Sólo los muertos (13 page)

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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

BOOK: Sólo los muertos
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Otra cultureta, se dijo mientras pasaba los libros por el escáner. Justo en ese momento, comenzó a sonar una melodía de teléfono móvil y los siete hicieron ademán de echar mano a sus bolsillos o bolsos. El único que finalmente sacó un móvil y contestó fue el tipo sospechoso.

Gloria tenía junto a la caja un par de libros pendientes de colocación y aprovechó la oportunidad. Se acercó a la zona donde estaba el individuo y pegó el oído.

—¿En correos? —decía el otro a un interlocutor que debía de ser, por el tono, un compañero de trabajo o un subordinado, pero en todo caso hombre. Ella adivinaba ese tipo de cosas—. ¿Y no sabes qué está enviando o a quién? No, quédate ahí Ya nos enteraremos. Voy para allá.

Esa última frase le hizo sentir un tremendo alivio a Gloria, que casi emitió un suspiro.

Tras colgar, el individuo se volvió y descubrió a Gloria junto a él. Bastante cortés, dio los buenos días y se dirigió hacia la puerta, donde se cruzó con Monroy, que entraba en ese momento. Monroy supuso que se trataba del tipo que preocupaba a Gloria y le preguntó con la mirada si debía retenerlo. Ella negó con la cabeza, yendo hasta él.

—Lo siento, cariño. Falsa alarma. Perdona que te molestara.

Monroy se encogió de hombros.

—Bah, da igual. No te preocupes.

—Es que ya ves que impresionaba, ¿no? —dijo ella, justificándose.

—Bueno, no tenía pinta de dama de la caridad. Pero tampoco de ladrón de libros. De todos modos, ante la duda, prefiero siempre que me des un toque.

—Eres un amor —dijo Gloria, mirando alrededor antes de plantarle un beso en los labios y comprobar que apestaba a cerveza.

Monroy, que en ese momento se sintió bastante macho, no pudo evitar una sonrisa de satisfacción. Después, ya que estaba allí, se le ocurrió evadirse un poco del enfado por lo del coche haciendo calentar a Manolo.

—¿Qué? ¿Cómo anda el rojerío pasado de moda? ¿O ya te pediste una tarjeta de El Corte Inglés?

Manolo levantó la vista de la pantalla del ordenador y, para empezar, se cagó en los muertos de Monroy, preguntándole, a continuación, si ya venía a tocar los huevos como siempre.

* * *

Fárez divisó al Demonio hablando por el móvil mientras miraba el escaparate de una tienda de productos rusos donde matrioshkas y falsos huevos de Fabergé se alternaban con botellas de vodka e insignias de la flota soviética.

Lupescu, por su parte, lo vio acercarse desde la avenida y se despidió antes de cortar. Cuando se reunieron, Lupescu había guardado ya el cacharro en uno de los bolsillos de su chándal.

—¿Cómo está el crío? —preguntó Fárez.

—Me echa de menos.

—Con un poco de suerte, pasado mañana estás allí.

Avanzó hacia el portal que había junto a la tienda.

—¿Es aquí?

—Sí. Volvió cuando salió de correos. No ha vuelto a salir. Yo creo que se dio cuenta.

Estaban ya situados ante la puerta cerrada del edificio. Fárez repasaba con la mirada el directorio del portero automático. Sin volverse a mirar a Lupescu, dijo, como para sí mismo:

—Eso ya da igual.

Eligió al azar uno de los interruptores y lo pulsó. Se escuchó la voz de una mujer de cierta edad preguntando quién era. Entonces, Fárez utilizó la expresión mágica, el «Ábrete, Sésamo» que abre cualquier puerta con portero automático del mundo, volviéndolas totalmente inútiles:

—Yo.

Tras unos segundos, se escuchó el zumbido del interruptor que desbloqueaba el mecanismo.

* * *

Héctor caminaba rápidamente de un lado a otro: del despachito al dormitorio; del dormitorio al cuarto de baño. Del cuarto de baño al dormitorio. Del dormitorio al salón. Del salón al dormitorio. En el dormitorio, los armarios abiertos, la ropa desordenada sobre la cama. Y, en medio del desorden, la maleta, que se iba llenando con lo más imprescindible: documentos, mudas de ropa, cosas de aseo. Con lo que había en la maleta más el ordenador portátil y lo que llevaba puesto, habría más que suficiente. Por último, cerró el troley y lo llevó a la entrada. Volvió a por el maletín del ordenador. Se paró un momento a sopesar la posibilidad de dejar una nota a Nico. Pero sabía que el que lo seguía la vería antes, porque seguramente entraría en la casa a la menor oportunidad. Quizá ya se dirigía hacia allí. Eso le recordó que debía marcharse lo antes posible. Antes de iniciar la huida, echó un último vistazo a su alrededor, una última ojeada al único lugar donde había conocido algo semejante a la felicidad.

Con el maletín del portátil colgando del hombro y el asa del troley en la mano contraria, abrió la puerta, dispuesto a salir y se enfrentó al horror de los dos hombres, apoyado cada uno en un bastidor del marco, mirándolo con sonrisa sardónica. Uno, el que le había seguido esta mañana. El otro, el que le había seguido en sus últimos días de Madrid, aquel a quien conocía desde hacía años y que siempre le había parecido desagradable y peligroso, tal y como los hechos posteriores le habían demostrado que era. Fue éste el que habló, mientras su cuerpo se inclinaba hacia delante e interponía como precaución el pie entre el marco y la puerta que, de todos modos, Héctor, paralizado por el horror, no hizo ademán de cerrar.

—Creo que llegamos en mal momento. ¿Salías de viaje?

21

Una más de las cuatro o cinco excentricidades de Eladio Monroy: cada tres días, se afeitaba la cabeza. O, más bien, llevaba a cabo el ritual de afeitarse la cabeza, pues se trataba de todo un ritual. Pinchaba en su mini cadena un disco de Pau Casals interpretando la
Suite número 1 para cello solo
, llenaba el lavamanos de agua caliente, se lavaba el cráneo con aquella misma agua, que le abría los poros y, tras cubrirlo de espuma, comenzaba a pasar la cuchilla lentamente, desde la frente a la coronilla, para luego volver al mismo lugar, pero esta vez desde la nuca, tarareando, al descuido, alguna de las frases tarareables (que a quien le escuchase le hubiese resultado irreconocible, porque sabido es que Monroy no había colocado una nota en su sitio en toda su vida ni por casualidad). Tardaba más o menos diez minutos y le gustaba ir pasando la mano libre por la zona que había recorrido la cuchilla. Le agradaba sentir el tacto de sus dedos en la piel y el tacto de su piel en los dedos.

Celebraba esos ritos desde hacía unos quince o dieciséis años, mucho antes de que se pusiera de moda; desde el día en que descubrió que sería presa de la alopecia y decidió llevarlo con toda la dignidad posible. Tres lustros después se había convertido en una especie de período dedicado a sí mismo y odiaba que lo interrumpieran hasta después del momento en que, tras volver a enjuagarse y secarse la cabeza, se administraba un suave masaje con crema hidratante. Para finalizar, solía ir al salón, encendía un cigarrillo y lo consumía sentado en el sofá, terminando de escuchar cómo el catalán concluía la Giga, volviendo a interponer un silencio de trescientos años entre él y Johann Sebastian Bach.

Esta vez no le dio tiempo. Los dedos de Casals comenzaban a saltar, juguetones, en los primeros compases del tercer movimiento cuando el teléfono sonó. Monroy decidió no hacerle caso y seguir con el afeitado. El contestador haría su trabajo. Pero quien llamaba no le permitió hacerlo. Colgó y volvió a llamar.

Monroy salió del baño en dirección al salón. El contestador volvió a saltar antes de que llegara al teléfono. Iba a acercarse para ver el número en la pantalla, pero, justo en ese instante sonó el móvil y vio de quién se trataba.

—¿Qué pasó, Déniz? —contestó, malhumorado.

—¿Qué hay Eladio? ¿Dónde estás?

—En casa.

—Y, entonces, ¿por qué no?

—Me estaba afeitando la cabeza, cojones.

—Perdona, chico. Oye, por cierto, qué buena música oyes.

Monroy pausó la reproducción, se sentó en el sofá y se resignó a hablar con Déniz, cuya insistencia, por lo demás, no le hacía olerse nada bueno.

—Tú dirás, Déniz.

—¿Conoces a un tal Héctor Fuentes Hurtado?

Monroy enarcó instintivamente las cejas y buscó en su mente posibles respuestas: «No», «No, quién es», «De vista», «Me suena de algo», «Es un amiguete», hasta cubrir el posible espectro hasta «Sí, hombre, estuve vigilándolo por encargo de una agencia de detectives, luego el tipo flirteó conmigo y, finalmente, acabamos haciéndonos amigos, aunque él se piensa que yo soy de la acera de enfrente». Optó por la más neutra y menos comprometedora.

—Sí. Nos hemos tomado una caña, alguna vez. ¿Por qué?

Déniz hizo un silencio de unos segundos antes de continuar hablando.

—Apareció muerto en su casa hace un par de horas.

Monroy se sintió palidecer.

Sí que era feo el asunto. A ver si va a resultar que soy un puto gafe, se dijo Monroy.

—No me jodas ¿Cómo fue eso?

—Muerte natural. Al menos, yo considero natural que te mueras si te meten un par de puñaladas en el pecho y otra en el cuello. Eso, por lo menos.

Monroy captó al instante el chiste de policías, que a él, como todo lo que olía a policía, le pareció de un gusto pésimo.

—Menos mal que te metiste a madero, porque como monologuista te hubieras cagado de hambre.

—Ya. Acabamos de comenzar a investigarlo. Una llamada desde la cabina que hay frente a su edificio, por lo que parecía una trifulca doméstica. La puerta no estaba cerrada con llave, así que los de la policía municipal entraron y se lo encontraron, todavía caliente, al parecer. Yo todavía estoy en la casa y el cadáver lo levantaron hace unos diez minutos. Por supuesto, todavía no puedo darte muchos detalles. Pero puede que tú sí puedas ayudarme a mí.

—No lo conocía demasiado. Coincidimos un par de veces en alguna conferencia y fuimos a tomar unas copas.

—Tú en una conferencia —se extrañó el comisario.

—Porque tú no vayas, no voy a dejar de ir yo.

—Bueno, de todos modos, igual puedes contarme algo sobre él. Andamos un poco despistados.

Vaya novedad, pensó Monroy, justo cuando Déniz cambiaba el tono de voz de cordial a suspicaz al decir:

—Y de paso quizá me puedas explicar por qué fuiste la última persona a la que llamó por teléfono.

Monroy se paró en seco al escuchar esto. Había visto la llamada perdida de Héctor, pero no había contestado porque en ese momento estaba saliendo del bar Casablanca, viniendo a casa para darse una ducha y quitarse el pedete cervecero matinal.

—Es verdad. Me llamó esta mañana, pero no llegué a cogerlo.

—Eladio, estaba pensando ¿Por qué no te pasas por aquí y hablamos?

—Quieres decir que por qué no voy a declarar.

—Joder, chico, no se te puede decir nada.

—No me importa ir, pero mejor llamamos a las cosas por su nombre.

—Vale. Para ti la chochona. ¿A qué hora te viene bien?

—¿Dentro de una hora, por ejemplo?

—De acuerdo. Que te lleven a mi despacho directamente. Luego ya redactaremos la declaración —dijo Déniz tras hacer un rápido cálculo mental.

—Espera, antes de colgar. ¿A qué hora fue, más o menos?

—Estoy esperando el informe, pero parece que debió de ser sobre las doce, más o menos.

Monroy hizo un cálculo mental y dio un suspiro.

—A esa hora estaba en la librería. Me quedé con Gloria y Manolo hasta la una y media.

—Hombre, tranquilo. Yo no te había preguntado.

—Lo sé. Pero ahora ya no vas a tener que hacerlo. Hasta luego.

Cortó sin esperar a que Déniz se despidiera. Dentro de un momento llamaría a Gloria para contárselo. Pero primero buscó la tarjeta de Molina y marcó el número de su móvil. El teléfono móvil al que llamaba estaba apagado o fuera de cobertura.

Buscó la carpeta azul que Molina le había entregado al encargarle el trabajo. Aún estaba en la mesa del ordenador. Localizó el número de teléfono de la ex mujer de Héctor y lo anotó en un trozo de papel.

* * *

La última vez que Monroy estuvo en aquel despacho fue en 2004, al día siguiente de la muerte de Paco Ruiz, la primera de una serie que había dado muchos quebraderos de cabeza al ex jefe de máquinas.

En aquella ocasión ya poblaban las paredes los títulos, las condecoraciones, las fotos de la promoción del año 70 de la Academia, las dos harimaguadas en pequeño formato firmadas por Paco Sánchez. Lo que sí era nuevo era el recorte de la prensa local enmarcado, recogiendo la noticia de la felicitación del Ministro del Interior, con la foto del político estrechando la mano de Déniz, quien sonreía con cara de empollón de la clase venido a más.

El empollón llevaba ahora ya un rato haciéndole preguntas acerca de todo lo que tenía que ver con Héctor, mientras tomaba notas y consultaba los informes que tenía ante sí.

Monroy había optado por no mentirle demasiado. Se había limitado a omitir todo lo que tuviese que ver con el encargo que los de Gargajo y Pus le habían hecho. Por lo demás, según la composición de lugar que el comisario se había hecho, Monroy había conocido al finado en la librería de Gloria y Manolo y, tras enterarse de que era homosexual, había hecho buenas migas con él y con su pareja.

—¿Tú en esos ambientes, Eladio? —Se había extrañado Déniz, que, en ciertos asuntos, todavía vivía en los años setenta—. A ver si vas a salir del armario ahora, después de viejo.

—Claro —había contestado Monroy—. Voy a salir del armario, a tropezarme con la alfombrilla y a darme con la mesa de noche. No me jodas, Déniz. No me seas facha.

—En fin. Supongo que lo que hagas con tu culo es problema tuyo. A mí lo que me interesa es si me estás contando toda la verdad. Porque tú eres de los que siempre se guardan algo.

—Bueno, si quieres te puedo contar los libros que leía, la música que le gustaba, el tipo de conferencias a las que iba. Pero no creo que eso te ayude mucho a enterarte de lo que pasó.

—No, si acerca de lo que pasó, ya lo sé casi todo Sólo intento aclarar un par de detalles, para ver si encaja.

—¿Para ver si encaja qué? Oye, yo ya te conté todo lo que sabía. ¿Por qué no me cuentas tú a mí algo ahora?

La mirada del comisario remoloneó por el despacho. Monroy sabía que acabaría contándoselo todo, pero que le gustaba hacerse el reservado. Finalmente, dijo:

—Esto que te voy a contar, no puede salir de aquí, Eladio. Es —y la boca se llenó al pronunciar las siguientes palabras— secreto de sumario.

—¿Y cuándo te he fallado yo en algo así, Déniz?

Déniz frunció los labios y concedió con una inclinación de cabeza.

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