Después cogió el pan y la tortilla y dio dos o tres mordiscos. El resto lo tiró a la papelera porque no tenía hambre, hacía demasiado calor, sostiene. En ese momento abrió la carta. Era un artículo escrito a máquina, en papel de seda, y el título decía:
Ha muerto Filippo Tommaso Marinetti
. A Pereira le dio un vuelco el corazón porque sin mirar la otra página comprendió que quien escribía era Monteiro Rossi y porque comprendió inmediatamente que aquel artículo no servía para nada, era un artículo inútil, él hubiera querido una necrológica sobre Bernanos o Mauriac, quienes probablemente creían en la resurrección de la carne, pero aquélla era una necrológica de Filippo Tommaso Marinetti, quien creía en la guerra, y Pereira se puso a leerlo. Efectivamente, el artículo era para tirarlo, pero Pereira no lo tiró, quién sabe por qué, lo conservó y por eso puede aportarlo como documentación. Comenzaba así: «Con Marinetti desaparece un violento, porque la violencia era su musa. Había comenzado en 1909 con la publicación de un
Manifiesto futurista
en un periódico de París, manifiesto en el que exaltaba los mitos de la guerra y la violencia. Enemigo de la democracia, belicoso y belicista, exaltó después la guerra en un extravagante poemilla titulado
Zang Tumb Tumb
, una descripción fónica de la guerra de África del colonialismo italiano. Y su fe colonialista le llevó a exaltar la empresa italiana en Libia. Escribió, entre otras cosas, un manifiesto repulsivo:
Guerra única higiene del mundo
. Sus fotografías nos muestran a un hombre en pose arrogante, de bigotes rizados y con una casaca de académico repleta de medallas. El fascismo italiano le concedió muchas, porque Marinetti fue uno de sus más fervientes defensores. Con él desaparece un oscuro personaje, un pendenciero…»
Pereira dejó de leer la parte escrita a máquina y pasó a la carta, porque el artículo venía acompañado de una carta escrita a mano. Decía: «Distinguido señor Pereira: he seguido las razones del corazón, pero no es culpa mía. Además, usted mismo me dijo que las razones del corazón son las más importantes. No sé si es una necrológica publicable y, por otro lado, puede que Marinetti siga en danza otros veinte años, quién sabe. De cualquier modo, si quiere mandarme algo, se lo agradecería. Yo por ahora no puedo pasar por la redacción, sería largo de explicar el porqué. Si desea mandarme una pequeña suma a su discreción puede introducirla en un sobre a mi nombre y expedirla al apartado de correos 202, Central de Correos, Lisboa. Yo daré señales de vida por teléfono. Los mejores saludos y deseos de su Monteiro Rossi.»
Pereira introdujo la necrológica y la carta en una carpeta del archivo y escribió en ésta:
Necrológicas
. Después se puso la chaqueta, numeró las páginas del cuento de Maupassant, recogió sus hojas de la mesa y salió para llevar el material a imprenta. Sudaba, se sentía incómodo y esperaba no encontrarse con la portera en la escalera, sostiene.
Aquel sábado por la mañana, a las doce en punto, sostiene Pereira, sonó el teléfono. Aquel día Pereira no se había llevado a la redacción su pan con tortilla, por un lado porque intentaba saltarse de vez en cuando una comida, como le había aconsejado el cardiólogo, por otro, porque, si no resistía el hambre, le quedaba el recurso de tomarse una
omelette
en el Café Orquídea.
Buenos días, señor Pereira, dijo la voz de Monteiro Rossi, soy Monteiro Rossi. Estaba esperando su llamada, dijo Pereira, ¿dónde se encuentra usted? Estoy fuera de la ciudad, dijo Monteiro Rossi. Perdone, insistió Pereira, está fuera de la ciudad, pero ¿dónde? Fuera de la ciudad, respondió Monteiro Rossi. Pereira sintió una ligera irritación, sostiene, por aquella manera de hablar tan cautelosa y formal. Hubiera deseado de Monteiro Rossi una mayor cordialidad y también una mayor gratitud, pero contuvo su irritación y dijo: Le he mandado algún dinero a su apartado de correos. Gracias, dijo Monteiro Rossi, pasaré a recogerlo. Y no añadió nada más. Entonces Pereira le preguntó: ¿Cuándo tiene intención de venir por la redacción?, quizá sería oportuno que hablásemos personalmente. No sé cuándo me será posible pasar por allí, replicó Monteiro Rossi, la verdad es que le estaba escribiendo precisamente una nota para que fijáramos una cita en un sitio cualquiera, pero, si es posible, que no sea en la redacción. Fue entonces cuando a Pereira le pareció entender que había algo que no andaba bien, sostiene, y bajando la voz, como si alguien, además de Monteiro Rossi, pudiera oírle, preguntó: ¿Tiene usted algún problema? Monteiro Rossi no contestó y Pereira pensó que no le había entendido. ¿Tiene usted algún problema?, repitió Pereira. En cierto sentido, sí, dijo la voz de Monteiro Rossi, pero lo mejor es que no hablemos de ello por teléfono, ahora mismo le escribo una nota para que fijemos una cita a mediados de semana, en efecto, tengo necesidad de usted, señor Pereira, de su ayuda, pero se lo diré personalmente, y ahora, si me disculpa, estoy llamando desde un lugar incómodo y tengo que colgar, tenga usted paciencia, señor Pereira, ya hablaremos en persona, hasta pronto.
El teléfono hizo clic y Pereira colgó a su vez. Se sentía inquieto, sostiene. Meditó sobre lo que debía hacer y tomó unas cuantas decisiones. En primer lugar, bajaría a tomar una limonada al Café Orquídea y después aprovecharía para comerse una
omelette
. Después, por la tarde, cogería un tren para Coimbra e iría a las termas de Buçaco. Claro está, se iba a encontrar con su director, era inevitable, y Pereira no tenía ningunas ganas de hablar con él, pero tendría una buena excusa para no permanecer en su compañía, porque en las termas estaba su amigo Silva, que pasaba allí las vacaciones y quien le había invitado repetidas veces. Silva era un antiguo compañero de clase de Coimbra, ahora enseñaba literatura en la universidad de aquella ciudad, era un hombre culto, sensato, tranquilo y soltero, sería un placer pasar dos o tres días con él. Y además bebería el agua benéfica de las termas, pasearía por el parque y tal vez pudiera tomar algunas inhalaciones, porque su respiración era penosa, especialmente cuando subía las escaleras tenía que respirar con la boca abierta.
Dejó una nota pegada a la puerta: «Volveré a mediados de semana, Pereira.» Por suerte no se encontró con la portera en la escalera y eso le confortó. Salió a la luz deslumbrante del día y se dirigió al Café Orquídea. Cuando pasaba por delante de la carnicería judía vio una aglomeración de gente y se detuvo. Advirtió que el escaparate estaba destrozado y que la pared estaba cubierta de pintadas que el carnicero estaba borrando con pintura blanca. Atravesó el grupo de gente y se acercó al carnicero, le conocía bien, era el joven Mayer, había conocido también a su padre, con quien iba a menudo a tomar una limonada a los cafés del paseo que bordeaba el río. Después el viejo Mayer había muerto y había dejado la carnicería a su hijo David, un chicarrón corpulento, con una barriga prominente a pesar de su joven edad, y aspecto jovial. David, preguntó Pereira acercándose, ¿qué ha ocurrido? Ya lo ve usted, señor Pereira, respondió David secándose con su delantal de carnicero las manos manchadas de pintura, vivimos en un mundo de vándalos, ha sido obra de vándalos. ¿Ha llamado a la policía?, preguntó Pereira. ¡Menuda ocurrencia!, exclamó David, ¡menuda ocurrencia! Y se puso de nuevo a borrar las pintadas con pintura blanca. Pereira se dirigió hacia el Café Orquídea y se sentó dentro, delante del ventilador. Pidió una limonada y se quitó la chaqueta. ¿Ha oído lo que está pasando, señor Pereira? Pereira abrió los ojos e interpeló: ¿La carnicería judía? Pero ¿de qué carnicería judía habla?, respondió Manuel mientras se iba, hay cosas peores.
Pereira pidió una
omelette
a las finas hierbas y se la comió con calma. El
Lisboa
no saldría hasta las cinco de la tarde, y él no tendría tiempo de leerlo porque se encontraría en el tren para Coimbra. Quizá pudiera hacer que le consiguieran un periódico de la mañana, pero dudaba de que los periódicos portugueses hablaran de los acontecimientos a los que se refería el camarero. Simplemente, las voces corrían, iban de boca en boca, para estar informados había que preguntar en los cafés, escuchar las charlas, era la única manera para estar al corriente, o bien comprar algún periódico extranjero a los vendedores de la Rua do Ouro, pero los periódicos extranjeros, cuando llegaban, llegaban con dos o tres días de retraso, era inútil buscar un periódico extranjero, lo mejor era preguntar. Pero Pereira no tenía ganas de preguntar a nadie, quería sencillamente marcharse a las termas, disfrutar de unos días de tranquilidad, hablar con su amigo el profesor Silva y no pensar en los males del mundo. Pidió otra limonada, hizo que le trajeran la cuenta, salió, se dirigió a la central de Correos y mandó dos telegramas, uno al hotel de las termas para reservar una habitación y otro a su amigo Silva. «Llego a Coimbra con el tren de la noche. Stop. Si puedes ir a recogerme en coche, te lo agradecería. Stop. Un abrazo. Pereira.»
Después se dirigió a su casa para hacer la maleta. Pensó que el billete lo sacaría directamente en la estación, total, tenía todo el tiempo del mundo, sostiene.
Cuando Pereira llegó a la estación de Coimbra, sobre la ciudad había una magnífica puesta de sol, sostiene. Miró a su alrededor en el andén, pero no vio a su amigo Silva. Pensó que el telegrama no habría llegado o que Silva habría abandonado ya el balneario. Sin embargo, cuando entró en el vestíbulo de la estación, vio a Silva sentado en un banco, fumando un cigarrillo. Se sintió emocionado y fue a su encuentro. Hacía ya bastante tiempo que no le veía. Silva le abrazó y le cogió la maleta. Salieron y se dirigieron al coche. Silva tenía un Chevrolet negro de brillantes cromados, cómodo y espacioso.
La carretera de las termas atravesaba una hilera de colinas llenas de vegetación y no tenía más que curvas. Pereira bajó la ventanilla porque comenzó a sentir náuseas, y el aire fresco le sentaba bien, sostiene. Durante el trayecto hablaron poco. ¿Qué tal te van las cosas?, le preguntó Silva. Así, así, respondió Pereira. ¿Vives solo?, le preguntó Silva. Vivo solo, respondió Pereira. En mi opinión, no te sienta bien, dijo Silva, deberías buscarte una mujer que te hiciera compañía y que te alegrase la vida, comprendo que estés muy unido al recuerdo de tu mujer, pero no puedes pasarte el resto de tu vida cultivando recuerdos. Soy viejo, respondió Pereira, estoy demasiado gordo y sufro del corazón. No eres nada viejo, dijo Silva, tienes mi edad, y respecto a lo demás podrías seguir una dieta, concederte unas vacaciones, pensar más en tu salud. Ya, ya, dijo Pereira.
Pereira sostiene que el hotel de las termas era espléndido, un edificio blanco, una villa inmersa en un gran parque. Subió a su habitación y se cambió de ropa. Se puso un traje claro y una corbata negra. Silva le estaba esperando en el vestíbulo saboreando un aperitivo. Pereira le preguntó si había visto a su director. Silva le guiñó un ojo. Cena siempre con una señora rubia de mediana edad, respondió, una clienta del hotel, parece que ha encontrado compañía. Mejor así, dijo Pereira, eso me exime de conversaciones formales.
Entraron en el restaurante. Era un salón decimonónico, con frescos de festones de flores en el techo. El director estaba cenando en una mesa central en compañía de una señora con un vestido de noche. El director levantó la cabeza, y le vio, en su rostro se dibujó una expresión de sorpresa y le hizo un gesto con la mano para que se acercara. Pereira se acercó mientras Silva se dirigía hacia otra mesa. Buenas noches, señor Pereira, dijo el director, no esperaba verle aquí, ¿ha abandonado la redacción? La página cultural se ha publicado hoy, dijo Pereira, no sé si habrá podido verla ya porque el periódico quizá no haya llegado a Coimbra, lleva un cuento de Maupassant y una sección de la que me he hecho cargo titulada «Efemérides», de todos modos me quedaré sólo un par de días, el miércoles estaré de nuevo en Lisboa para preparar la página cultural del próximo sábado. Señora, disculpe, dijo el director dirigiéndose hacia su comensal, le presento al señor Pereira, un colaborador mío. Y después añadió: La señora Maria do Vale Santares. Pereira hizo una inclinación con la cabeza. Señor director, dijo, quería comunicarle una cosa, si usted no tiene nada que objetar he decidido contratar a un ayudante que me eche una mano precisamente para preparar las necrológicas anticipadas de los grandes escritores que pueden morir de un momento a otro. Señor Pereira, exclamó el director, estoy aquí cenando en compañía de una amable y sensible señora con la que estoy manteniendo una conversación de cosas
amusantes
y usted me viene a hablar de personas a punto de morir, me parece poco delicado por su parte. Disculpe, señor director, sostiene haber dicho Pereira, no quisiera caer en una conversación profesional, pero en las páginas culturales hay que estar preparados por si desaparece algún gran artista, y si alguno desaparece de repente, resulta un problema confeccionar una necrológica de un día para otro, por lo demás, usted recordará cómo, hace tres años, cuando murió T. E. Lawrence, ningún periódico portugués pudo hablar de él a tiempo, todos publicaron necrológicas una semana más tarde, y si queremos ser un periódico moderno, no tenemos más remedio que ser rápidos. El director masticó lentamente el bocado que tenía en la boca y dijo: De acuerdo, de acuerdo, señor Pereira, además le he dejado plenos poderes para la página cultural, me gustaría saber únicamente si el ayudante nos va a costar mucho y si es una persona de confianza. Si es por eso, respondió Pereira, me parece una persona que se contenta con poco, es un joven modesto, y además se ha licenciado con una tesina sobre la muerte en la Universidad de Lisboa, de muerte entiende bastante. El director hizo un gesto perentorio con la mano, bebió un sorbo de vino y dijo: Escuche, señor Pereira, no nos hable usted más de la muerte, por favor, si no, va a acabar estropeándonos la cena, en cuanto a la página cultural, haga lo que le parezca mejor, de usted me fío, ha sido cronista durante treinta años, y ahora, buenas noches y buen provecho.
Pereira se dirigió a su mesa y se sentó frente a su compañero. Silva le preguntó si quería un vaso de vino blanco y él negó con un gesto de la cabeza. Llamó al camarero y pidió una limonada. El vino no me sienta bien, explicó, me lo ha dicho el cardiólogo. Silva pidió una trucha con almendras y Pereira un filete de carne a la Strogonoff, con un huevo escalfado encima. Empezaron a comer en silencio, luego, al cabo de un rato, Pereira preguntó a Silva qué pensaba de todo esto. ¿Qué es todo esto?, preguntó Silva. Pues todo esto, dijo Pereira, lo que está sucediendo en Europa. Oh, no te preocupes, replicó Silva, aquí no estamos en Europa, estamos en Portugal. Pereira sostiene que insistió: Sí, añadió, pero tú lees los periódicos y escuchas la radio, sabes bien lo que está pasando en Alemania y en Italia, son unos fanáticos, quieren ahogar el mundo a sangre y fuego. No te preocupes, respondió Silva, están lejos. De acuerdo, continuó Pereira, pero España no está tan lejos, está a dos pasos, y tú ya sabes lo que está pasando en España, es una carnicería, y sin embargo había un gobierno constitucional, todo por culpa de un general mojigato. España también está lejos, dijo Silva, aquí estamos en Portugal. Será así, dijo Pereira, pero aquí tampoco van bien las cosas, la policía campa por sus respetos, mata a la gente, hay registros, censuras, éste es un estado autoritario, la gente no cuenta para nada, la opinión pública no cuenta para nada. Silva le miró y dejó el tenedor. Escúchame con atención, Pereira, dijo Silva, ¿tú crees aún en la opinión pública?, pues bien, la opinión pública es un truco que han inventado los anglosajones, los ingleses y los americanos, son ellos los que nos están llenando de mierda, perdona la expresión, con esa idea de la opinión pública, nosotros no hemos tenido nunca su sistema político, no tenemos sus tradiciones, no sabemos qué son los
trade unions
, nosotros somos gente del Sur, Pereira, y obedecemos a quien grita más, a quien manda. Nosotros no somos gente del Sur, objetó Pereira, tenemos sangre celta. Pero vivimos en el Sur, dijo Silva, el clima no favorece nuestras ideas políticas,
laissez faire
,
laissez passer
, es así como estamos hechos, y además escucha, te voy a decir una cosa, yo enseño literatura y de literatura entiendo bastante, estoy haciendo una edición crítica de nuestros trovadores, las canciones de amigo, no sé si te acuerdas de cuando la universidad, pues bien, los jóvenes partían para la guerra y las mujeres se quedaban en casa llorando, y los trovadores recogían sus lamentos, mandaba el rey, ¿comprendes?, mandaba el jefe, y nosotros siempre hemos tenido necesidad de un jefe, todavía hoy necesitamos un jefe. Pero yo soy un periodista, replicó Pereira. ¿Y qué?, dijo Silva. Que tengo que ser libre, dijo Pereira, e informar a la gente de manera correcta. No consigo ver el nexo, dijo Silva, tú no escribes artículos de política, te encargas de la página cultural. Pereira dejó a su vez el tenedor y colocó los codos sobre la mesa. Eres tú quien tiene que escucharme con atención, replicó, imagínate que mañana muere Marinetti, sabes a quién me refiero, ¿no? Vagamente, dijo Silva. Pues bien, dijo Pereira, Marinetti es una alimaña, empezó cantando a la guerra, ha hecho apología de las carnicerías, es un terrorista, ha festejado la marcha sobre Roma, Marinetti es una alimaña y es necesario que yo lo diga. Vete a Inglaterra, dijo Silva, allá podrás decirlo cuantas veces quieras, tendrás un montón de lectores. Pereira se terminó el último bocado de su filete. Me voy a la cama, dijo, Inglaterra está demasiado lejos. ¿No tomas postre?, dijo Silva, a mí me apetece un trozo de tarta. Los dulces me sientan mal, dijo Pereira, me lo ha dicho el cardiólogo, y además estoy cansado del viaje, gracias por haber ido a recogerme a la estación, buenas noches y hasta mañana.