Hizo una pausa, dándome tiempo a que asimilara los pormenores. Seguía mirándome fijamente, yo no desviaba la mirada.
—Además, hay otra cosa. Los objetos que roba. No hay nada bonito. La primera vez eran quince portaminas. Por valor de nueve mil setecientos cincuenta yenes. La segunda vez, ocho compases. Por valor de ocho mil yenes. Es decir, que siempre coge un solo tipo de cosas. No son para usarlas él. O roba por el gusto de hacerlo, o bien para venderlo luego a sus compañeros de colegio.
Intenté imaginar al Zanahoria forzando, durante el recreo, a comprar grapadoras robadas a sus compañeros. Una suposición sencillamente descabellada.
—No acabo de entenderlo —dije—. ¿Por qué habrá hurtado de un modo tan ostensible, siempre en la misma tienda? Al no ser la primera vez, es de esperar que se acuerden de él y que lo vigilen. Además, si lo atrapan, el castigo será mayor. De querer salirse con la suya, ¿no sería normal que se hubiese ido a otra tienda?
—A eso no puedo responderle. Tal vez también lo haya hecho en otros establecimientos. O quizá le guste más el nuestro. O, tal vez, no le guste mi cara. Yo sólo soy un guardia de supermercado. No le doy tantas vueltas a las cosas. Tampoco me pagan por ello. Si quiere usted una respuesta, ¿por qué no se lo pregunta directamente a él? Ya llevamos tres horas aquí y el niño aún no ha abierto la boca. A simple vista, parece un niño tranquilo, pero es de cuidado. Por eso le he pedido a usted que viniera. Lamento haberle molestado en un día de fiesta.
»…Por cierto, hay algo que me estoy preguntando desde hace rato. Luce usted un bronceado muy bonito. No tiene nada que ver con el asunto que nos ocupa, pero ¿ha ido usted a algún sitio durante las vacaciones de verano?
—No, a ningún lugar en especial —dije.
A pesar de ello, continuó escudriñándome la cara. Con ojos de pensar que yo era una parte importante del problema.
Volví a alcanzar una grapadora y la examiné con atención. Era una pequeña grapadora de las que se encuentran en cualquier casa, en cualquier despacho. Un artículo de oficina todo lo barato que podía ser. El guardia se puso un Seven Star entre los labios y lo encendió con un mechero de gran tamaño. Se volvió hacia un lado y soltó una nube de humo.
Me dirigí al niño y le pregunté en tono calmado.
—¿Por qué has robado las grapadoras?
El Zanahoria, que había estado todo el rato con los ojos clavados en el suelo, levantó la vista en silencio y me miró. Pero no dijo nada. En aquel instante, me di cuenta, por primera vez, de que su cara había cambiado por completo. Extrañamente inexpresiva, los ojos vacíos. Mirada perdida.
—¿Te ha obligado alguien a hacerlo?
El Zanahoria siguió sin responder. Dudaba, incluso, de que me hubiera comprendido. Desistí. Nada sacaría interrogándolo allí, en aquel momento. El niño ya había cerrado las puertas, atrancado las ventanas.
—¿Y cómo debemos actuar entonces, señor profesor? —me preguntó el guardia—. Mi trabajo consiste en hacer la ronda por el interior del establecimiento, en vigilar por los monitores, en traer aquí a los que descubro robando. Para eso me pagan. Qué hacer después es otro asunto. Y difícil de llevar, sobre todo cuando se trata de un niño. ¿Ha decidido cómo vamos a resolver esto, señor profesor? Un profesor debe de saberlo mejor que yo. ¿O prefiere que lo dejemos todo en manos de la policía? Para mí sería lo más cómodo. Así no tendríamos que perder medio día en pulsos inútiles.
A decir verdad, en aquellos instantes yo estaba medio pensando en otra cosa. Aquella mísera oficina de supermercado me había recordado la policía de la isla griega y no pude evitar pensar en Sumire. En su ausencia.
Por eso, cuando el hombre se dirigió a mí, al principio no comprendí de qué me estaba hablando.
—Se lo contaré todo a su padre y él lo reñirá severamente. Le haremos entender que hurtar en un supermercado es un delito. No volverá a molestarlo jamás —dijo la madre con una voz carente de modulación.
—Es decir, que lo que usted no quiere es que se haga público. Eso ya me lo ha repetido muchas veces —dijo el jefe de seguridad con una terrible voz de aburrimiento. Golpeó el cigarrillo contra el borde del cenicero, hizo caer la ceniza. Luego se volvió hacia mí—: Pero, desde mi punto de vista, tres veces son demasiadas. Eso han de pararlo en algún lugar. ¿Qué opina usted, señor profesor?
Respiré hondo, arrastré mi conciencia hasta el mundo real. Las ocho grapadoras y la tarde de un domingo de septiembre.
—No puedo decirle nada sin hablar antes con el niño. Hasta ahora jamás había ocasionado ningún problema. Tonto no es. En este momento, no puedo ni imaginar por qué habrá hecho algo tan absurdo. Pienso hablar con él despacio. De este modo, seguro que doy con alguna explicación. Siento muchísimo las molestias que les ha ocasionado.
—Oiga, hay algo que no entiendo —dijo el guardia entrecerrando los ojos detrás de las gafas—. Este niño, Shinichi Nimura, está en su clase, ¿verdad? Lo que significa que usted debe de verlo cada día, ¿no es así?
—Exacto.
—Está en cuarto. Es decir, que va a su clase desde hace un año y cuatro meses, ¿me equivoco?
—No, lo tengo desde tercero.
—¿Cuántos alumnos tiene usted en clase?
—Treinta y cinco.
—Entonces usted habrá podido observarlos a todos con atención. Pero jamás se ha imaginado que este niño pudiera ocasionar problemas. Jamás ha visto una sola señal.
—Así es.
—Un momento. Este niño, por lo que yo sé, en sólo medio año ha robado tres veces en el supermercado. Siempre está solo. No es que alguien le diga: «¡Ve! ¡Hazlo!». Tampoco es que lo necesite. Ni se trata de un impulso momentáneo. Tampoco lo hace por el dinero. Por lo que su madre dice, le dan para gastos más dinero del que el niño necesita. Lo hace a sabiendas. Roba por robar. En resumen: es obvio que este niño tiene un «problema». ¿Y dice usted que no ha visto ninguna señal?
—Yo, como profesor, puedo decirle que un acto como el hurto habitual en las tiendas, especialmente en el caso de niños, más que un delito suele ser producto de una sutil desviación emocional. Por supuesto, si yo lo hubiera observado con más atención, quizá me habría dado cuenta de ello. Es algo sobre lo que tendré que reflexionar. Sin embargo, estas desviaciones son muy difíciles de detectar a simple vista. Además, si sólo se tiene en cuenta el hecho en sí y se les castiga, no se curan. Hay que descubrir la causa fundamental y tratarla adecuadamente. Si no se hace así, más adelante el problema puede manifestarse de forma distinta. No son pocas las veces que, robando, los niños nos envían algún mensaje y, aunque tal vez no sea el camino más rápido, la única manera de solucionarlo es hablar despacio con el niño.
El guardia aplastó el cigarrillo y estuvo observándome sin apartar los ojos largo tiempo como si fuera un extraño animal. Los dedos que apoyaba sobre la mesa eran terriblemente gruesos. Parecían diez seres vivos obesos cubiertos de pelo negro. Al verlos, sentí que me asfixiaba.
—Esto que dice, ¿lo ha aprendido en las clases de pedagogía de la universidad, tal vez?
—No necesariamente. Se trata de psicología elemental, lo dice cualquier libro.
—Lo dice cualquier libro —repitió inexpresivo. Luego agarró una toalla y se secó el ancho cuello—. Una
sutil desviación emocional…
¿eso qué diablos significa? Escuche, señor profesor. Como policía he estado tratando, de la mañana a la noche, con personas desviadas de una manera poco sutil. El mundo está lleno de ellas. Hay para dar y tomar. Si tuviese que escuchar detenidamente las historias de toda esa gente y desentrañar cuál es el mensaje, no me bastaría con una docena de cerebros.
Suspiró y volvió a poner la caja con las grapadoras debajo de la mesa.
—Señores, tienen ustedes toda la razón. El corazón de los niños es puro. No se les deben infligir castigos corporales. Los seres humanos son todos iguales. No se puede juzgar a nadie por sus notas. Hay que resolverlo todo hablando con calma. No, si no me importa. Pero, oiga, ¿cree que así el mundo irá mejorando poco a poco? Yo no lo creo. El mundo irá, por el contrario, cada vez peor. Y no es cierto que todos los hombres sean iguales. Jamás había oído cosa semejante. Mire, sólo en un país tan pequeño como Japón se apretujan ciento diez millones de personas. Haga que todas ellas sean iguales. Inténtelo. Será un infierno.
»Es muy fácil decir palabras bonitas. Basta con cerrar los ojos, fingir no ver las cosas, ir dejando los problemas para más tarde. No levantéis la alfombra, dad a cada niño su diploma cantando una canción de despedida y, ¡ya está!, todos felices. Un robo en una tienda es el mensaje de un niño. Y después ya veremos. Así es más cómodo. ¿Y quién sacará luego las castañas del fuego? ¡Nosotros! ¿Cree que nos gusta hacerlo? Ustedes ponen cara de estar pensando que, total, son sólo seis mil ochocientos yenes, pero pónganse en el lugar de la persona a quien roban. Aquí trabajan cien personas y a todas ellas les afecta la diferencia de uno o dos yenes en el precio de algo. Al cerrar caja, si hay una diferencia de cien yenes, tienen que quedarse hasta que cuadren los números. ¿Sabe usted cuánto ganan las mujeres de las cajas registradoras? ¿Por qué no les enseña eso a sus alumnos?
Yo callaba. Ella también callaba. El niño también callaba. Y también enmudeció el jefe de seguridad, cansado de hablar. En la otra habitación sonó brevemente el teléfono, alguien descolgó.
—¿Qué sugiere que hagamos entonces?
—¿Qué le parece colgarlo por los pies del techo con una cuerda hasta que pida disculpas? —dije.
—No estaría mal. Pero, como usted sabe, si lo hiciéramos, nos despedirían. A usted y a mí.
—Entonces, la única solución que queda es hablar con el niño, despacio, con paciencia. No tengo más que decir.
Alguien entró de la habitación vecina sin llamar.
—Señor Nakamura, déjeme la llave del almacén.
El «señor Nakamura» registró durante unos instantes el cajón de su mesa, pero no la encontró.
—No está —dijo—. ¡Qué raro! Si siempre la pongo aquí.
Su interlocutor le informó de que se trataba de un asunto importante, que era imprescindible encontrar la llave. Por su manera de hablar, colegí que era una llave muy importante y que, en realidad, no debía estar allí. Volvieron del revés los cajones de la mesa, pero la llave no apareció.
Mientras tanto, los tres permanecimos en silencio. Ella me miraba de vez en cuando con ojos suplicantes. El Zanahoria seguía inexpresivo, con los ojos clavados en el suelo. A mí me asaltaban todo tipo de pensamientos deshilvanados. Hacía un calor horroroso.
El hombre que necesitaba la llave desistió y se fue refunfuñando.
—Ya es suficiente —dijo, volviéndose hacia nosotros, el jefe de seguridad Nakamura con voz mecánica e inexpresiva—. Lamento haberles robado su tiempo. Lo dejo todo en manos del señor profesor y de la madre. Pero si vuelve a suceder otra vez, ¿me oyen?, entonces no se solucionará todo tan fácilmente. ¿Entienden lo que quiero decir? A mí, ¿saben?, no me gustan las complicaciones. Pero el trabajo es el trabajo.
Ella asintió, yo también. El Zanahoria parecía no haber oído nada. Cuando me levanté del asiento, los dos me imitaron temblorosos.
—Una última cosa —dijo el guardia, todavía sentado, levantando los ojos hacia mí—. Quizá sea descortés por mi parte hablar así, pero en fin. ¿Sabe? Al mirarlo a usted, hay algo que no me convence. Usted es joven, alto, simpático, luce un bonito bronceado, es una persona lógica. Todo lo que usted dice tiene sentido. Seguro que agrada mucho a los padres de sus alumnos. Sin embargo…, no sé expresarlo bien, pero, desde el primer momento que lo he visto, hay algo en usted que me inquieta. Hay algo que no acabo de entender. No es nada personal contra usted, así que no se enfade. Simplemente, hay algo que me molesta. ¿Qué debe de ser?
—Me gustaría hacerle una pregunta personal, ¿le importa? —dije.
—Adelante.
—Suponiendo que los hombres no fuesen iguales, ¿dónde se colocaría usted?
El jefe de seguridad Nakamura dio una profunda calada al cigarrillo y, luego, exhaló el humo muy despacio, como si obligara a alguien a hacer algo.
—No lo sé. Pero no se preocupe. Al menos no sería en el mismo lugar que usted.
Ella había dejado su Toyota Celica rojo en el aparcamiento del supermercado. La llamé aparte y le pedí que volviera a casa sola. Que quería hablar con el niño. Y que después lo acompañaría a casa. Ella asintió. Iba a decir algo, pero, al final, entró en el coche en silencio, sacó del bolso las gafas de sol y puso el motor en marcha.
Cuando se hubo ido, entré con el Zanahoria en una cafetería de aspecto alegre que descubrí por allí cerca. Suspiré de alivio al sentir el aire acondicionado y pedí un té con hielo para mí y un helado para el niño. Me desabroché el botón del cuello de la camisa, me quité la corbata y me la guardé en el bolsillo de la americana. El Zanahoria, como era de esperar, seguía sumido en el mutismo. Ni su mirada ni su expresión habían cambiado desde que había salido de la oficina de seguridad. Parecía llevar mucho tiempo abstraído. Con sus pequeñas manos sobre las rodillas, miraba hacia el suelo como si quisiera ocultar el rostro. Me tomé el té con hielo, pero el Zanahoria no tocó el helado. Ni siquiera parecía darse cuenta de que el helado se estaba deshaciendo en el plato. Permanecimos largo tiempo el uno frente al otro en silencio, como un matrimonio cuyas relaciones se han enfriado. La camarera ponía cara de apuro cada vez que tenía que acercarse a la mesa.
—¡Qué cosas pasan! —exclamé mucho después. No es que pretendiera empezar a hablar. Las palabras me salieron espontáneamente del corazón.
El Zanahoria levantó la cabeza despacio y me miró. Pero no dijo nada. Cerré los ojos, suspiré, enmudecí un rato.
—Aún no se lo he contado a nadie, pero este verano he estado en Grecia —dije—. Sabes dónde está Grecia, ¿verdad? Vimos un vídeo en clase de ciencias sociales. Está en el sur de Europa, en el Mediterráneo. Hay muchas islas, allí se recolecta la aceituna. En el año 500 a.C. la civilización clásica estaba en su apogeo. En Atenas nació la democracia y Sócrates tomó un veneno y murió. Pues allí he ido yo. Es un lugar muy hermoso. Pero no he ido de vacaciones. Una amiga mía desapareció en una de aquellas islas y yo fui a buscarla. Por desgracia, no he podido encontrarla. Ha desaparecido, sin más. Como el humo.
El Zanahoria abrió un poco la boca y me miró directamente a la cara. Su rostro seguía careciendo de expresión, pero en sus ojos volvía a brillar una débil luz. Me estaba escuchando.