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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Sonidos del corazon

BOOK: Sonidos del corazon
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Amor & rock roll. Una novela con mucho gancho que conectará con el público juvenil. Juanjo es un músico autodidacta. Toca muy bien la guitarra y el piano y decide acudir al conservatorio para estudiar. Allí conoce a Valeria, una estudiante de violín excelente, y los jóvenes se enamoran. Esta historia de amor tiene un trasfondo musical y a medida que avanza la historia un amigo de los chicos, Lester, les irá explicando la historia del rock & roll.

Jordi Sierra i Fabra

Sonidos del corazón

ePUB v1.0

Nitsy
06.09.12

Título original:
Sonidos del corazón

Jordi Sierra i Fabra, 2012.

Diseño/retoque portada: Alba Editorial, S.L U.

Editor original: Nitsy (v1.0)

ePub base v2.0

Capítulo 1

Al aparecer él se hizo el silencio en el aula.

—Quiero presentaros a un nuevo alumno —anunció Roberta Martí con un deje de complacencia, como si cada vez que la música ganaba un adepto su corazón de profesora y amante de la lírica rebosase felicidad—. Se llama Juanjo.

Valeria pensó que el recién llegado parecía tener su misma edad. Como mucho un año más. Alto, delgado, cabello revuelto y ligeramente largo; zapatillas usadas, vaqueros gastados y camiseta con el rostro de un sonriente John Lennon estampado de arriba abajo.

Sus ojos se encontraron con los de Valeria.

Fue esa clase de mirada diferente.

Una fracción de segundo más larga de lo normal.

Y los dos lo supieron.

—Juanjo ya tiene experiencia como músico, ¿verdad? —la profesora no esperó a que le respondiera y continuó con el mismo tono complacido y complaciente—. Espero que su llegada a nuestro conservatorio sea provechosa para todos.

Nadie hablaba. La docena de chicos y chicas miraba al recién llegado. Su aspecto tenía un «algo» diferente con respecto a ellos.

—Creo que lo mejor será que a modo de carta de presentación nos toque algo —

propuso la profesora Roberta señalando el piano situado en un ángulo del aula.

Juanjo mantuvo su rostro impertérrito.

—¿Ahora? —preguntó.

—Por supuesto. —La mujer no comprendió muy bien el porqué de la cuestión—.

¿Hay… algún problema?

—No, no.

Juanjo caminó hasta el piano, se sentó frente a él y extendió los diez dedos de sus manos sobre las teclas.

Sin llegar a ponerlos sobre ellas.

—¿Qué quiere que toque?

—Lo que desees. Es solo para ver… Bueno, ya me entiendes.

El recién llegado miró aquel conjunto universal de teclas. Noventa y nueve. Blancas y negras. Muy despacio, a cámara lenta, sus manos rozaron su superficie. Lo hizo con ternura y delicadeza, lo mismo que un amante lleno de sensibilidad.

Transcurrieron cinco segundos.

Ni uno más.

Entonces las dos manos, los diez dedos, se abatieron sobre el teclado y una primera explosión armónica surgió de aquel contacto.

Una explosión que no solo se mantuvo durante la entrada del tema, sino que fue a más, en una sólida progresión, torrencial, a veces caótica pero no por ello menos brillante. Los presentes quedaron al instante capturados por esa fuerza, un derroche de facultades innato que los sorprendió y arrebató. Las manos de Juanjo saltaban sobre el teclado con una velocidad brutal, creando armonías que contrarrestaban con disonancias al límite. En pleno clímax, y en el momento en que se cimbreaba una nota muy alta, persistente, la música cambió y los dedos se convirtieron en seda. Del brillo de la fuerza a la cadencia de la melodía, suave, melancólica. El fraseo terminó con un contrapunto de ambas manos, rivalizando entre sí, llevando casi dos temas enfrentados, hasta que lentamente volvió la energía, la magia de los primeros compases, un
crescendo
feroz que alcanzó su nota más álgida en seco.

Tras ello, el silencio.

No habían sido más que tres o cuatro minutos.

Suficientes.

El silencio en el aula fue tan intenso como lo acababa de ser aquel miniconcierto improvisado.

Juanjo volvió la cabeza, igual de serio que a su llegada, y se encontró de nuevo con los ojos de Valeria.

Otra fracción de segundo congelada en sus retinas y en sus mentes.

—Bien, ¡bien! —La profesora aplaudió saliendo de su asombrado letargo.

Hubo por fin algunos comentarios, siseos rápidos entre todos ellos.

—¿Habías estudiado algo antes? —preguntó Roberta.

—No.

—¿Nada?

—No, nada. —Su voz sonó un poco a la defensiva.

—¿Eres autodidacta? —No reprimió su asombro la responsable de la clase.

—Sí.

—Pero tendrás unos conocimientos…

—Mis padres. —Fue igual de lacónico.

—¿Músicos?

—Él tocaba la guitarra… bueno, aún la toca. Ella era cantante.

Roberta alzó las dos cejas.

—¿Qué clase de…?

—Rock. —Juanjo no la dejó terminar—. ¿Ha oído hablar de Los Renegados de la Vía Apia?

—No. —Ella fue sincera.

—Tuvieron su momento hace veinticinco, treinta años.

Sus alumnos la llamaban «la súbita», porque todo en ella era un
andante súbito ma non
troppo
. Estaba enamorada de los clásicos, amaba a Stravinsky, se excitaba con Wagner, adoraba a Bach, se emocionaba con Verdi o Puccini, soñaba con Beethoven y lloraba con Mahler. Eso era LA música. El resto no existía. La familiaridad y naturalidad con la que el recién llegado acababa de pronunciar la palabra
rock
en un espacio en el que, seguramente, jamás había sido pronunciada, los hizo sonreír.

A todos menos a Valeria.

Seguía mirando a Juanjo a la espera de que él volviera a buscarla en aquellos minutos inesperados.

Capítulo 2

Juanjo abrió la puerta de la casa sin hacer ruido, pero fue inútil. Tanto daba que ella estuviese cerca o lejos, en el balcón o en la sala, incluso durmiendo. Antes de que la cerrara o diera un paso, su madre apareció de manera inesperada.

Y no era de las que pierden el tiempo.

—¿Qué tal?

—Bien.

—Más.

—Bien-bien.

—Juanjo…

—¿Qué quieres? Solo ha sido el primer día.

—Vale, pero ¿qué te ha parecido?

—Interesante.

—Hijo, menos mal que tocando te sueltas, porque lo que es de palabra…

—No empieces, va.

—Y luego me dicen por el barrio que eres tan simpático.

—¿Yo?

—¿Sois muchos? ¿Hay más chicas que chicos? ¿Cuál es el nivel? ¿Qué tal los profesores?… Para las que no hemos pisado un conservatorio en la vida esto es algo… No te haces a la idea.

—Entonces deja que lo asimile, que vaya a tres o cuatro clases y te cuento con mayor fundamento. ¿Y papá?

—En el estudio, ¿dónde quieres que esté?

—Hoy había fútbol.

—Pero no era su equipo.

—Vale.

Se apartó de ella y se fue directamente a la puerta que le separaba de su padre. La puerta que tantas veces había estado cerrada por razones de trabajo u otras historias. No era un gran estudio, solo un espacio, insonorizado, en el que poder trabajar, tocar, crear música y grabarla con escasos medios. Antes de abrirla le atrapó el rumor que llegó hasta él emergiendo del otro lado. Aplicó el oído a la madera y cerró los ojos.

Una frase de guitarra penetró en su mente.

Agustín Rosell,
Angus
, seguía siendo bueno.

Muy bueno.

Esperó a que terminara el fraseo. No quería interrumpirle. Quizá estuviese registrando aquello. Quizá no. Daba lo mismo. Se lo imaginó completamente ido, fundido con la música, volcado sobre la guitarra igual que si acariciara a la amante más hermosa. Los dedos ágiles, la cadencia precisa. Siempre que un músico, un verdadero músico, tocaba, se creaba una unidad perfecta, una simbiosis única.

Lo sabía porque había mamado música toda la vida.

La guitarra dejó de sonar un par de minutos después.

Entonces abrió aquella puerta.

Al saludarse no le preguntó por lo del conservatorio. No era más que un formulismo trivial. Juanjo supo entenderlo y lo agradeció. Su padre señaló la caja de un altavoz.

—Siéntate y toquemos algo, va. Es temprano.

Le obedeció sin ninguna objeción. Cogió una Ovation y, una vez sentado, pasó una mano por las seis cuerdas para comprobar si estaban afinadas. Un ritual. Ninguna guitarra de las que había en el estudio estaba desafinada. El sonido acústico pero metálico de la Ovation tintineó en el aire. La insonorización hacía que no se produjeran ecos ni reverberaciones. Una vez cumplido con lo habitual miró a su padre.

La media docena de latas de cerveza se alineaban encima del Hammond.

—Voy a poner la grabadora —dijo el hombre.

—Papá…

—Algún día me lo agradecerás. Y si no por ti, por mí, cuando esté criando malvas.

—Sí, sacaré un disco con tus cintas secretas.

—Oh, pues mira… —Hizo un gesto equivalente a «todo-es-posible».

El equipo de registro ya estaba en marcha.

—¿Qué quieres tocar? —preguntó Juanjo.

—Improvisemos. Yo marco el ritmo.

Y se lanzó sin más, sabiendo que su hijo le seguiría. En unos segundos ya había trenzado una base armónica sobre la que puntear un solo. Era un ritmo rápido, pegadizo, con un toque de bossa nova lleno de colorido. Juanjo esperó a que su padre estuviera totalmente enfrascado en el tema antes de iniciar sus primeras notas, un par de fraseados a modo de introducción, retazos muy simples pero intensos. No fue hasta el tercer compás cuando sus dedos pinzaron las cuerdas de la Ovation con decisión y cabalgando por encima de la base de la guitarra eléctrica se dejó llevar con la suya.

Agustín Rosell,
Angus
, cerró los ojos el primero.

Juanjo no mucho después.

Así, sintiendo la música más que ejecutándola, los dos vibraron con la libertad de aquella música que nacía en su interior, se expandía a través de sus manos y salía al exterior convertida en una catarsis sónica cargada de emociones.

El tiempo dejó de contar.

El mundo dejó de existir.

Siempre había sido así, siempre era así y siempre sería así cuando dos o más intérpretes se juntasen para crear esa magia y compartir lo mejor de la vida.

En el instante de máxima intensidad del sol, Juanjo entreabrió los ojos y miró a su padre.

No era viejo. Nunca lo sería. Mayor sí, pero viejo no. Seguía destilando energía, fuerza, lo mejor de su pasado rockero. Los años, el desgaste, el peaje de una vida de excesos, no habían mermado su capacidad de asombrar y sorprender, de apabullar con la densidad de su maestría.

Una maestría que su toque de genio convertía en luz.

Aunque ya nadie pudiera apreciarla.

La improvisación tuvo dos, tres cumbres, con las dos guitarras esforzándose en el cenit de su ímpetu, como si lucharan entre sí por dominarse una a otra cuando en realidad lo que hacían era complementarse. Con el último punto álgido, el hombre retomó el ritmo inicial y, en una larga y lenta caída, Juanjo fue cimbreando las notas, cada vez más bajas, para despedir el tema en un arrullo prolongado y evanescente.

La magia de una improvisación era ésa: crear de la nada para entregar un momento memorable al olvido.

Salvo que se grabara, como había decidido Agustín.

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