrado, nazca invariablemente de nuestro desajuste, de nuestra ansiedad y nuestro descontento. Una especie de intento de reconciliación con el universo de esa raza de frágiles, inquietas y anhelantes criaturas que son los seres humanos. Puesto que los animales no lo necesitan: les basta vivir. Porque su existencia se desliza armoniosamente con las necesidades atávicas. Y al pájaro le basta con algunas semillitas o gusanos, un árbol donde construir su nido, grandes espacios para volar; y su vida transcurre desde su nacimiento hasta su muerte en un venturoso ritmo que no es desgarrado jamás ni por la desesperación metafísica ni por la locura. Mientras que el hombre, al levantarse sobre las dos patas traseras y al convertir en un hacha la primera piedra filosa, instituyó las bases de su grandeza pero también los orígenes de su angustia; porque con sus manos y con los instrumentos hechos con sus manos iba a erigir esa construcción tan potente y extraña que se llama cultura e iba a iniciar así su gran desgarramiento, ya que habrá dejado de ser un simple animal pero no habrá llegado a ser el dios que su espíritu le sugiera. Será ese ser dual y desgraciado que se mueve y vive entre la tierra de los animales y el cielo de sus dioses, que habrá perdido el paraíso terrenal de su inocencia y no habrá ganado el paraíso celeste de su redención. Ese ser dolorido y enfermo del espíritu que se preguntará, por primera vez, sobre el porqué de su existencia. Y así las manos, y luego aquella hacha, aquel fuego, y luego la ciencia y la técnica habrán ido cavando cada día más el abismo que lo separa de su raza originaria y de su felicidad zoológica. Y la ciudad será finalmente la última etapa de su loca carrera, la expresión máxima de su orgullo y la máxima forma de su alienación. Y entonces seres descontentos, un poco ciegos y un poco como enloquecidos, intentan recuperar a tientas aquella armonía perdida con el misterio y la sangre, pintando o escribiendo una realidad distinta a la que desdichadamente los rodea, una realidad a menudo de apariencia fantástica y demencial, pero que, cosa curiosa, resulta ser finalmente más profunda y verdadera que la cotidiana. Y así, soñando un poco por todos, esos seres frágiles logran levantarse sobre su desventura individual y se convierten en intérpretes y hasta en salvadores (dolorosos) del destino colectivo.

Pero mi desdicha ha sido siempre doble, porque mi debilidad, mi espíritu contemplativo, mi indecisión, mi abulia, me impidieron siempre alcanzar ese nuevo orden, ese nuevo cosmos que es la obra de arte; y he terminado siempre por caer desde los andamios de aquella anhelada construcción que me salvaría. Y al caer, maltrecho y doblemente entristecido, he acudido en busca de los simples seres humanos.

Así también en aquel momento: todo lo que construía eran torpes y fallidos intentos, y una y otra vez, a cada fracaso, como cada vez que me he sentido solo y confuso, en medio de mi soledad oía quedamente, allá en el fondo de mi espíritu, mezclado a confusos rumores de una madre fantasmal que apenas recordaba, el rumor de Ana María, la única aproximación a una madre carnal que conocí. Era como el eco de aquellas campanas de la catedral sumergida de la leyenda, que la tempestad y el viento sacuden. Y como siempre que mi vida oscurecía, aquel remoto tañido se empezaba a oír con mayor intensidad, como un llamado, como si dijera “no olvides que siempre estoy aquí, que siempre puedes acudir a mi lado”. Y de pronto, uno de aquellos días, el llamado creció hasta ser irresistible. Y entonces salté de la cama, donde pasaba largas horas de cavilación inútil, y corrí con la repentina y ansiosa idea de que debía haber acudido antes, mucho antes, para recuperar lo que quedaba de aquella infancia, de aquel río, de aquellas lejanas tardes de la estancia, de Ana María. De Ana María.

Me equivocaba, pues no siempre nuestras ansiedades nos conducen a la verdad. Aquel reencuentro con Georgina fue más bien un desencuentro y el comienzo de una nueva desventura que en cierto modo ha perdurado hasta ahora y que seguramente proseguirá hasta mi muerte. Pero esta historia no es ya la que a usted le interesa.

Sí, claro: la vi en numerosas ocasiones, caminé con ella por esas calles, fue bondadosa conmigo. Pero ¿quién ha dicho que sólo pueden hacernos sufrir los malvados?

No sólo era callada sino que sus palabras eran reticentes, como si viviera bajo un perpetuo temor. No fueron sus palabras las que me explicaron lo que Georgina era en aquel momento de su vida ni los sufrimientos que padecía. Fueron sus pinturas. ¿Le dije que ella pintaba desde niña?

No vaya a creer que sus cuadros me dijeran cosas directas, pues en ellos no había ni siquiera figuras humanas, y mucho menos anécdota. Eran naturalezas muertas: una silla al lado de una ventana, un florero. Pero, qué milagro: uno dice “silla” o “ventana” o “reloj”, palabras que designan meros objetos de ese frígido e indiferente mundo que nos rodea, y sin embargo de pronto transmitimos algo misterioso e indefinible, algo que es como una clave como un patético mensaje de una profunda región de nuestro ser. Decimos “silla” pero no queremos decir “silla”, y nos entienden. O por lo menos nos entienden aquellos a quienes está secretamente destinado el mensaje, críptico, pasando indemne a través de las multitudes indiferentes y hostiles. Así que ese par de zuecos, esa vela, esa silla no quiere decir ni esos zuecos, ni esa vela macilenta, ni aquella silla de paja, sino Van Gogh, Vincent (sobre todo Vincent): su ansiedad, su angustia, su soledad; de modo que son más bien su autorretrato, la descripción de sus ansiedades más profundas y dolorosas. Sirviéndose de aquellos objetos externos e indiferentes, esos objetos de ese mundo rígido y frío que está fuera de nosotros, que acaso estaba antes de nosotros y que muy probablemente seguirá permaneciendo, indiferente y helado, cuando hayamos muerto, como si esos objetos no fueran más que temblorosos y transitorios puentes (como las palabras para el poeta) para salvar el abismo que siempre se abre entre uno y el universo; como si fueran símbolos de aquello profundo y recóndito que refleja; indiferentes y objetivos y grises para los que no son capaces de entender la clave pero cálidos y tensos y llenos de intención secreta para los que la conocen. Porque en realidad esos objetos pintados no son los objetos de aquel universo indiferente sino objetos creados por aquel ser solitario y desesperado, ansioso de comunicarse, que hace con los objetos lo mismo que el alma realiza con el cuerpo: impregnándolo de sus anhelos y sentimientos, manifestándose a través de las arrugas carnales, del brillo de sus ojos, de las sonrisas y de las comisuras de sus labios; como un espíritu que trata de manifestarse (desesperadamente) con el cuerpo ajeno, y a veces groseramente ajeno, de una histérica o de una médium profesional y fría.

Así yo también pude saber algo de lo que pasaba en la parte más oculta, y por mí más añorada, del alma de Georgina.

¿Para qué, Dios mío? ¿Para qué?

IV

Durante días rondó la casa, esperando que retiraran la vigilancia. Se limitaba a mirar desde lejos lo que quedaba de aquel cuarto en que había conocido el éxtasis y la desesperación: un esqueleto ennegrecido por las llamas al que intentaba acercarse la escalera de caracol como con un retorcido y patético gesto. Y cuando anochecía, sobre las paredes apenas iluminadas por el foco de la esquina se abrían los huecos de la puerta y de la ventana como cuencas de una calavera calcinada.

¿Qué buscaba, para qué quería entrar? No habría podido responder. Pero pacientemente esperó que aquella inútil vigilancia fuese retirada, y entonces, esa misma noche escaló la verja y entró. Con una linterna hizo el mismo recorrido que un milenio antes había hecho con ella por primera vez, en una noche de verano: bordeó el caserón y caminó hacia el Mirador. Todo aquel corredor, así como las dos piezas que estaban debajo del Mirador, y el depósito eran simples paredes negras y cenicientas.

La noche estaba fría y nublada, el silencio de la madrugada era profundo. Se oyó el eco lejano de una sirena de barco y luego nuevamente la nada. Durante un rato Martín permaneció inmóvil, pero agitado. Entonces (pero no podría ser sino el resultado de su imaginación tensa) oyó débil pero nítidamente la voz de Alejandra, que sólo dijo “Martín”. El muchacho, destruido, apoyó su cuerpo sobre la pared y así se mantuvo durante muchísimo tiempo.

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