Read Star Wars Episodio VI El retorno del Jedi Online
Authors: James Kahn
Los héroes de la rebelión han conseguido escapar de la mortífera emboscada tendida por Darth Vader en la ciudad de las nubes. Todos excepto Han Solo.
El intrépido piloto ha sido congelado en carbonita y entregado a Jabba el Hutt, un peligroso criminal que tenía algunos asuntos pendientes con Solo, a quien traslada a un suntuoso palacio en las arenas de Tatooine con propósitos siniestros.
Luke, la princesa Leia y Chewie están dispuestos a rescatar a su amigo a cualquier precio, aun arriesgando sus propias vidas.
Así, el palacio de Jabba empieza a recibir a extraños visitantes...
Sin embargo, los peligros personales se empequeñecen ante el resurgir de una vieja amenaza. En órbita, sobre la luna de Endor, una nueva Estrella de la Muerte está empezando a tomar forma. Su diseño es aún más mortífero que el de la primera, y conforme avanza su construcción, van tomando forma los traicioneros planes del Emperador, que busca convertir al Lado Oscuro de la Fuerza al último y más poderoso de los caballeros Jedi: Luke Skywalker.
James Kahn
El Retorno del Jedi
Star Wars Episodio 6
ePUB v1.1
LittleAngel13.10.11
Título original:
RETURN OF THE JEDI
Traducción: Ernesto Alba
Dirección Editorial: R.B.A. Proyectos Editoriales S.A
Digitalización y Corrección: Mercedes Balda Valenzuela
© Lucasfilm Ltda.. (LFL), 1983
© Editorial Planeta, S.A.
© Por la presente edición, Editorial La Oveja Negra Ltda., 1984
Traducción cedida por Editorial Planeta
ISBN: 84-8280-900-8 (Obra completa)
ISBN: 84-8280-911-3
Hace mucho tiempo en una galaxia lejana, muy lejana...
La inmensa profundidad del espacio. Las tres dimensiones se curvaban sobre sí mismas en pos de la negrura del infinito, una distancia sólo mensurable por las miríadas de centelleantes estrellas que se precipitaban en la sima. Extendiéndose hacia los límites. Hasta el mismísimo abismo.
Las estrellas resumían la historia del Universo. Existían viejos astros anaranjados, enanas azules, amarillentas y gigantescas estrellas gemelas. Existían estrellas de neutrones en destrucción y furiosas supernovas que siseaban en el helado vacío. Existían estrellas nacientes, estrellas pulsantes y estrellas moribundas. Y estaba la Estrella de la Muerte.
En el confín de la galaxia, la Estrella de la Muerte flotaba en órbita estacionaria sobre la verde luna de Endor —una luna cuyo planeta materno hacía tiempo que un cataclismo desconocido lo destruyó—. La Estrella de la Muerte era la estación de combate, erizada de armas, del Imperio. Casi dos veces mayor que su predecesora, destruida años antes por las fuerzas Rebeldes, pero más del doble de poderosa. Sin embargo, aún estaba incompleta. Una semiesfera acerada y lóbrega suspendida sobre el feraz mundo de Endor, los tentáculos de su inacabada superestructura curvándose hacia su viviente compañero como patas de una enorme y mortal araña.
Un Destructor Estelar Imperial se aproximaba a velocidad de crucero a la gigantesca estación espacial. A pesar de su gran tamaño —una ciudad en sí mismo—, se movía con pausada gracia, como un enorme dragón marino. Lo acompañaban docenas de cazas de motores iónicos dobles; aparatos con forma de insectos zumbando entorno a la nave guerrera: explorando, vigilando, aterrizando, reagrupándose.
Silenciosamente se abrió la compuerta principal de la nave. Una pequeña llamarada anunció el salto de una lanzadera Imperial desde las sombras de su silo a la nebulosidad del espacio. Con decidido propósito, la lanzadera se dirigió hacia la inacabada Estrella de la Muerte.
En la cabina de pilotaje, el capitán de la lanzadera y su copiloto efectuaban las últimas comprobaciones y controlaban el descenso. Miles de veces habían realizado las mismas operaciones y, sin embargo, una extraña tensión flotaba en el ambiente. El capitán conectó la radio y habló por el intercomunicador:
—Estación de Control, aquí ST321, clave de espacio Azul. Comenzamos la aproximación, desactiven el escudo protector.
Ruidos parásitos brotaron del receptor, luego sonó la voz del controlador del puerto:
—El escudo protector se desactivará una vez comprobemos su clave de transmisión. Permanezcan a la espera...
En la cabina se hizo de nuevo el silencio. El capitán se mordió los labios, sonrió nerviosamente al copiloto y murmuró ante el intercomunicador:
—Dense la mayor prisa posible, ¡por favor! No se demoren. Él no tiene paciencia alguna...
Evitaron volver la cabeza hacia la cámara de pasajeros, iluminada tenuemente para el aterrizaje. De la zona en penumbra de la cámara provenía un enervante e inconfundible sonido de respiración mecánica.
En la sala de control de la Estrella de la Muerte, los operarios se movían entre consolas y paneles que controlaban todo el tráfico espacial del área, autorizaban planes de vuelo y permitían sólo a ciertos vehículos el acceso a determinadas zonas.
El controlador del escudo miró con alarma su panel. La pantalla mostraba la luna de Endor, la propia estación de combate y el flujo de energía —el escudo protector— procedente de la luna y que rodeaba a la Estrella de la Muerte. En ese preciso instante se abrió una brecha en el flujo energético y se formó un canal por el que la lanzadera Imperial voló, sin impedimentos, hacia la masiva estación espacial.
El controlador del escudo, no sabiendo cómo proceder, llamó en seguida al oficial de control.
— ¿Qué sucede? —preguntó el oficial
—Esa lanzadera posee un rango de alta prioridad. —El controlador intentaba disimular el temor en su voz adoptando un tono escéptico.
El oficial observó un instante la pantalla antes de darse cuenta de quién viajaba en la lanzadera.
¡Vader! —se dijo.
A grandes pasos, el oficial fue hacia los ventanales de observación y volvió apresuradamente. La lanzadera efectuaba la última maniobra de aproximación. Se giró hacia el controlador.
—Informe al comandante que la lanzadera de lord Vader acaba de llegar.
La lanzadera se posó suavemente, empequeñecida por los cavernosos límites del muelle de embarque. Cientos de soldados formaban alineados en torno a la rampa de descenso. Tropas de asalto Imperiales con sus blancas armaduras, oficiales vestidos de gris y la élite —uniformada de rojo— de la Guardia Imperial. Todos se pusieron firmes al entrar Moff Jerjerrod.
Jerjerrod, alto, delgado, arrogante, era el comandante de la Estrella de la Muerte. Anduvo lentamente a través de las filas de soldados hasta la rampa de la lanzadera. Jerjerrod jamás se apresuraba, ya que la prisa implica el deseo de estar en otra parte y él era un hombre que, de forma inequívoca, estaba exactamente donde quería estar. Los grandes hombres jamás se apresuran —solía decir—; los grandes hombres hacen que otros lo hagan.
Pero a Jerjerrod no le cegaba la vanidad, y una visita, como la del Señor Oscuro, no era ninguna futesa. Por tanto, se inmovilizó frente a la puerta de la lanzadera. Expectante, pero calmo.
Repentinamente, la escotilla de la lanzadera se abrió y los soldados se cuadraron marcialmente. Una espesa negrura fluía de la escotilla, luego retumbaron unos pasos y vibró el inconfundible sonido del respirar eléctrico de una máquina. Por último, Darth Vader, Señor del Reverso Oscuro, apareció en el umbral.
Vader bajó la rampa a grandes zancadas, echando un vistazo a los reunidos, y se plantó frente a Jerjerrod. El comandante saludó inclinando la cabeza y sonrió.
—Lord Vader, éste es un placer inesperado. Nos sentimos honrados por su presencia.
—Evítese los cumplidos, comandante—. Las palabras de Vader resonaban como el eco en el fondo de un pozo—. El Emperador está muy preocupado con sus progresos. Estoy aquí para que usted aplique el ritmo de trabajo adecuado.
Jerjerrod palideció. No esperaba tales nuevas.
—Le aseguro, lord Vader, que mis hombres trabajan todo lo aprisa que pueden.
—Quizá pueda estimular sus progresos con métodos que usted no ha tenido en cuenta —gruño Vader. Por supuesto que tenía sus métodos, todo el mundo lo sabía: métodos y procedimientos escalofriantes.
Jerjerrod mantuvo la voz imperturbable, pero en su ínterin, el fantasma de la prisa pugnaba en su garganta.
—No será necesario, mi Señor. Sin lugar a dudas, la estación será operacional en el plazo previsto.
—Me temo que el Emperador no comparte su optimista valoración del asunto.
—Pero ¡nos pide imposibles! —exclamó el comandante.
—Quizá quiera usted explicárselo cuando él llegue. —El rostro de Vader permanecía oculto tras la letal máscara negra protectora, pero su voz —electrónicamente modulada— rezumaba malignidad.
La palidez de Jerjerrod se intensificó.
—¿Va a venir el Emperador?
—Sí, comandante. Y se disgustará sobremanera si percibe algún retraso en sus planes cuando arribe. —Habló con fuerte voz, propagando la amenaza a todos los que podían oírle.
—Redoblaremos nuestros esfuerzos, lord Vader. —Y, realmente, así lo sentía, porque, en caso de extrema necesidad, ¿no se apresuran incluso los grandes hombres?
Vader disminuyó el volumen de su voz.
—Lo espero, comandante, por su propio bien. El Emperador no tolerará ninguna demora en la aniquilación final de la insurrección Rebelde. Y ahora poseemos informes secretos —añadió, dirigiéndose sólo a Jerjerrod—. La flota Rebelde ha concentrado todas sus fuerzas en una gran y única armada. Es el momento de aplastarlos, sin piedad, de un solo golpe.
Durante un brevísimo instante, la respiración de Vader pareció acelerarse, luego reanudó su ritmo normal. Cómo si se hubiera alzado un viento sepulcral.
Fuera de la minúscula casucha de adobe, la tormenta de arena gemía como una bestia agónica que rechazara la muerte. Dentro, el fragor enmudecía.
Hacía mucho frío en el refugio. Frío, silencio y penumbra. Mientras afuera aullaba la bestia, una silueta velada trabajaba entre las cambiantes sombras.
Unas manos morenas que sujetaban misteriosas herramientas sobresalían de las mangas de una túnica. La silueta trabajaba acuclillada en el suelo. Ante ella yacía un aparato discoidal de extraño diseño. Una maraña de cables sobresalía en un extremo y su chata superficie estaba recubierta de símbolos grabados. Conectó el extremo con cables a una tersa empuñadura tubular, la enhebró a través de un conector de aspecto orgánico, y la afirmó con otra herramienta. Hizo señas a una sombra, inmóvil en una esquina, y otra silueta avanzó hacia ella.
Tanteando, la confusa forma rodó cerca de la figura con túnica.
—¿Vrr-dit truit? —preguntó tímidamente el pequeño R2 mientras se acercaba; se paró a corta distancia del hombre de la túnica y su extraño aparato.
El hombre mandó acercarse aún más al robot. R2-D2 recorrió, lanzando destellos, el corto trayecto, mientras las manos de la silueta velada se alzaban hacia su pequeña cabeza cupular.
La finísima arena se aventaba con fuerza sobre las dunas de Tattoine. El viento parecía soplar desde todos los ángulos a la vez, arremolinándose aquí, huracanándose allá, inmovilizándose a trechos, sin propósito ni fin.
Una carretera hería la desértica planicie. Sus contornos cambiaban constantemente. Ora se entenebrecían al paso de una ocre nube de arena —que al instante siguiente desaparecía—, ora el vibrante aire cálido combaba y distorsionaba su superficie. Era una carretera más precaria que transitable y, sin embargo, el único camino a seguir, ya que ningún otro conducía al palacio de Jabba el Hutt.