Se dirigió a las repisas donde se archivaban los ejemplares atrasados delKvällspresseny cogió los del viernes en adelante. No había leído ningún periódico ni visto la televisión durante todo el fin de semana. La radio no pensaba oírla nunca más en su vida, a no ser que la obligaran.
Comenzó a leer detenidamente el artículo de Berit sobre el IB. Ahora el presidente reconocía que había aprovechado sus contactos con Birger Elmér para eludir el mes de actualización del servicio militar, en otoño de 1966.
Había campaña electoral y el presidente era vicesecretario de SSU, aquel mes de entrenamiento militar le venía muy mal al partido. Por eso Elmér ordenó que se destinara al presidente a IB.
Eso significaba que podía continuar, como de costumbre, con su trabajo político, al mismo tiempo que cumplía con su servicio militar.
Según la tarjeta de reclutamiento que Berit había pescado, el presidente fue destinado al departamento de seguridad del Alto Estado Mayor, lo que podía ser un nombre en clave de IB. En 1966 ya tenía treinta y tres años, por lo que nunca más le volvieron a citar para realizar su actualización del servicio militar.
Annika dejó caer el periódico. ¿Cómo había conseguido Berit que el presidente reconociera todo eso? Este había negado cualquier implicación con IB durante tres decenios, y de pronto ponía todas las cartas sobre la mesa. Extraño.
La página siguiente contenía fotos espectaculares de la detención de las Barbies Ninja, todas tomadas por Carl Wennergren. En el texto se explicaba que el grupo terrorista había decidido atacar a un juez que vivía en Eketorpsvägen en Djursholm. La razón era que el magistrado había dejado recientemente en libertad a un pederasta por falta de pruebas. La policía había recibido un soplo y había llamado a su fuerza especial. Evacuaron a los vecinos de los alrededores y formaron discretos controles en la calle. Parte de la fuerza especial se había atrincherado en el polideportivo de Stockhagen justo al lado de la casa del juez, el resto se había ocultado entre los árboles del jardín del magistrado.
Las Barbies Ninja quedaron totalmente sorprendidas por el contraataque de la policía, y se rindieron después de que dos de las mujeres fueran heridas por disparos en las piernas.
El artículo hizo sentir mal a Annika. Había desaparecido la cantinela poco crítica que formaba la trama de los textos anteriores, en éstos los policías eran los héroes. Si había algunos artículos que debían ser estudiados uno de ellos era éste, pensó ella.
—Nos inundarán las lágrimas de la gente que desea cuidar aMorrito de nieve—dijo Anne Snapphane.
Annika sonrió.
—¿Cómo se llama el gato en realidad?
—En el collar poníaHarry.¿Has comido?
El ministro condujo hasta la pequeña aldea llamada Mellösa. Frenó y miró hacia la izquierda a través de la lluvia. El desvío tenía que estar en alguna parte.
Una gran casa amarilla emergió del cielo grisáceo, abajo junto al lago, aunque no parecía ser el camino correcto. El coche de atrás hizo sonar el claxon.
—¡Pero cálmate, joder! —exclamó el ministro y pisó el freno. Detrás de él, el Volvo frenó en seco, giró y evitó, por los pelos, chocar con él.
Su coche alquilado tosió y se caló, la ventilación zumbaba, el limpiaparabrisas resonaba. Sintió que las manos sobre el volante le vibraban.
Dios mío, ¿qué estoy haciendo?, pensó. No puedo poner en peligro la vida de los demás sólo porque yo...
Se sorprendió irónico de la ambigüedad de sus pensamientos, arrancó el coche y condujo lentamente. Doscientos metros más adelante vio la indicación.
Harpsund 5.
Torció a la izquierda y pasó la vía del tren. El camino serpenteaba a lo largo de la iglesia, la escuela y las granjas como en un paisaje de otros tiempos. Grandes casas solariegas con galerías acristaladas y acicalados setos pasaban de largo por entre la niebla.
Aquí los terratenientes han debido de exprimir a la clase obrera desde hace mil años, pensó.
Después de algunos minutos traspasó las grandes columnas de piedra de la verja que formaban parte de la entrada a la residencia de verano del primer ministro. A la izquierda se veía el espacioso y bien cuidado establo, detrás estaba el edificio principal.
Estacionó a la derecha de la entrada principal, permaneció sentado en el coche durante un momento y contempló la casa. Se componía de un edificio solariego de dos plantas, construido en 1910, un pastiche carolino. Suspiró, buscó su paraguas, abrió la puerta del conductor y corrió hacia la entrada.
—Bienvenido. El primer ministro telefoneó. Le he preparado algo de comer.
El ama de llaves cogió el paraguas mojado y su húmeda chaqueta.
—Gracias, pero he comido algo por el camino. Sólo deseo ir a mi habitación.
La mujer no mostró ninguna decepción.
—Por supuesto. Por aquí.
Ella subió delante hasta el segundo piso y se detuvo en una habitación con vistas al lago.
—Sólo tiene que llamar si desea algo.
El ama de llaves cerró la puerta silenciosamente, él se quitó la camisa y los zapatos. El primer ministro tenía razón. Aquí nunca le encontrarían.
Se sentó en la cama, cogió el teléfono y se lo puso sobre las rodillas, respiró hondo tres veces.
Luego marcó el número de Karungi.
—Se acabó —anunció él cuando ella respondió.
Escuchó durante un rato.
—No, cariño —repuso él—. No llores. No me meterán en la cárcel. No, te lo prometo.
Miró fijamente a través de la ventana y esperó no estar mintiendo.
La tarde se arrastraba lentamente. A Annika no le asignaron ningún trabajo. Comprendió la indirecta, ni siquiera era especialmente agradable. La habían apartado de todo lo que tuviera que ver con el asesinato de Josefin y el ministro sospechoso de asesinato. Carl Wennergren se ocupaba de todos estos artículos.
En un ataque de hastío llamó a la criminal y preguntó por Q.
Le encontró en su oficina.
—Fueron muy duros contigo en la radio el jueves —dijo él.
—Estaban equivocados —respondió ella—. Yo tenía razón. No sabían de qué hablaban.
—No sé si estoy de acuerdo contigo —contestó divertido—. Tú puedes ser entrometida de cojones.
Ella se enfadó.
—¡Joder, si soy más flexible que una bailarina de ballet!
Él se echó a reír.
—Yo no pienso precisamente en esa metáfora cuando me llamas —repuso él—. Pero seguro que lo superarás. Tú eres una mujer fuerte. Tendrás que aguantar un poco de caña.
Sintió sorprendida que él tenía razón.
—Escucha —dijo ella—, estaba pensando en las Barbies Ninja.
Él se tornó inmediatamente serio.
—¿Qué?
—¿Llevaban dinero encima?
Oyó cómo el policía contenía la respiración.
—¿Por qué coño preguntas eso?
Ella se encogió de hombros y esbozó una sonrisa.
—Curiosidad...
Q pensó, un buen rato.
—¿Sabes algo? —preguntó él quedamente.
—Quizá —respondió ella.
—Give it to me, baby—dijo él.
Ella rió cruelmente.
—Eso es lo que tú quisieras.
Permanecieron en silencio.
—Encima no —prosiguió él.
El corazón de Annika se aceleró.
—¿En el coche? ¿En su casa? ¿En el sótano?
—En casa de una de ellas.
—¿Alrededor de cincuenta mil? —preguntó Annika inocentemente.
Q chasqueó.
—Si pudieras contarme todo lo que sabes —dijo él.
—Lo mismo digo —repuso ella.
—Cuarenta y ocho mil quinientas —informó.
La confirmación subió como en burbujas a su cerebro. ¡Ese cabrón lo hizo!
—¿Tú quizá me podrías decir de dónde vienen? —inquirió él suavemente.
Ella no respondió.
Cuando arrancó la sintonía deStudio sex,Annika apagó la radio y bajó al restaurante. Acababa de servirse un plato que parecía de comida para perros de la mesa de las ensaladas, cuando una cajera con permanente gritó su nombre.
—Te llaman por teléfono —informó.
Era Anne Snapphane.
—Deberías escuchar esto —dijo en voz baja. Annika cerró los ojos y sintió cómo el corazón se le hundía hasta los zapatos.
—No aguanto otra ejecución —repuso ella.
—No, no —dijo Anne—. No se trata de ti. Es sobre el ministro.
Annika respiró hondamente.
—¿Qué?5
—Al parecer fue él quién lo hizo.
Annika colgó y se dirigió hacia la salida con su plato de ensalada.
—¡Oye! —gritó la de la permanente—. No puedes llevarte la vajilla de aquí.
—Denúnciame a la policía —respondió Annika, empujó la puerta y salió.
En la redacción reinaba un silencio sepulcral. Se oía el eco de la voz del presentador deStudio sexdesde diferentes altavoces de alrededor del recinto, todos los periodistas estaban sentados acodados y absorbían la información.
Annika se dejó caer con cuidado en su silla.
—¿Qué pasa? —le murmuró a Anne Snapphane.
Anne se inclinó por encima de la mesa.
—Han encontrado el recibo —dijo ella en voz baja—. El ministro estuvo en el puticlub la misma noche en que asesinaron a Josefin. Ella cobró su cuenta media hora antes de morir.
Annika palideció por completo.
—¡Dios mío!
—Todo concuerda. Christer Lundgren participó en un gran congreso con socialdemócratas y representantes sindicales alemanes aquí en Estocolmo, el viernes día 27 de julio, pronunció un discurso sobre el comercio y la cooperación internacional. A continuación se llevó a los alemanes de copas.
—Menudo cabrón —repuso Annika.
—Eso no es todo. Al parecerStudio sexha encontrado la factura. Los alemanes figuran en el revés del recibo.
Annika suspiró.
—¿Ha dimitido ya?
—¿Crees que lo hará? —inquirió Anne Snapphane.
—¿No te resulta familiar la historia? —repuso Annika—. ¿Socialista en club de alterne con el dinero de los contribuyentes?
Un hombre chistó desde la zona de correctores. Annika encendió su radio y subió el volumen. Surgió la voz del presentador.
—Nuestro reportero encontró el fatídico recibo del club de alterne en el archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores. Para entonces la policía ya seguía la pista del ministro.
La voz del hombre estaba llena de un triunfo contenido. Tomó impulso, hablaba lenta y proféticamente.
—Había... efectivamente... un testigo.
Comenzó la crónica, el reportero parecía encontrarse en una habitación grande y vacía. El eco rebotaba contra las paredes, Annika se estremeció.
—Me encuentro en Estocolmo, en las escaleras del edificio donde se halla el apartamento secreto del ministro de Comercio Exterior, Christer Lundgren —dijo el reportero susurrando excitado—. Hasta hace unos días nadie sabía de su existencia, ni siquiera su portavoz de prensa, Karina Björnlund. Pero había algo con lo que el ministro no había contado: sus vecinos.
Aparecieron unos efectos de sonido, unos zapatos que subían por una escalera de mármol arenosa.
—Estoy subiendo al apartamento de la mujer que se ha convertido en la clave de la investigación del asesinato de la bailarina destripteaseJosefin Liljeberg —informó el reportero jadeando.
Al parecer el ascensor seguía sin funcionar, constato Annika.
—Se llama Elna Svensson, y sus tempranos hábitos matutinos y sus precisas observaciones han comprometido al miembro del gobierno.
Sonó un timbre, Annika lo reconoció. No había duda de que se encontraba en Sankt Göransgatan 64. La puerta se abrió.
—Él entraba cuandoJespery yo salíamos —dijo Elna Svensson.
Annika reconoció inmediatamente la voz desabrida: era la mujer obesa dueña del perro.
—AJesperle gusta jugar en el parque antes de que yo desayune. Café y bollo de trigo, eso es lo que desayuno...
—¿Y justo esa mañana usted se encontró, al salir, al ministro de Comercio Exterior, Christer Lundgren?
—¡Ya se lo he dicho!
—¿Y él entraba en el edificio?
—Él entró, y parecía impetuoso. Casi pisa aJesper,y no pidió disculpas, no.
¿Impetuoso?, pensó Annika, anotó la palabra en su cuaderno.
—¿A qué hora sucedió todo esto?
—Yo me levanto a las cinco, tanto los días laborables como los festivos. Esto fue justo después.
—¿Vio usted algo extraño en el parque?
La anciana se puso nerviosa.
—No. Nada de nada. TampocoJesper.Él hizo sus necesidades y nos volvimos.
Apareció el presentador, junto a él estaba el comentarista. Discutieron un rato sobre si el ministro debía dimitir, de cómo influiría esto en la campaña electoral, sobre el futuro de la socialdemocracia y el desarrollo de la democracia. No había preguntas que le quedaran demasiado grandes aStudio sexen una tarde como aquella.
—¡Joder, esto me saca de quicio! —exclamó Anne Snapphane.
—¿Qué? —preguntó Annika.
—Que fueran ellos quienes encontraran esa factura de mierda. ¿Por qué no fui yo a AA. EE. y la pedí?
—La cuestión es cómo sabían ellos que existía —dijo Annika.
—Hemos intentado ponernos en contacto con Christian Lundgren —informó el presentador—, pero el ministro se ha ocultado. Nadie sabe dónde se encuentra, ni siquiera su portavoz de prensa, Karina Björnlund, quien sostiene que tampoco conocía su visita al club de alterne.
Entonces irrumpió la voz nasal de Karina Björnlund por la radio.
—No tengo ni idea de dónde estuvo esa noche —dijo—. A mi me dijo que tendría una reunión informal con unos representantes extranjeros. Me pareció muy extraño.
—¿Se podía haber referido a los representantes sindicales alemanes? —indagó el reportero insinuante.
—No sabría responder —respondió ella.
—¿Y dónde se encuentra ahora?
—No lo he visto durante todo el día —contestó—. Me parece de una total despreocupación por su parte dejarme con toda la responsabilidad en una situación tan complicada.
Anne Snapphane puso los ojos en blanco.
—Esta Karina Björnlund no es ninguna Einstein, ¿verdad?
Annika se encogió de hombros.
—El primer ministro no ha querido comentar nuestro nuevo descubrimiento —dijo el presentador—. Se ha remitido a la rueda de prensa que se celebrará mañana a las once en Rosenbad.
—¿Crees que Lundgren dimitirá? —preguntó Anne Snapphane.
Annika arqueó las cejas.
—Depende —respondió después de recapacitar—. Si los socialistas desean acabar con el debate lo soltarán como si fuera una patata caliente. Le nombrarán gobernador o director de banco o cualquier otra cosa sin importancia ahí arriba, en el infierno lapón.