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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico, Romántico

Sputnik, mi amor (19 page)

BOOK: Sputnik, mi amor
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El teléfono suena por las noches. Alarga la mano y agarra el auricular. «
Allô?
», dice. Cuelgan. Se repite lo mismo varias veces. «Debe de ser Fernando», piensa. Pero no tiene una sola prueba. ¿Cómo puede saber su número de teléfono? El aparato es un modelo antiguo, no puede desconectarse. Myû no logra dormir bien. Empieza a tomar somníferos. Pierde el apetito.

Desea irse pronto. Aunque, por alguna razón desconocida, no es capaz de arrastrarse fuera de la ciudad. Busca excusas plausibles. Ya ha pagado un mes de alquiler, ha comprado las entradas para los conciertos. Y ha alquilado su apartamento de París durante las vacaciones de verano. «No voy a echarme atrás ahora», se dice. «Además, en realidad tampoco ha sucedido nada. No he sufrido ningún daño concreto. Quizá sólo se trate de excesiva susceptibilidad por mi parte».

Cena siempre en un pequeño restaurante del barrio. Hace quince días que vive en la ciudad. Después de cenar le apetece respirar, por primera vez desde hace tiempo, el aire fresco de la noche y emprende un largo paseo. Va de una calle a otra sumida en sus pensamientos. Se encuentra ante la entrada del parque de atracciones. El parque donde está la noria. Música animada, voces que invitan a la gente a pasar, gritos alborozados de los pequeños. Casi todos los visitantes son familias o parejas de la zona. Myû recuerda cuando, de pequeña, su padre la llevaba al parque de atracciones. Aún hoy recuerda el olor de la chaqueta de su padre el día que subieron juntos a las tazas de café. Mientras duró la atracción, Myû no soltó la manga de la chaqueta de su padre. Aquel olor era el signo del remoto mundo de los adultos, y para la pequeña Myû era un símbolo de seguridad. Piensa en su padre con nostalgia.

Compra una entrada porque, de pronto, le parece divertido, entra en el parque de atracciones. Hay muchas casetas, muchos tenderetes. Una barraca de tiro al blanco. Exhibición de serpientes. El puesto de una adivina. Una mujer ante una bola de cristal llama a Myû haciéndole señas. «
Mademoiselle,
venga. Es muy importante. Su destino está a punto de dar un gran giro», dice la mujerona. Myû sonríe y pasa de largo.

Compra un helado y se sienta en un banco a comérselo mientras mira cómo la gente va y viene. Sus pensamientos siguen en un lugar muy alejado de aquel bullicio. Un hombre se le acerca y empieza a hablarle en alemán. Ronda los treinta, es de escasa estatura, rubio, lleva bigote. Es el tipo de hombre al que le sienta bien un uniforme. Ella hace un gesto negativo con la cabeza, sonríe, señala el reloj. «Tengo una cita», dice en francés. Se da cuenta de que su voz es más aguda y seca que de costumbre. El hombre no añade nada más, esboza una sonrisa incómoda, alza ligeramente la mano en ademán de saludo y se va.

Myû se levanta y empieza a vagar sin rumbo. Alguien lanza un dardo, un globo estalla. Un oso baila con estrépito. El órgano toca
El Danubio Azul
. Levanta la vista, ve cómo la noria gira despacio en el cielo. «Voy a subir», piensa. «Desde arriba miraré mi apartamento. Al revés de como hago siempre.» Dentro del bolso lleva unos pequeños anteojos. Los había metido para ver el escenario en el festival de música un día que su asiento estaba lejos, en el césped, y allí se han quedado. Son pequeños, ligeros, pero muy potentes. Con ellos podrá ver bastante bien el interior de la habitación.

Compra un billete en la taquilla, frente a la noria.

—Señorita, estamos a punto de cerrar —le dice el viejo vendedor. Masculla estas palabras con la cabeza gacha, casi para sí mismo. Y sacude la cabeza—. Esto se acaba. Es la última vuelta. Girará una vez más y ya está.

Una barba blanca le cubría el mentón. Una barba manchada de nicotina. Tosió. Tenía las mejillas enrojecidas como si, durante largo tiempo, las hubiese azotado el viento del norte.

—Ya está bien. Con una vez es suficiente —dice Myû. Compra el billete y sube a la plataforma. Parece que va a ser la única pasajera. Por lo que alcanza a ver, dentro de las cabinas tampoco hay nadie. Sólo una multitud de cabinas vacías dando vueltas ociosamente en el cielo, una vez tras otra. Como si el mundo se aproximara a un final desleído.

Monta en una cabina roja, toma asiento en el banco, el viejo se acerca, cierra la puerta, echa la llave. Quizá sea por seguridad. La noria empieza a elevarse hacia el cielo, tambaleándose, como un animal viejo. La multitud de casetas apiñadas a su alrededor empequeñecen bajo sus ojos. Las luces de la ciudad emergen en la oscuridad de la noche. A la izquierda se ve el lago. Las lamparillas de los botes que flotan en el lago están encendidas y se reflejan dulcemente en la superficie del agua. En la lejanía, las luces de los pueblos se esparcen por la ladera de la montaña. Su belleza le oprime el corazón en silencio.

Empieza a aparecer la zona donde ella vive, en la cima de la colina. Myû enfoca los anteojos, busca su apartamento con la mirada. Pero no es tan sencillo encontrarlo. La noria se acerca rápidamente a la cumbre. Debe apresurarse. Myû, frenética, va enfocando a izquierda y derecha, arriba y abajo, e intenta encontrar su casa. Pero en la ciudad hay demasiados edificios parecidos. La noria culmina la ascensión e inicia fatalmente el descenso. Myû, por fin, descubre el edificio que busca. ¡Es aquél! Pero hay más ventanas de lo que esperaba. La mayoría de gente las mantiene abiertas para que entre el aire del verano. Ella desplaza sus anteojos de una ventana a otra y, finalmente, localiza la segunda ventana por la derecha del segundo piso. Pero, para entonces, la noria ya se aproxima al suelo. Los muros de las casas le obstruyen la visión. ¡Qué lástima! Un poco más y habría podido atisbar el interior de su apartamento.

La noria se aproxima al suelo. Despacio. Se dispone a abrir la puerta y bajar. Pero la puerta no se abre. Recuerda que está cerrada con llave. Busca con la mirada al viejo de la taquilla. Pero éste no aparece. Las luces de la taquilla están apagadas. Va a llamar a alguien. Pero no se ve a nadie a quien pueda avisar. La noria emprende de nuevo la ascensión. «¿Qué hago ahora?», piensa. Suspira. «¿Qué debe de haber pasado? Seguro que el viejo ha ido al lavabo o a algún otro sitio y se le ha pasado el tiempo. No me queda más remedio que dar otra vuelta».

«No está mal», se dice. Le basta con pensar que gracias a que aquel pobre hombre chochea, podrá dar una vuelta de más. «Esta vez sí voy a localizar mi apartamento», decide Myû. Sujeta los anteojos con ambas manos y se asoma a la ventanilla. Como ya conoce la dirección y la posición aproximadas, esta vez encuentra la ventana sin dificultad alguna. La ventana está abierta y la luz encendida (detestaba volver a una habitación a oscuras y tenía, además, la intención de regresar en cuanto acabara de cenar).

Contemplar la habitación donde vives desde lejos con unos anteojos tiene algo de extraño. Te sientes incluso culpable por estar espiándote a ti mismo. Pero yo no estoy ahí. Es algo natural. Sobre la mesita está el teléfono. Si pudiera, me gustaría llamar. Encima de la mesa, hay una carta a medio escribir. Myû querría leerla desde donde está. Pero, como es lógico, no todo se distingue con tanto detalle.

Pronto, la noria alcanza el cenit y emprende el descenso. Baja un poco, pero de súbito se detiene con estrépito. Myû choca violentamente con el hombro contra la pared, los anteojos están a punto de caérsele al suelo. El motor que hace girar la rueda se detiene, un silencio antinatural cae sobre los alrededores. La animada música que hasta hace unos instantes sonaba como telón de fondo ha cesado. Las luces de la mayoría de las casetas se han apagado. Myû aguza el oído. Nada se oye aparte del susurro del viento. Silencio absoluto. Ninguna voz invitando a la gente, ningún chillido alborozado de niño. Al principio le cuesta entender qué ha sucedido. Pronto lo comprende. Me han dejado aquí dentro.

Se inclina por la ventana entreabierta y mira de nuevo hacia abajo. Se da cuenta de que está a una altura formidable. Piensa en gritar. En pedir ayuda. Pero, antes de hacerlo, comprende que nadie la oirá. Es demasiado alto, está demasiado lejos del suelo, su voz es demasiado débil.

«¿Adónde habrá ido el viejo? Seguro que está bebiendo», piensa Myû. Aquel color de cara, su aliento, la voz ronca… No hay duda. «El hombre estaba borracho, ha olvidado que yo he subido a la noria y ha apagado las máquinas. Ahora debe de hallarse en algún lugar, bebiendo cerveza, o ginebra, y volverá a emborracharse y a olvidarse de todo.» Myû se mordió los labios. Quizá no pueda salir de aquí hasta mañana al mediodía. O quizás al atardecer. ¿A qué hora abrían el parque de atracciones? No lo sabía.

Pese a ser pleno verano, las noches en Suiza son frescas. Myû llevaba sólo una delgada blusa y una falda corta de algodón. Empieza a soplar el viento. Myû vuelve a inclinarse por la ventanilla y mira hacia abajo. Hay menos luces encendidas que antes. Parece que los trabajadores del parque han terminado su jornada y se han ido. Lo que no quiere decir que no deba quedarse alguien a vigilar. Respira hondo y grita con decisión: «¡Socorro!». Aguza el oído. Vuelve a intentarlo, una y otra vez. No hay respuesta.

Saca la agenda del bolso, escribe en francés: «Estoy atrapada en la noria del parque de atracciones. ¡Ayúdenme!». Tira la hoja por la ventanilla. El trozo de papel cabalga en el aire. El viento sopla hacia la ciudad, con un poco de suerte caerá allí. Pero, aun suponiendo que alguien la recoja y la lea, ¿se lo creerá? En la hoja siguiente apunta también su nombre y dirección. Así es más creíble. De esta forma, pensarán que es verdad, que no es una gamberrada, ni una broma. Ella va arrancando medias páginas de su agenda, las arroja, una tras otra, al viento.

Luego tiene una idea, saca la cartera del bolso, la vacía, a excepción de un billete de diez francos, y mete dentro un trozo de papel. «Estoy atrapada en la noria, encima de su cabeza. ¡Ayúdeme!», y tira la cartera por la ventana. Cae en vertical, directamente hacia el suelo. Pero no se ve dónde ha aterrizado, ni tampoco ha hecho ningún ruido al dar contra el suelo. En el monedero metió otra nota y también lo arrojó al suelo.

Myû miró su reloj de pulsera. Las agujas marcaban las diez y media. Inspecciona lo que lleva en el bolso. Algo de maquillaje, un espejo, el pasaporte. Gafas de sol. Las llaves del coche de alquiler y del apartamento. La navajita que utilizaba para pelar la fruta. Una bolsa de celofán con tres galletas saladas. Un libro en francés en edición rústica. Cenar, ya ha cenado, así que hasta mañana no pasará hambre. Con el fresco que hace, sed tampoco le dará. Por suerte, tampoco tiene ganas de orinar, de momento.

Se sentó en el banco de plástico, apoyó la cabeza contra la pared. Empezó a hacerse reproches inútiles. ¿Por qué había ido al parque y montado en aquella noria? ¡Ojalá hubiera vuelto directamente a casa tras la cena! De haberlo hecho, ahora estaría en la cama, con un libro, después de haberse dado tranquilamente un baño caliente. Como siempre. ¿Por qué no lo había hecho? Y, además, ¿por qué aquella gente empleaba a un viejo alcohólico irresponsable como aquél?

El viento hacía rechinar la noria. Para impedir el paso del viento, Myû intentó cerrar el ventanuco, pero no tenía suficiente fuerza para subirlo. Desistió y se sentó en el suelo. Se arrepentía de no haberse traído una chaqueta. Al salir de casa había estado dudando si echarse una chaqueta delgada sobre los hombros. Pero la noche estival era muy agradable y el restaurante sólo estaba a tres manzanas de su apartamento. Que encaminaría sus pasos hacia el parque y que montaría en la noria era algo que ni se le había pasado por la cabeza. Todo había ido mal.

Para tranquilizarse, se quitó el reloj de pulsera, el delgado brazalete de plata, los pendientes con forma de concha y los metió en el bolso. Se acurrucó en un rincón. Deseaba dormir de un tirón hasta la mañana siguiente. Por supuesto, no le sería fácil. Sentía frío, inseguridad. De vez en cuando, una fuerte ráfaga de viento hacía temblar de repente la noria. Cerró los ojos y, moviendo levemente los dedos sobre un teclado imaginario, empezó a interpretar la Sonata en
do menor
de Mozart. Sin ninguna razón especial, aún recordaba a la perfección aquella melodía que tocaba de pequeña. Pero, a medio camino del suave declive del segundo movimiento, su cabeza se fue nublando y se durmió.

No sabe cuánto tiempo ha dormido. Pero no debe de ser mucho. Se despertó de repente. De momento, no sabía dónde se encontraba. Luego, gradualmente, recuperó la memoria. «¡Ah, ya! ¡Estoy encerrada en la noria del parque de atracciones!» Sacó el reloj del bolso y lo miró. Era alrededor de medianoche. Myû se sentó en el suelo de madera. Había dormido en una posición extraña y le dolían las articulaciones. Bostezó varias veces seguidas, se desperezó, se frotó las muñecas.

No parecía que fuera a continuar durmiendo y, para distraerse, sacó el libro del bolso y empezó a leer por donde lo había dejado. Se trataba de una novela policiaca nueva que había comprado en la librería de la ciudad. Era una suerte que las luces de la noria permanecieran encendidas toda la noche. Cuando hubo leído unas cuantas páginas, se dio cuenta de que no seguía el hilo del argumento. Los ojos recorrían correctamente las líneas, pero su mente erraba por otros derroteros.

Myû desistió, cerró el libro. Alzó la cabeza, contempló el cielo nocturno. No se veía ninguna estrella, debía de estar encapotado. La luna, en cuarto creciente, también estaba velada. Debido a la iluminación, su cara se reflejaba de un modo extrañamente nítido en el cristal encastado de la ventana. Myû permaneció largo tiempo inmóvil contemplando su rostro. «También esto acabará un momento u otro», se dijo a sí misma. «Anímate. Cuando haya pasado, seguro que será una historia divertida para contar. ¡Yo encerrada toda la noche en la noria de un parque de atracciones en Suiza!»

Pero ésta no será una historia divertida. La verdadera historia aún ha de empezar.

*

Poco después alcanza los anteojos y se dispone a mirar de nuevo su habitación. Nada ha cambiado. «Es lo normal, ¿no?», piensa. Y sonríe para sí.

Desplaza la vista hacia las ventanas de otros apartamentos. Es más de medianoche, casi todo el mundo duerme. Casi todas las ventanas están a oscuras. Pero algunos todavía no se han acostado, la luz permanece encendida. Los inquilinos de los pisos bajos han corrido, precavidos, las cortinas. Pero los que viven en los pisos altos, libres de la preocupación de que los vean, han descorrido las cortinas para que entre el aire fresco de la noche. Sus vidas cotidianas transcurren dentro de sus hogares, en silencio, sin reservas. (¿Quién puede imaginar que, a medianoche, hay una persona oculta en la noria con unos anteojos?) Pero a Myû le interesa poco fisgar en la vida privada de la gente. Le parece más emocionante contemplar su habitación vacía.

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