Sostiene Pereira (9 page)

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Authors: Antonio Tabucchi

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Sostiene Pereira
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Después salió a la deslumbrante luz del mediodía y se dirigió al tren. Sacó el billete hasta Parede y preguntó cuánto tiempo se tardaba. El empleado contestó que se tardaba poco y él se sintió satisfecho. Era el tren de la línea de Estoril y transportaba sobre todo a gente de vacaciones. Pereira se colocó al lado izquierdo del compartimiento, porque tenía ganas de ver el mar. El vagón estaba prácticamente desierto, dada la hora, y Pereira eligió un asiento a su gusto, bajó un poco la cortina para que el sol no le diera en los ojos, dado que su lado estaba orientado al sur, y miró el mar. Se puso a pensar en su vida, pero de esto no tiene ganas de hablar, sostiene. Prefiere decir que el mar estaba en calma y que en las playas había bañistas. Pereira pensó en el tiempo que hacía que no se bañaba en el mar, y le parecieron siglos. Le vinieron a la cabeza los tiempos de Coimbra, cuando iba a las playas de los alrededores de Oporto, a La Granja o a Espinho, por ejemplo, donde había un casino y un club. El mar estaba helado en aquellas playas del norte, pero él era capaz de nadar mañanas enteras mientras sus compañeros de universidad, todos tiritando, le esperaban en la playa. Después se vestían, se ponían una chaqueta elegante y se dirigían al club a jugar al billar. La gente les admiraba y el
maître
les recibía diciendo: ¡Aquí están los estudiantes de Coimbra! Y les daba el mejor billar.

Pereira se sobresaltó cuando el tren pasó por delante de Santo Amaro. Era una hermosa playa en forma de arco y se veían las casetas de tela de rayas blancas y azules. El tren se detuvo y a Pereira se le ocurrió bajar e ir a tomar un baño, total, podía coger el siguiente tren. Fue más fuerte que él. Pereira no sabría decir por qué sintió aquel impulso, quizá porque había estado pensando en sus tiempos de Coimbra y en los baños en La Granja. Descendió con su pequeña maleta y atravesó el subterráneo que conducía a la playa. Cuando llegó a la arena, se quitó los zapatos y los calcetines y siguió avanzando así, sosteniendo en una mano la maleta y en la otra los zapatos. Vio enseguida al encargado, un jovenzuelo bronceado que vigilaba a los bañistas recostado en una tumbona. Pereira se acercó a él y dijo que deseaba alquilar un bañador y una cabina. El encargado le miró de arriba abajo con aire socarrón y murmuró: No sé si tenemos bañadores de su talla, de todas formas tenga las llaves del almacén, es la caseta más grande, la número uno. Y después preguntó con un tono que a Pereira le pareció irónico: ¿Le hace falta también un salvavidas? Sé nadar muy bien, respondió Pereira, quizá mejor que usted, no se preocupe. Cogió la llave del almacén y la llave de la cabina y se alejó. En el almacén había un poco de todo: boyas, salvavidas hinchables, una red de pesca cubierta de corchos, bañadores. Revolvió entre los trajes de baño para ver si encontraba uno a la antigua, de esos completos, que le cubriera también la tripa. Consiguió encontrarlo y se lo puso. Le estaba un poco ajustado y era de lana, pero no encontró nada mejor. Llevó su maleta y su ropa a la caseta y cruzó la playa. En la orilla había un grupo de jóvenes que jugaban a la pelota y Pereira les evitó. Entró en el agua con calma, poco a poco, dejando que el frescor le abrazara lentamente. Después, cuando el agua le llegaba al ombligo, se zambulló y se puso a nadar a crol lenta y mesuradamente. Nadó mucho rato, hasta las boyas. Cuando se abrazó a la boya de salvamento sintió que le faltaba el aliento y que su corazón latía enloquecidamente. Estoy loco, pensó, no nado desde hace siglos y me tiro al agua así, como si fuera un deportista. Descansó aferrado a la boya, después se puso a hacer el muerto. El cielo sobre sus ojos era de un azul feroz. Pereira recobró el aliento y volvió reposadamente, con lentas brazadas. Pasó delante del encargado y quiso devolverle la indirecta. Como ha visto, no he tenido necesidad del salvavidas, dijo, ¿cuándo pasa el próximo tren para Estoril? El encargado consultó el reloj. Dentro de un cuarto de hora, contestó. Estupendo, dijo Pereira, entonces sígame hasta la caseta, que voy a cambiarme, y le pagaré, porque tengo el tiempo justo. Se vistió en la caseta, salió, pagó al encargado, se peinó su escaso pelo con un peinecillo que llevaba en la cartera y se despidió. Hasta pronto, dijo, y vigile a esos chicos que juegan a la pelota, me parece que no saben nadar y además están molestando a los bañistas.

Se metió por el paso subterráneo y se sentó en un banco de piedra bajo la marquesina. Oyó llegar el tren y miró su reloj. Era tarde, pensó, probablemente en la clínica talasoterápica le estaban esperando para la comida, porque en las clínicas se come pronto. Pensó: Qué le vamos a hacer. Pero se sentía bien, se sentía relajado y fresco, mientras el tren entraba en la estación, y además tenía todo el tiempo del mundo para la clínica talasoterápica, iba a permanecer en ella por lo menos una semana, sostiene Pereira.

Cuando llegó a Parede eran casi las dos y media. Tomó un taxi y pidió al taxista que le llevara a la clínica talasoterápica. ¿La de los tuberculosos?, preguntó el taxista. No lo sé, respondió Pereira, una que está en el paseo marítimo. Pero si está a dos pasos, dijo el taxista, puede ir a pie perfectamente. Mire, dijo Pereira, estoy cansado y hace mucho calor, le daré luego una propina.

La clínica talasoterápica era un edificio rosa con un gran jardín lleno de palmeras. Quedaba en lo alto, sobre las rocas, y había una escalinata que conducía a la calle y después a la playa. Pereira subió fatigosamente por la escalinata y entró en el vestíbulo. Fue recibido por una gruesa señora de mejillas coloradas con una bata blanca. Soy el señor Pereira, dijo Pereira, mi médico, el doctor Costa, debió de telefonear para reservarme una habitación. Ah, señor Pereira, dijo la señora de la bata blanca, le esperábamos para la hora de comer, ¿cómo es que llega tan tarde?, ¿ha comido ya? La verdad es que no he tomado más que unos caracoles en la estación, admitió Pereira, y tengo un poco de apetito. Sígame entonces, dijo la señora de la bata blanca, el restaurante está cerrado pero María das Dores no se ha ido aún y podrá prepararle un bocado. Le precedió hasta el comedor, un vasto local con ventanales al mar. Estaba completamente desierto. Pereira se sentó a una mesa y llegó una señora con delantal y un visible bigotillo. Soy Maria das Dores, dijo la mujer, soy la cocinera, le puedo preparar alguna cosita a la plancha. Un lenguado, respondió Pereira, gracias. Pidió también una limonada y comenzó a saborearla con placer. Se quitó la chaqueta y se puso la servilleta sobre la camisa. Maria das Dores vino con un pescado a la plancha. Ya no nos quedaban lenguados, dijo, le he preparado una dorada. Pereira empezó a comérsela con ganas. Los baños de algas son a las cinco, dijo la cocinera, pero, si no le apetece y prefiere echarse una siesta, puede empezar mañana, su médico es el doctor Cardoso. Irá a verle a su habitación a las seis de la tarde. Perfecto, dijo Pereira, creo que iré a reposar un rato.

Subió a su habitación, que era la veintidós, y encontró allí su maleta. Cerró las persianas, se lavó los dientes y se tumbó en la cama sin pijama. Corría una estupenda brisa atlántica que se filtraba a través de las persianas y agitaba las cortinas. Pereira se quedó dormido casi enseguida. Tuvo un hermoso sueño, un sueño de su juventud, él estaba en la playa de La Granja y nadaba en un océano que parecía una piscina, y al borde de aquella piscina había una muchacha pálida que le esperaba con una toalla entre los brazos. Y entonces él volvía del baño y el sueño continuaba, pero Pereira prefiere no decir cómo continuaba, porque su sueño no tiene nada que ver con esta historia, sostiene.

15

A las seis y media Pereira oyó que llamaban a la puerta, pero ya estaba despierto, sostiene. Miraba las franjas de luz y de sombra de las persianas sobre el techo, pensaba en
Honorine
de Balzac, en el arrepentimiento, y le parecía que él también tendría que arrepentirse de algo, pero no sabía de qué. De repente sintió deseos de hablar con el padre António, porque a él podría confiarle que deseaba arrepentirse, pero no sabía de qué debía arrepentirse, sentía tan sólo una nostalgia de arrepentimiento, eso es lo que quería decirle, o quizá sólo le gustara la idea del arrepentimiento, quién sabe.

¿Sí?, preguntó Pereira. Es la hora del paseo, dijo la voz de una enfermera detrás de la puerta, el doctor Cardoso le espera en el vestíbulo. Pereira no tenía ganas de dar ningún paseo, sostiene, pero de todos modos se levantó, deshizo la maleta, se puso unos zapatos de rejilla, unos pantalones de algodón y una camisa ancha de color caqui. Colocó el retrato de su mujer sobre la mesa y le dijo: Ya ves, aquí me tienes, en la clínica talasoterápica, pero si me aburro me marcharé, por suerte me he traído un libro de Alphonse Daudet, así puedo hacer alguna traducción para el periódico, de Daudet nos gustó sobre todo
Le petit chose
, ¿lo recuerdas?, lo leímos en Coimbra y a ambos nos conmovió, era la historia de una infancia y quizá pensábamos en un hijo que después nunca tuvimos, en fin, qué le vamos a hacer, de todas formas me he traído los
Contes du lundi
y creo que estaría bien una novela corta para el
Lisboa
, bueno, ahora perdóname, tengo que marcharme, parece que hay un doctor que me está esperando, veamos cuáles son los métodos de la talasoterapia, nos veremos más tarde.

Cuando llegó al vestíbulo, vio a un señor con una bata blanca que contemplaba el mar desde las ventanas. Pereira se le acercó. Era un hombre entre treinta y cinco y cuarenta años, con perilla rubia y ojos azules. Buenas tardes, dijo el médico con una tímida sonrisa, soy el doctor Cardoso, usted es el señor Pereira, supongo, estaba esperándole, es la hora del paseo de los pacientes por la playa, pero si usted lo prefiere podemos quedarnos hablando aquí o salir al jardín. Pereira contestó que efectivamente no le apetecía mucho dar un paseo por la playa, dijo que aquel día ya había estado en la playa y le contó el baño que se había dado en Santo Amaro. Oh, magnífico, exclamó el doctor Cardoso, creía que tendría que vérmelas con un paciente más difícil, pero veo que la naturaleza todavía le atrae. Quizá más que nada me atraen los recuerdos, dijo Pereira. ¿En qué sentido?, preguntó el doctor Cardoso. Tal vez se lo cuente en otro momento, dijo Pereira, pero ahora no, quizá mañana.

Salieron al jardín. ¿Damos un paseo?, propuso el doctor Cardoso, le sentará bien a usted y me sentará bien a mí. Tras las palmeras del jardín, que crecían entre las rocas y la arena, había un hermoso parque. Pereira siguió al doctor Cardoso, quien parecía tener ganas de charlar. En estos días está usted a mi cuidado, dijo el médico, necesito hablar con usted y conocer sus costumbres, no debe tener secretos conmigo. Pregúnteme lo que desee, dijo Pereira con disponibilidad. El doctor Cardoso cogió una brizna de hierba y se la puso en la boca. Empecemos por sus hábitos alimentarios, preguntó, ¿cuáles son? Por la mañana me tomo un café, respondió Pereira, después un almuerzo y una cena, como todo el mundo, es muy sencillo. ¿Y qué suele comer?, preguntó el doctor Cardoso, es decir, ¿qué tipo de alimentación toma? Tortillas, hubiera querido responder Pereira, prácticamente sólo como tortillas, porque mi portera me prepara pan y tortillas y porque en el Café Orquídea sólo sirven
omelettes
a las finas hierbas. Pero sintió vergüenza y respondió de modo distinto. Alimentación variada, dijo, pescado, carne, verdura, soy bastante frugal en la comida y me alimento de una forma racional. Y ¿cuándo empezó a manifestarse su obesidad?, preguntó el doctor Cardoso. Hace algunos años, respondió Pereira, después de la muerte de mi esposa. En cuanto a los dulces, preguntó el doctor Cardoso, ¿come usted muchos dulces? Nunca, respondió Pereira, no me gustan, sólo bebo limonadas. ¿Cómo son esas limonadas?, preguntó el doctor Cardoso. Zumo natural de limón, dijo Pereira, me gusta, me refresca y tengo la impresión de que les sienta bien a mis intestinos, porque a menudo tengo los intestinos alterados. ¿Cuántas al día?, preguntó el doctor Cardoso. Pereira lo pensó unos instantes. Depende del día, respondió, ahora en verano, por ejemplo, unas diez. ¡Diez limonadas al día!, exclamó el doctor Cardoso, señor Pereira, me parece una locura, y, dígame, ¿les pone azúcar? Las lleno de azúcar, dijo Pereira, la mitad del vaso de limonada y la otra mitad de azúcar. El doctor Cardoso escupió la brizna de hierba que tenía en la boca, hizo un gesto perentorio con la mano y sentenció: Desde hoy se acabaron las limonadas, las sustituiremos por agua mineral, sería mejor sin gas, pero si la prefiere con gas, no importa. Había un banco bajo los cedros del parque y Pereira se sentó, obligando a sentarse al doctor Cardoso. Perdóneme, señor Pereira, dijo el doctor Cardoso, ahora quisiera hacerle una pregunta íntima: ¿Qué me dice de su actividad sexual? Pereira miró las copas de los árboles y dijo: Explíquese mejor. Mujeres, explicó el doctor Cardoso, ¿va usted con mujeres, tiene una actividad sexual normal? Mire, doctor, dijo Pereira, yo soy viudo, ya no soy tan joven y tengo un trabajo absorbente, no tengo ni tiempo ni ganas de buscar mujeres. ¿De ninguna clase?, preguntó el doctor Cardoso, qué sé yo, una aventura, una mujer de vida disipada, de vez en cuando. Ni siquiera eso, dijo Pereira, y sacó un cigarro preguntando si podía fumar. El doctor Cardoso se lo permitió. Eso no le sienta nada bien a su cardiopatía, dijo, pero si no puede prescindir de ello... No, no puedo prescindir porque sus preguntas me incomodan, confesó Pereira. Pues todavía tengo otra pregunta incómoda, dijo el doctor Cardoso, ¿tiene usted poluciones nocturnas? No entiendo su pregunta, dijo Pereira. Bueno, dijo el doctor Cardoso, quiero decir si no tiene sueños eróticos en que llegue hasta el orgasmo, ¿tiene sueños eróticos?, ¿con qué sueña? Escuche, doctor, respondió Pereira, mi padre me enseñó que nuestros sueños son la cosa más privada que tenemos y que no hay que revelarlos a nadie. Pero usted está aquí para curarse y yo soy su médico, replicó el doctor Cardoso, su
psique
está en relación con su cuerpo y necesito saber qué es lo que sueña. A menudo sueño con La Granja, confesó Pereira. ¿Es una mujer?, preguntó el doctor Cardoso. Es una localidad, dijo Pereira, es una playa cerca de Oporto, iba de joven cuando estudiaba en Coimbra, también estaba Espinho, era una playa elegante, con piscina y casino, a veces nadaba y jugaba al billar, porque había una hermosa sala de billar, allí iba también mi novia, con la que luego me casé, ella era una muchacha enferma, pero por aquel entonces no lo sabía, sólo tenía fuertes dolores de cabeza, aquélla fue una buena época de mi vida, y sueño con ella quizá porque me gusta soñarla. Muy bien, dijo el doctor Cardoso, ya basta por hoy, esta noche me gustaría cenar con usted, podemos hablar de esto y aquello, a mí me gusta mucho la literatura y he visto que su periódico dedica un gran espacio a los escritores franceses del siglo XIX, ¿sabe?, yo estudié en París, soy de cultura francesa, esta noche le describiré el programa de mañana, nos veremos en el salón restaurante a las ocho.

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