Bañado por la pálida luz de la luna, mi cuerpo carecía de todo hálito de vida, igual que una figurilla de barro. Alguien se ha valido de un maleficio, como los que hacen los hechiceros de las islas de las Indias Occidentales, y ha insuflado mi vida transitoria a ese pedazo de barro. Aquí no existe la llama de la vida verdadera. La vida de mi auténtico yo se encuentra aletargada en alguna parte y una persona sin rostro la ha metido en una bolsa y está a punto de llevársela.
Sentí un escalofrío tan violento que casi me dejó sin respiración. En algún lugar desconocido, alguien estaba reordenando mis células, desatando el hilo de mi conciencia. No tenía tiempo para pensar. Lo único que podía hacer era guarecerme en mi refugio habitual. Me llené los pulmones de aire y me sumergí en el mar de mi conciencia. De cuatro enérgicas brazadas bajé a través de la pesada agua hasta el fondo y me abracé con fuerza a una gran piedra que había allí. Para intimidar al intruso, el agua presionaba con fuerza mis tímpanos. Cerré los ojos, contuve la respiración, resistí. Una vez te decides, no es difícil. Enseguida te acostumbras a la presión del agua, a la falta de aire, a las heladas tinieblas, a las señales que emite el caos. Era un acto que yo dominaba bien, pues lo había repetido una y otra vez desde niño.
El tiempo avanzaba y retrocedía, se entrelazaba, se hundía, se reordenaba. El mundo se expandía sin fin y, al mismo tiempo, estaba limitado. Algunas imágenes nítidas —sólo imágenes— pasaban sin hacer ruido por el oscuro pasillo y desaparecían. Como medusas, como almas flotantes. Evité posar los ojos en ellas. Seguro que si hacía ademán de mirarlas, aunque sólo fuera un instante, cobrarían sentido de inmediato. El sentido se une a la temporalidad, la temporalidad me empuja con fuerza hacia la superficie del agua. Sellé mi mente, dejé que pasaran en procesión.
No sé cuánto tiempo permanecí de ese modo. Pero cuando volví a la superficie, abrí los ojos y respiré en silencio, la música ya había cesado. Al parecer, la misteriosa interpretación musical había llegado a su fin. Agucé el oído. No se oía nada. No se oía nada
en absoluto
. Ni música, ni voces, ni el susurro del viento.
Quise ver qué hora era, pero no llevaba el reloj de pulsera. Me lo había dejado a la cabecera de la cama.
Al mirar hacia el cielo, vi que había aumentado el número de estrellas. O tal vez fueran imaginaciones mías. Incluso tuve la impresión de que el cielo mismo se había convertido en una cosa distinta. Aquella extraña sensación de disociación se había esfumado. Me desperecé, doblé los brazos, los dedos de las manos. No me sentía extraño. Sólo los costados de mi camisa estaban algo fríos, empapados en sudor.
Me incorporé sobre la hierba y reanudé la ascensión. Habiendo llegado a esa altura, quería proseguir hasta la cima. Quería comprobar si quedaba algún indicio de que hubiera habido música. Llegué a la cumbre en cinco minutos. Al pie de la ladera sur, por donde había subido, se divisaban el mar, el puerto y la ciudad dormida. Unas pocas farolas iluminaban, a trechos, el paseo marítimo. Al otro lado de la montaña, las sombras se extienden en lo que alcanza la vista. No hay ni una sola luz. Al aguzar la mirada vislumbré, mucho más allá, otra cresta flotando bajo la luz de la luna. A lo lejos, la oscuridad era aún más profunda. No hay indicio alguno de que, hace poco, se haya celebrado una animada fiesta.
Ahora ya no estoy seguro de haber oído realmente la música. En el fondo de mis oídos aún resuena aunque muy poco. Pero conforme pasa el tiempo la certeza es cada vez menor. Quizá no haya existido nunca. Quizá fuera una ilusión y mis oídos captasen por error algo que pertenecía a un espacio y a un tiempo completamente distintos. ¿Quién podía reunirse a la una de la madrugada en la cima de una montaña y tocar música allí arriba?
Alcé la vista hacia la cumbre. La luna me pareció asombrosamente cercana, feroz. Una salvaje bola de piedra con la piel carcomida por el violento paso del tiempo. Las siniestras sombras de formas diversas que flotaban en su superficie eran células cancerígenas ciegas alargando sus tentáculos hacia el calor de la vida. La luz de la luna distorsionaba todo sonido, borraba todo significado, extraviaba todo pensamiento. A Myû la había hecho presenciar su segundo yo. Se había llevado el gato de Sumire. La había hecho desaparecer a ella. A mí me había conducido hasta allí con una música que (probablemente) no había existido jamás. Ante mis ojos se extendía una oscuridad sin fondo y a mis espaldas había un mundo de pálida luz. Yo estaba en lo alto de una montaña, en un país extranjero, expuesto a la luz de la luna. ¿No estaría planeado todo meticulosamente desde un principio? No pude evitar que me asaltara la duda.
Volví a la casa, bebí un poco del brandy de Myû, y me dispuse a dormir. Pero no pude. Ni siquiera pude echar una cabezada. Hasta que empezó a clarear por el este me asediaron, implacables, la luna, la gravedad y los susurros.
Me imaginé a los gatos encerrados en el piso, medio muertos de hambre. Aquellos blandos, pequeños carnívoros. Yo —mi yo real— estaba muerto, ellos estaban vivos. Vi cómo devoraban mi carne, roían mi corazón, chupaban mi sangre. Aguzando el oído podía sentir cómo, en algún lugar remoto, los gatos sorbían mis sesos. Tres gatos de movimientos flexibles rodeaban mi cráneo partido y chupaban la densa sopa gris que contenía. Sus lenguas rojas y ásperas lamían con deleite cada pliegue de mi conciencia. Y, a cada lametón, mi mente vacilaba y se iba diluyendo como la neblina.
No descubrimos qué había sido de Sumire. Tomando prestadas las palabras de Myû: se había desvanecido como el humo.
Dos días después, Myû volvió a la isla en el ferry de antes del mediodía. La acompañaba un miembro del cuerpo consular japonés y un oficial de la policía griega encargado de asuntos turísticos. Colaboraron con la policía local, se llevó a cabo una investigación a gran escala. En la prensa griega aparecieron grandes fotografías de Sumire, sacadas de su pasaporte, y se recabó información. Como resultado de ello, no pocas personas se pusieron en contacto con la policía o con los periódicos, pero, desgraciadamente, ninguna aportó pistas válidas. Casi toda la información hacía referencia a terceros.
También los padres de Sumire fueron a la isla. Aunque, cuando ellos llegaron, yo ya me había ido. El curso estaba a punto de empezar y, ante todo, a mí no me apetecía encontrarme allí con ellos. Los medios de comunicación japoneses, por otro lado, recogieron el suceso de la prensa griega y se pusieron en contacto con el consulado japonés y con la policía local. Le anuncié a Myû que debía regresar a Tokio. Permanecer más tiempo en la isla ya no ayudaría en nada a encontrar a Sumire.
Myû asintió.
—Que hayas estado aquí —dijo— ha representado para mí una gran ayuda. Te lo digo de corazón. Si no hubieras venido, me habría hundido hace tiempo. Pero ahora ya está. A los padres de Sumire se lo explicaré lo mejor que pueda. De los medios de comunicación también puedo encargarme yo. Así que ahora ya no tienes por qué preocuparte. Tampoco tenías, de buen principio, ninguna responsabilidad en el asunto. Cuando hace falta, puedo ser muy fuerte. Además, estoy acostumbrada a despachar trámites y asuntos prácticos.
Me acompañó hasta el puerto. Volví a Rodas en el ferry de la tarde. Hacía diez días que Sumire había desaparecido. Al final, Myû me abrazó. Fue un abrazo espontáneo. Durante largo tiempo, en silencio, mantuvo los brazos alrededor de mi espalda. Bajo el cálido sol de la tarde, sentí su piel extrañamente fría. A través de las palmas de las manos, Myû intentaba comunicarme algo. Pude sentirlo. Cerré los ojos y agucé el oído. Pero no era algo que pudiera traducirse en palabras. Tal vez fuese algo que no debía formularse con palabras. Myû y yo, sumidos en el silencio, intercambiamos varias cosas.
—Cuídate —dijo Myû.
—Y tú también —dije yo.
Luego, Myû y yo permanecimos en silencio ante el embarcadero del ferry.
—Quiero que me respondas con sinceridad —me abordó Myû con tono grave cuando me disponía a embarcar—. ¿Crees que Sumire ya no está viva?
Negué con un movimiento de cabeza.
—No tengo ninguna prueba concreta, pero me da la impresión de que Sumire está en alguna parte, viva. Ni siquiera ahora, tanto tiempo después, siento realmente que haya muerto.
Myû cruzó sus bronceados brazos y me miró.
—A decir verdad, yo tampoco. Siento lo mismo que tú. Que Sumire no está muerta. Pero, al mismo tiempo, tengo el presentimiento de que no volveré a verla jamás. Claro que yo tampoco dispongo de pruebas concretas.
No dije nada. El silencio que nos unía llenaba diversos resquicios vacíos. Las diferentes aves marinas cruzaban chillando el cielo sin nubes, y en el café el camarero de siempre servía bebidas con cara somnolienta.
Myû reflexionó unos instantes con los labios firmemente apretados. Luego dijo:
—¿No me odias?
—¿Porque Sumire haya desaparecido?
—Sí.
—¿Y por qué habría de odiarte?
—No lo sé. —En su voz se traslucía una especie de cansancio contenido durante largo tiempo—. Tengo la impresión de que no es sólo a Sumire a quien no volveré a ver. Que tampoco te veré a ti jamás. Por eso te lo pregunto.
—Claro que no te odio —respondí.
—Pero, en el futuro, vete a saber, ¿no es así?
—Yo no odio de ese modo a la gente.
Myû se quitó el sombrero, se arregló el flequillo, se lo volvió a poner. Me miró con ojos deslumbrados.
—Eso seguro que es porque no esperas nada de nadie —dijo. Sus ojos eran profundos y límpidos como las tinieblas del anochecer en que nos habíamos conocido—. No es mi caso. Pero tú a mí me gustas. Mucho.
Y nos separamos. Myû permaneció de pie en el extremo del malecón, despidiéndome, mientras el barco retrocedía, enfilaba con la popa la salida del puerto y, luego, lentamente, levantando espuma con las hélices, iba virando en redondo, como si se retorciera. La figura de Myû, de pie en el pequeño puerto de aquella isla griega, con su vestido blanco ceñido y sujetándose de vez en cuando el sombrero para que no se lo llevara el viento, era tan efímera y adecuada que no parecía real. Apoyado en cubierta, no pude apartar los ojos de ella. Por un instante, el tiempo se detuvo y esa imagen quedó impresa, con toda nitidez y para siempre, en las paredes de mi memoria.
Sin embargo, cuando el tiempo reanudó su marcha, la imagen de Myû se fue empequeñeciendo poco a poco, se convirtió en un punto borroso y, al fin, se fundió en la calina. La ciudad se fue alejando, las siluetas de las montañas se desdibujaron y, al fin, la isla entera desapareció como si se fundiera en el halo de luz. Aparecieron otras islas y, también ellas, de igual forma, desaparecieron. Poco después, tuve la sensación de que nada de lo que dejaba atrás había existido nunca.
Quizá debería haberme quedado con Myû. Lo pensé. ¡Qué importaba el nuevo curso! Debería haber permanecido en la isla, alentar a Myû, hacer todo lo posible para encontrar a Sumire y, de suceder algo malo, estrecharla fuertemente entre mis brazos. Creo que Myû me necesitaba y yo, en algún sentido, también la necesitaba a ella.
Myû había cautivado mi corazón con una fuerza extraña.
Lo descubrí mientras, desde cubierta, miraba cómo su silueta desaparecía en la distancia. Quizás a aquello no pudiera llamársele amor, pero sí era algo parecido. Sentía cómo innumerables hilos se me enrollaban, apretando, alrededor del cuerpo. Incapaz de sosegarme, me senté en un banco de cubierta, apoyé la bolsa de plástico del gimnasio sobre las rodillas y me quedé contemplando indefinidamente la blanca y recta estela que el barco dejaba tras de sí. Unas gaviotas seguían el ferry como si se aferraran a él. El tacto de la pequeña palma de la mano de Myû permanecería en mi espalda para siempre como la sombra de un espíritu.
Pensaba volver directamente a Tokio, pero la reserva del avión que había hecho el día anterior quedó cancelada y tuve que pasar una noche en Atenas. Subí al pequeño autobús que la compañía aérea puso a nuestra disposición para llevarnos a un hotel de la ciudad. Se trataba de un hotelito muy simpático, cerca de Plaka, aunque, atestado como estaba de turistas alemanes en un viaje organizado, era terriblemente ruidoso. No tenía nada especial que hacer, así que paseé por la ciudad, compré algunos
souvenirs
no destinados a nadie en particular y, al atardecer, subí solo a la Acrópolis. Me tumbé sobre una roca plana y, mientras el viento soplaba sobre mí, contemplé los blancos templos que se dibujaban de forma vaga en la azulada penumbra. Una escena bellísima, de ensueño.
Pero yo sólo sentía una soledad profunda, indescriptible. Sin darme cuenta, el mundo que me rodeaba había perdido definitivamente sus colores. Desde aquella cima mísera de ruinas vacías de sentimientos pude vislumbrar mi propia vida extendiéndose hasta un futuro remoto. Se asemejaba a las desoladas escenas de planetas deshabitados que aparecían en las ilustraciones de las novelas de ciencia ficción que leía de pequeño. No había ninguna señal de vida. Los días eran todos terriblemente largos, la temperatura de la atmósfera era o tórrida o gélida. El vehículo que me había llevado hasta allí había desaparecido sin que yo me diera cuenta. No podía ir a ninguna otra parte. Lo único que podía hacer era ir sobreviviendo en aquel lugar valiéndome de mis propias fuerzas.
Comprendí de nuevo lo importante, lo irreemplazable que era Sumire para mí. De una manera que sólo ella conocía lograba mantenerme ligado a este mundo. Cuando la veía y hablaba con ella, cuando leía sus textos, mi mente se expandía en silencio y era capaz de vislumbrar escenas que jamás había visto. Ella y yo podíamos unir nuestros corazones. Sumire y yo habíamos abierto nuestros corazones y nos los habíamos mostrado, el uno al otro, igual que una pareja joven se desnuda y se muestra sus cuerpos. Eso era algo que no había experimentado jamás en ningún otro lugar ni con ninguna otra persona y, para no malograr este sentimiento —aunque jamás lo habíamos formulado con palabras—, lo tratábamos con un cuidado exquisito.
No compartir el placer físico con ella fue para mí, no hace falta decirlo, algo muy amargo. De haber sido posible, ambos habríamos sido, sin duda, más felices. Pero eso sobrepasaba mis fuerzas, era algo como el flujo y reflujo de las mareas o el cambio de las estaciones, algo que yo no podía alterar. En este sentido, tal vez estuviésemos destinados a no ir a ninguna parte. Por más sensata, serena y reflexiva que fuese la manera en que Sumire y yo salvaguardáramos nuestra sutil relación de amistad, ésta no podía continuar para siempre. No teníamos más que un callejón sin salida que alargábamos tanto como podíamos. Y eso era evidente.