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Authors: Elaine Cunningham

Tags: #Aventuras, #Fantástico, #Juvenil

Sombras de Plata (39 page)

BOOK: Sombras de Plata
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Todos los contrincantes del campo de batalla se quedaron helados contemplando aquel espectáculo insólito y breve. Al instante, la tromba cesó y en su lugar quedaron varios guerreros elfos listos para la batalla, cada uno de ellos armado con una espada idéntica a la hoja de luna que los había invocado. Avanzaron al unísono hacia los aturdidos humanos, y la batalla empezó de nuevo.

Durante un largo rato, Arilyn no pudo hacer otra cosa que contemplar con sumo respeto a sus antecesores, todos aquellos elfos que habían portado la hoja de luna desde el momento en que había sido forjada en Myth Drannor.

Estaba Zoastria, menuda y fantasmal... la figura menos sustanciosa de los guerreros de la sombra elfa. El rostro anguloso de la mujer elfa era una máscara que reflejaba la más absoluta frustración mientras se abalanzaba sobre los mercenarios humanos con su espada, una espada que era tan capaz de hacer daño como un soplo de viento. Y sin embargo los esfuerzos de Zoastria no eran baldíos porque los mercenarios se alejaban presos del más absoluto terror al vislumbrar aquella fantasmal guerrera elfa..., y también por efecto de las otras hojas de luna.

Un hechicero elfo, alto y anciano, con el pelo blanco recogido en un puñado de diminutas trenzas, sostenía la hoja de luna con el brazo extendido pero la punta hacia abajo, como si fuera un báculo de mago. La espada resplandecía con un fuego azulado, a juego con el color de sus ojos y de las puntas de su mano extendida mientras alfilerazos de luz cegadora salían disparados hacia los mercenarios como si fueran luciérnagas vengativas.

Un varón de talla reducida sostenía su arma con las dos manos, pero manejaba su filo a una velocidad tan vertiginosa que sus movimientos evocaban el ritmo de las espadas dobles de un rapsoda de la espada. El blasón bordado en su casaca, un pájaro de lustrosas plumas que emergía del fuego, indicaba que se trataba de Fénix Flor de Luna, el elfo que cientos de años atrás había imbuido a la espada con su capacidad para atacar a la velocidad de la luz.

Otro elfo varón, pero con el pelo de color ígneo, portaba una espada que centelleaba y siseaba por causa del fuego arcano. De la espada emergía calor, que despedía un tono rojizo tan intenso que evocaba el calor de una forja enana. Arilyn reconoció en él a Xenofor, el elfo que había imbuido a la espada con su capacidad de resistencia al fuego, y contempló con mirada reverente su lucha, pues la hoja de luna brincaba, oscilaba y lamía el aire como si fuera un fuego descontrolado a merced del viento.

Había también una mujer elfa muy alta y robusta que parecía haber perdido todo el color. Su piel era de un tono blanco puro, sus ojos y el color de su pelo de un negro azabache, y las botas de un color negro polvoriento. No obstante, su forma de luchar no carecía de colorido. Nunca había visto Arilyn a nadie que luchase con semejante furia. Y había otros más, aparte de la propia sombra elfa de Arilyn y dos varones, uno diminuto y con aspecto fiero y el otro más alto que el resto y de cabellos dorados.

Todo aquello lo percibió Arilyn en un fugaz instante porque el fragor de la batalla no le permitía estudiar con detenimiento a sus aliados de la sombra elfa. No obstante, a medida que su entrenada mente tomaba nota de las características de los guerreros de las sombras y del desarrollo que estaba tomando la batalla, sus ojos barrieron instintivamente el campo de batalla en busca del rostro que había visto por última vez cuando apenas era una niña: el de su madre, Z'beryl.

Un hombre alto y corpulento reculó en dirección a la Arpista, sujetándose con ambas manos el jubón, roto y ensangrentado. Arilyn lo apartó a un lado y contempló el rostro de su asesino.

Un puño gélido le atenazó el pecho al contemplar a su madre. Era tan hermosa como Arilyn recordaba..., tan alta como su hija, con la misma piel lechosa y ojos azules con vetas doradas, pero su rostro pequeño y de facciones delicadas se veía rodeado de una mata de pelo ondulado de color zafiro. Hermoso, sí, pero inexorable y terrible. Aquélla no era Z'beryl de Evereska, la madre amantísima y paciente instructora de esgrima, era la elfa que Z'beryl había sido en su momento: Amnestria, hija de Zaor y Amlaruil de Siempre Unidos, princesa coronada de los elfos, hechicera de combate y guerrera. Y aquél era el rostro que Amnestria mostraba a sus enemigos.

La regia mujer elfa alzó su espada ensangrentada y señaló con ella a Arilyn. La semielfa se quedó de piedra al ver aquel gesto que parecía inquietante y acusador. Cuando Amnestria habló, fue para pronunciar una sola palabra:

—¡Cuidado!

Arilyn oyó el tintineo de metal contra metal tan cercano y con tanto estrépito que pareció reverberar en sus mismos huesos y dientes. Instintivamente, alzó la hoja de luna y se volvió hacia el origen del sonido.

Su propia sombra elfa estaba de pie a su espalda con la espada levantada en actitud defensiva para detener el golpe que habría separado la cabeza de Arilyn de sus hombros. El hombre que sostenía la espada tenía la misma talla que Arilyn y su sombra juntas. Con una sonrisa de sádico placer, empujó las espadas entrelazadas hacia abajo para forzar a la sombra de Arilyn a ponerse de rodillas.

La semielfa recuperó el resuello y se abalanzó hacia adelante. Su hoja de luna se hundió entre las costillas de su contrincante. Estiró para sacarla y volvió a hundirla. Mientras, la sombra elfa de Arilyn apartó el brazo moribundo del hombre y dio media vuelta para enfrentarse a otro oponente.

Arilyn respiró hondo para serenarse y supervisó con rapidez el campo de batalla. Aunque ahora comprendía que la sombra elfa de su madre había pretendido avisarla del peligro que le acechaba por detrás, no conseguía apartar de su mente la sensación de que Z'beryl, no, a partir de ahora sólo podría ser Amnestria, se sentía avergonzada por el destino que había elegido su hija y heredera de la espada. La madre de Arilyn había aceptado el servicio y el sacrificio que significaba ser portador de una hoja de luna, como habían hecho con anterioridad todos los elfos que estaban ahora luchando. ¿Acaso era incapaz Arilyn, una simple semielfa, de llevar a cabo un acto de nobleza semejante?

Instintivamente, la Arpista supo que eso no era cierto. Ella estaba dispuesta a hacer lo que hiciese falta por el Pueblo elfo, como había hecho hasta ahora. Si eso significaba que tenía que abandonar su sueño de liberarse de las exigencias de la hoja de luna, así lo haría. Serviría a la espada, durante toda la eternidad, si era preciso.

Con renovada resolución, Arilyn esquivó a los que luchaban hasta llegar al lugar donde había desfallecido y caído la joven Ala de Halcón, pero sus propios brazos le parecían torpes y pesados y la hoja de luna se negaba a moverse con su velocidad habitual. Demasiado tarde recordó el consejo que su propia sombra elfa le había dado: no podía esperar invocar la magia de la espada y manejarla al mismo tiempo.

Se las arregló para parar una acometida a la altura del pecho y desviar el filo de la espada atacante, pero un segundo mercenario consiguió colarse a través de sus defensas, no con una espada, sino con un puño envuelto en cota de malla. El golpe alcanzó a Arilyn en la barbilla y la obligó a caer de rodillas. Fue entonces cuando vio la herida que había precipitado a Ala de Halcón al suelo.

La chiquilla elfa estaba tumbada de costado, contemplando hacia adelante con un único y feroz ojo negro. Del otro emergía la empuñadura de una daga.

Por un instante, la pesadumbre atenazó a Arilyn como si fuera un puño gigante, robándole el aliento del cuerpo y las ganas de seguir luchando. Duró sólo un segundo, pero incluso eso era demasiado. Una sombra se cernió sobre el cuerpo de Ala de Halcón; Arilyn alzó la vista para encontrarse frente a frente con una flecha dispuesta para ser lanzada. Su contrincante había visto su forma de luchar y no parecía dispuesto a enfrentarse a ella con una espada.

Antes de que pudiese soltar la saeta, un proyectil de mayor tamaño pasó silbando por encima de la cabeza de Arilyn en dirección a la cabeza del arquero. El hombre se tambaleó hacia atrás y su flecha salió disparada trazando un círculo lánguido e inofensivo por encima de la semielfa. Arilyn se quedó contemplando el amasijo horroroso y pegajoso en que había quedado convertido el rostro del arquero.

—Ya decía yo que eso serviría —anunció con gran satisfacción una voz de hombre a su espalda—. Natillas y crema, diría yo, y una gran mejora en temas de tamaño y puntería. Aunque para serte franco, cariño, el hechizo del pastel de crema Snilloc era un proyectil benigno para este cabrón. Se merecía algo mucho más contundente.

El tono le resultaba familiar, un timbre de tenor culto e indolente, pero por extraño que pareciese las palabras sonaban en lengua elfa. Arilyn dio la vuelta y se quedó mirando petrificada al rostro atractivo, sonriente y
humano
de su compañero Arpista.

De inmediato supo cómo había llegado él allí, aunque nunca hasta aquel momento se le había ocurrido la posibilidad de que aquello pudiese suceder.

Cada portador de la espada añadía un nuevo poder a la hoja de luna. Dos años atrás, Arilyn había hecho lo mismo y había eliminado varias restricciones que le impedían compartir la hoja de luna y su magia con su compañero. Nunca se le había ocurrido que, al hacerlo, había creado una entidad de sombra elfa que unía a Danilo con la espada mágica..., y que lo condenaba a compartir con ella su propio destino.

—Oh, dios mío —musitó en un susurro de desesperación—. No, Danilo, tú también, no.

17

Al cabo de unas horas, la oscuridad que se había apoderado de la mente de Arilyn desde la batalla empezó a languidecer y una gama de coloridos brillantes y cegadores empezó a girar y danzar frenéticamente por detrás de sus párpados cerrados.

La semielfa soltó un gemido e intentó incorporarse, pero unas manos fuertes la obligaron con delicadeza a tumbarse.

—Todavía no —le dijo Foxfire—. Exprimiste la magia de tu hoja de luna para ayudar a Ala de Halcón, y a todos nosotros. Eso ha consumido gran parte de tu energía.

Ala de Halcón. El recuerdo le asaltó con cruel y horrible nitidez. Arilyn volvió la cabeza, incapaz de dejar que su amigo elfo presenciara el pesar y la sensación de culpabilidad que la muerte de la chiquilla elfa le provocaba. Tal vez si no hubiese dedicado su energía a invocar a las entidades de la sombra elfa habría podido llegar al lado de Ala de Halcón a tiempo para salvarla.

—Te perdiste lo mejor de la batalla —anunció la voz de Hurón en tono entusiasta, inmersa todavía en la emoción del combate—. ¡No había visto nunca guerreros como ésos! ¡Nueve campeones en un solo campo de batalla! ¿Quién podía resistir frente a una fuerza semejante, y quien sería incapaz de no seguirlos? ¡Es una maravilla que recordaré durante mucho tiempo!

—Los guerreros de la sombra regresaron a la espada al final de la batalla —añadió Foxfire—. Todos menos uno..., el hechicero elfo dorado que te trajo hasta aquí. No estaba dispuesto a regresar a menos que tú se lo ordenaras directamente o, como mínimo, hasta que tuviera la razonable seguridad de que estabas a salvo. Aunque en el caso de un personaje como él, no sé lo que puede considerarse razonable —añadió en tono sarcástico.

Los labios de Arilyn esbozaron una sonrisa involuntaria. Sabía con exactitud la identidad del hechicero a quien se refería Foxfire. Con pocas palabras, el elfo salvaje había esbozado un retrato muy detallado del Danilo que ella conocía: un tipo tozudo y exasperante que siempre se salía con la suya y que siempre era el centro de todas las miradas. Por otro lado, era quizás el humano más cariñoso, intuitivo y culto que había conocido jamás. Por supuesto, su espíritu de sombra había sabido reconocer enseguida el problema de mostrarse ante aquellos elfos con su verdadero rostro, y como poseía habilidad suficiente en artes mágicas, se había revestido de una imagen ilusoria. A pesar de todo, Arilyn no podía evitar divertirse al pensar en la imagen de Danilo como hechicero elfo dorado. ¡Sin duda era un papel que interpretaría ante su público de la corte! Los elfos dorados tenían fama de ser los miembros del Pueblo más atractivos y regios y, conociendo a Danilo como lo conocía, Arilyn estaba convencida de que su sombra adoptaría aquel disfraz con su habitual pompa.

La calidez que le provocaban aquellos pensamientos se esfumó de inmediato ante el recuerdo de lo que la presencia de la sombra de Danilo significaba, así como las realidades de la batalla que acababan de librar. El espíritu de Danilo había sido condenado a servir a la hoja de luna, y Ala de Halcón estaba muerta.

—El hechicero dorado te dejó un mensaje —intervino Hurón, sacando a Arilyn de sus sombríos pensamientos—. Te insta a recordar el hechizo de la leyenda de saber popular que ambos oísteis cuanto buscabais las respuestas a la magia de la hoja de luna.

La mujer elfa empezó a recitar palabras que Arilyn apenas recordaba, palabras que el archimago Khelben Arunsun había descifrado de las inscripciones que llevaba la hoja de luna más de dos años antes:

Invocada a través de piedra y acero;

gobiernas la imagen de ti mismo,

pero cuidado con el espíritu que

mora en la sombra elfa.

—Nos dijo que te advirtiéramos que no podías invocar a los guerreros de las sombras sin correr un gran riesgo para tu persona —prosiguió Hurón—. Es una lástima. Con ellos en cabeza, el clan de Árboles Altos podría enfrentarse a casi cualquier enemigo.

—Nunca había oído que los elfos temiesen ir a una batalla —se burló una voz gruñona, vagamente familiar—. Será que os estáis volviendo blandos, aunque sois condenadamente escuálidos para eso...

Tras un momento de sorpresa, Arilyn consiguió relacionar la voz profunda con un rostro..., el rostro de un joven enano con una barba castaña y corta y un inusual entusiasmo a la vez por el alboroto y el romanticismo. ¿Cómo podía ser cierto? La última vez que lo había visto, el enano estaba descubriendo los lujos de Las Arenas Espumosas mientras intentaba borrar los recuerdos de diez años de servidumbre con cuanta agua cálida y burbujeante y mujeres medio desnudas pudiese comprar con las monedas de que disponía.

—¡No puede ser Jill! —murmuró Arilyn. Intentó incorporarse y abrir los ojos, pero no consiguió hacer ninguna de las dos cosas.

—¡El mismo! —repuso el enano con un gruñido—. Ahora estate quieta. Te mueves más que un gusano en un anzuelo, y no tienes pesca para recompensar tus esfuerzos. Descansa. Ha sido una buena batalla, aunque lamento decir que Kendel y yo nos hemos perdido la mejor parte.

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