Star Wars Episodio VI El retorno del Jedi (25 page)

BOOK: Star Wars Episodio VI El retorno del Jedi
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—Somos seres... luminosos, Luke; no sólo esta tosca materia...

Luke también movió la cabeza, intentando decir que todo estaba bien, intentando aliviar la vergüenza del anciano y mostrarle que ya nada importaba..., pero no pudo siquiera articular palabra.

Vader volvió a hablar con un hilo casi inaudible de voz.

—Vete, hijo mío. Déjame —suplicó.

Y Luke, oyéndole, encontró su habla perdida.

—No, vas a venir conmigo. No te abandonaré aquí, voy a salvarte.

—Ya lo has hecho. Luke —susurró. Deseó, por un instante, encontrar a Yoda para agradecer cómo había entrenado a su hijo..., pero quizá pronto estaría con Yoda en la etérea unidad de la Fuerza. Y con Obi-Wan.

—Padre, no te abandonaré —protestó Luke.

Las virulentas explosiones sacudieron el muelle de embarque, tirando una pared y resquebrajando el techo. Un chorro de llamas azules brotaba de una cercana válvula de gas. El suelo a sus pies comenzaba a fundirse.

Vader acercó más a su hijo y habló en su oído.

—Luke, tú tenías razón..., tenías razón sobre mí... Di a tu hermana... que tenías razón.

Y con eso, cerrando los ojos, Darth Vader —Anakin Skywalker— murió.

Una violenta explosión llenó de llamas la parte trasera del ahora infernal muelle de embarque, arrojando a Luke contra el suelo. Lentamente, como un robot tambaleante, caminó hasta una de las últimas lanzaderas.

El
Halcón Milenario
continuaba su alucinante carrera por entre el laberinto de pozos de ventilación, acercándose cada vez más al centro de la esfera gigante: el reactor principal. Los cruceros Rebeldes descargaban un continuo bombardeo sobre la expuesta e inacabada superestructura de la Estrella de la Muerte, causando cada impacto un estremecimiento de la grandiosa estación de combate y una nueva serie de eventos catastróficos en su interior.

El Comandante Jerjerrod estaba sentado, meditabundo, en la sala de control de la Estrella de la Muerte contemplando cómo todo se desmoronaba a su alrededor. La mitad de sus efectivos yacían muertos, heridos, o, simplemente, habían huido en un absurdo intento de buscar cobijo. El resto erraba inútilmente, gritando órdenes, haciendo fuego hacia todos los sectores, atacando al azar a las naves enemigas o concentrándose desesperadamente en una sola tarea como si en ella hallaran la salvación. O, como Jerjerrod, meditaban tristemente.

No lograba desentrañar cuál había sido su error. Había sido paciente, leal, astuto, inflexible. Era el comandante de la mayor estación de combate jamás construida. O, al menos, casi construida. Odiaba ahora a la Alianza Rebelde con el odio incontrolado de un niño. Antaño llegó a quererla porque era, para él, como un furioso adolescente al que podía tiranizar, un cachorro a quien torturar. Pero el adolescente había crecido y aprendido a pelear con eficacia. Había roto sus ligaduras infantiles. Jerjerrod, ahora, la odiaba con todo su ser. Pero ya poco podía hacer contra ella, salvo, por supuesto, una sola cosa: destruir Endor; aún estaba a tiempo de asestar un golpe final. Era un pequeño acto, una propina de recuerdo, incinerar algo verde y vivo de forma gratuita y sin más sentido ni fin que por el propio capricho de la destrucción. Un pequeño acto, pero deliciosamente satisfactorio.

—La Flota Rebelde se está acercando, señor —dijo un ayudante, corriendo hasta él.

—Concentrar toda la potencia de fuego en ese sector —dijo distraídamente. En la pared opuesta, una consola comenzó a arder.

—Los cazas de la superestructura están esquivando nuestro sistema de defensa. Comandante, no deberíamos...

—Inundad los sectores 304 y 138. Eso los contendrá —dijo Jerjerrod, enarcando las cejas.

Esa orden no significaba nada para el ayudante, que tuvo motivos para preguntarse hasta qué punto el comandante era consciente de su desesperada situación.

—Pero, señor... —comenzó a protestar.

—¿Cuál es el factor de rotación necesario para alcanzar el ángulo de tiro idóneo para destruir la Luna de Endor? —preguntó, obsesionado, Jerjerrod.

—Punto cero dos, señor —dijo el ayudante, tras hacer unos cálculos en la pantalla de su computador—. Pero, Comandante, la flota...

—Acelerar la rotación hasta que la luna esté a tiro y luego hagan fuego cuando yo de la orden.

—Sí,
señor. —El ayudante pulsó varias hileras de interruptores—. Rotación acelerándose, señor. Punto cero uno y acercándose al ángulo preciso; sesenta segundos para alcanzarlo. Señor, adiós, señor. —El ayudante saludó, dejó el interruptor de fuego en las manos de Jerjerrod, mientras otra explosión sacudía la sala de control, y salió corriendo por la puerta.

Jerjerrod sonrió tranquilamente a la pantalla de visión. Endor comenzaba a surgir tras la órbita eclíptica de la Estrella de la Muerte. Acarició el detonador que yacía en su mano. Punto cero cero cinco para alcanzar el blanco. Gritos y chillidos brotaban en la habitación contigua.

Treinta segundos para disparar.

Lando estaba llegando al corazón del pozo central donde estaba el generador. Sólo Wedge, volando justo delante de él, y Ala Dorada, inmediatamente tras él, le seguían. Algunos cazas TIE no habían abandonado aún la persecución.

Los retorcidos conductos centrales apenas permitían el paso de dos naves a la vez y, cada 5 o 10 segundos a la velocidad de Lando, se curvaban bruscamente. Un caza Imperial se estrelló contra la pared y otro derribó a Ala Dorada.

Ya sólo quedaban ellos dos.

Las metralletas posteriores de Lando mantenían en constante bailoteo a los cazas que le perseguían, hasta que, por fin, frente a ellos, apareció el reactor central. Jamás había visto un reactor tan imponente.

—Es demasiado grande —vociferó Wedge—. Mis torpedos de protones ni siquiera le harán mella.

—Dirígete al regulador de energía de la torre norte —guió Lando—. Yo me ocuparé del reactor principal. Llevamos misiles rompedores que, teóricamente, deben penetrar. Aunque, una vez que los soltemos, no tendremos mucho tiempo para salir de aquí.

—Yo ya estoy saliendo —exclamó Wedge.

Disparó sus torpedos profiriendo un grito de guerra Corelliano, e impactando en ambos lados de la torre norte, acto seguido escapó acelerando al máximo.

El
Halcón
esperó tres peligrosos segundos más y luego soltó, con poderoso rugido, sus misiles rompedores. Durante un segundo, el resplandor fue demasiado brillante para ver qué había sucedido. Y entonces el reactor entero comenzó a estremecerse.

—¡Blanco directo! —gritó Lando—. Ahora viene la parte más peliaguda.

El pozo de ventilación estaba ya derrumbándose y creando un poderoso efecto de succión. El
Halcón
maniobró a través del retorcido conducto de salida; a través de muros de llamas y pozos que se combaban violentamente, siempre levemente a la cabeza de la cadena de continuas explosiones.

Wedge salió de la superestructura casi a velocidad subluz, fustigó con un rugido las cercanías de Endor y, decelerando en un suave arco que le llevó al espacio profundo, volvió a la seguridad de la luna.

Instantes después, en una inestable lanzadera Imperial, Luke abandonó el muelle principal de embarque justo cuando la sección entera comenzaba a desgajarse completamente. Su bamboleante aparato también se dirigió hacia el verde y próximo Santuario lunar. Y, finalmente, como escupido por las propias llamas de la conflagración, el
Halcón Milenario
salió disparado hacia Endor sólo brevísimos instantes antes de que la Estrella de la Muerte flameara brillantemente hacia el olvido, como si fuera una vertiginosa y deslumbradora supernova.

Han estaba vendando la herida del brazo de Leia en un vallecito de helechos en el momento en que estalló la Estrella de la Muerte. La fabulosa explosión atrajo la atención de todo el mundo estuvieran donde estuvieran: Ewoks, soldados de asalto prisioneros, tropas Rebeldes, todos contemplaron la turbulenta y final llamarada autodestructiva que refulgió en el cielo vespertino. Los Rebeldes vitorearon.

Leia acarició la mejilla de Han; él se inclinó y la besó tiernamente, luego se reclinó, enfocando con sus ojos al cielo estrellado.

—Oye —dijo propinando un empellón a Leia—: apuesto a que Luke escapó de esa cosa antes de que estallara.

—Lo hizo. Puedo sentirlo —asintió. La presencia vital de su hermano le llegaba a través de la Fuerza, y Leia respondió a la llamada para tranquilizar a Luke. Todo encajaba armónicamente.

Han miró a Leia rebosante de amor, un amor especial. Porque Leia era una mujer especial. Princesa no por título, sino por corazón. Su fortaleza le asombraba, aunque ella no la tuviera en cuenta. Antaño lo quiso todo para sí mismo y siguió siempre los dictados de su capricho; ahora deseaba
todo
para ella. Y una cosa que, claramente, Leia deseaba era a Luke.

—Realmente te importa mucho Luke, ¿no es cierto? —preguntó Han.

Ella asintió escrutando el cielo. Él estaba vivo, Luke estaba vivo. Y el otro, el Oscuro, había muerto.

—Bueno: escucha —continuó Han—. Yo te comprendo. Cuando él vuelva, no bloquearé vuestro camino...

Ella miró de soslayo a Han, dándose súbita cuenta de que sus pensamientos eran distintos, que tenían diferentes conversaciones.

—¿De qué estás hablando? —preguntó, y entonces advirtió lo que sucedía—. ¡Oh, no! No —rió—, no es así para nada... Luke es mi
hermano.

Han se sintió sucesivamente aturdido, embarazado y regocijado. Esto hacía que
todo
fuera maravilloso, sencillamente maravilloso.

La tomó en sus brazos, estrechándola fuertemente, mientras se reclinaban sobre los helechos..., teniendo sumo cuidado con el brazo herido; y yació junto a ella bajo el brillo menguante de la ardiente Estrella.

Luke estaba de pie, en un claro de la floresta, frente a un gran cúmulo de troncos y ramas. Yaciendo, inmóvil y envuelto en sus túnicas, sobre el túmulo, estaba el cuerpo inanimado de Darth Vader. Luke aplicó una antorcha a la leña.

A medida que las llamas envolvían al cuerpo, el humo surgió por las aberturas de su máscara, como un negro espíritu que así se liberara.

Luke contemplaba la conflagración con tremendo pesar. Silenciosamente envió un último adiós. Él, sólo él, había creído en la pequeña brizna de humanidad que albergaba su Padre. La redención, junto con las llamas, ascendió en el aire claro de la noche.

Luke siguió con la vista a los incandescentes rescoldos que flotaban hacia el cielo. Se mezclaban, en su visión, con los fuegos artificiales con que los Rebeldes celebraban su victoria. Y ambos, a su vez, se combinaban con las hogueras que moteaban los bosques y el poblado Ewok; ruegos de solaz y triunfo. Podía oír los tambores retumbando y la música tejiéndose en torno al resplandor de las hogueras; las aclamaciones y risas de la alegre reunión. Luke clamaba en silencio, mientras miraba fijamente al fuego de su victoria y su pérdida.

Una enorme hoguera relumbraba en el centro de la plaza del poblado en celebración de esa noche memorable. Rebeldes y Ewoks se regocijaban junto a la cálida fogata en la fría noche; bailando, cantando y riendo con el lenguaje común de la liberación. Incluso Teebo y Tres-peo se habían reconciliado y esbozaron unos pasos de danza, mientras los demás daban palmadas al ritmo de la música. 3PO, dejando atrás sus días como deidad, se contentaba con sentarse cerca del pequeño robot que era su mejor amigo en el universo. Agradeció al Hacedor que el Capitán Solo hubiera sido capaz de recomponer a R2 —por no mencionar a la amita Leia—. Para ser un hombre sin protocolo. Solo tenía sus momentos. Y también agradeció al Hacedor porque esa sangrienta guerra había finalizado.

Los prisioneros habían sido enviados en lanzaderas a lo que quedaba de la maltrecha Flota Imperial; los cruceros Rebeldes, arriba, en algún lugar, ya se ocupaban de todo eso. La Estrella de la Muerte se había consumido totalmente.

Han, Leia y Chewbacca se mantenían ligeramente aparte de los festivos jaraneros. Estaban cerca el uno del otro, sin hablar, mirando periódicamente al sendero que conducía al poblado. Medio esperando y medio intentando no esperar; incapaces de hacer ninguna otra cosa.

Hasta que, por fin, su paciencia fue recompensada: Luke y Lando, exhaustos pero felices, se tambalearon por el sendero, saliendo de las sombras camino a la luz. Sus amigos se precipitaron a recibirlos. Todos se abrazaron, gritaron entusiasmados, saltaron de alegría y, finalmente, hicieron un corrillo; incapaces de hablar, contentos por la presencia y calor de sus personas.

Un rato después, los dos robots se acercaron, también silenciosos, para estar junto a sus más queridos camaradas.

Los peludos Ewoks continuaron la celebración, con júbilo salvaje, hasta bien entrada la noche, mientras el pequeño y compacto grupo de bizarros aventureros observaba desde un rincón.

Durante un efímero instante, mientras contemplaba la hoguera, Luke creyó ver unos rostros danzando —Yoda, Ben, ¿era ése su padre?—. Se apartó de sus compañeros intentando ver lo que los rostros expresaban; eran demasiado fugaces y hablaban sólo con las sombras de las llamas..., y entonces desaparecieron al unísono.

Por un instante, Luke se entristeció, pero Leia, cogiéndole de la mano, le atrajo junto a los demás. De vuelta al cálido circulo de camaradería y amor.

El Imperio había muerto.

Larga vida a la Alianza.

Notas del traductor

[1]
La palabra Sky es tanto el inicio del nombre Skywalker como, también, Cielo. Juego de palabras intraducible, que se realiza doblemente en el siguiente párrafo.

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