Patricia asintió.
—Tengo un dormitorio de más, el cuarto de servicio detrás de la cocina. Ponlo ahí. ¿Y los otros muebles del apartamento?
—La cama es de Joachim, la mesa la compró Jossie a través delGula Tidningen.
—¿Trabajas esta noche?
La mujer volvió a asentir.
—¿Trabajas todos los días?
—Casi —dijo quedo.
—Okey,es tubusiness.No ensucies nada porque me enfadaría.
Patricia la observó con los ojos abiertos.
—¿Cómo puedes confiar en mí? No me conoces.
Annika esbozó una sonrisa.
—No tengo nada de valor —respondió.
En ese mismo instante apareció Pettersson conduciendo por Gjörwellsgatan, Annika lo oyó debido a que el motor se calé a la entrada.
—Coge el 62 en Rålambsvägen, va Hantverkargatan abajo.
Patricia sonrió liberada.
—Lo sé.
Annika se levantó y se dirigió hacia el fotógrafo.
—Esta noche habrá tormenta —gritó Pettersson a través de la ventanilla.
Patricia se despidió agitando la mano y se marchó. Annika luchó por esbozar una sonrisa en dirección a Pettersson, así que ahora, al parecer, también era una especie de Enok Sarri.
—Será mejor aparcar lejos del parque —dijo y se sentó en el asiento del copiloto.
—¿Por qué? —preguntó el fotógrafo.
—No estoy segura de que les agrade nuestra presencia —contestó Annika.
Permanecieron sentados en silencio todo el trayecto hasta el cementerio. El coche sólo se caló dos veces, aparcaron en el garaje de Vivo que tenía la entrada casi al lado de Fleminggatan.
Annika caminó lentamente cuesta arriba por Kronobergsgatan hacia el parque. Tenían tiempo de sobra, los autobuses acababan de abandonar Täby. Se sentó en un portal con vista hacia el cementerio, el fotógrafo paseó de un lado para otro por la acera de enfrente.
Durante el invierno echaré de menos estos días, pensó ella. Cuando ventee y nieve y esté quitándole el hielo al parabrisas por la mañana, desearé estar aquí y ahora. Cuando conduzca hacia Katrineholm para cubrir una reunión municipal más o hablar con unas viejas enfadadas por el cierre de alguna oficina de correos en Bie, entonces me acordaré. Aquí y ahora. Caos y muerte. El calor y mi pulso.
Miró hacia el cielo, de un azul intenso. Desaparecía tras el parque con un tono acerado, brillante y afilado.
El Enok aficionado quizá tuviera razón, pensó. Quizá tengamos tormenta de cualquier manera.
El primer autobús se deslizó por Kronobergsgatan a las dos menos veinte. Annika permaneció sentada y esperó, el fotógrafo sacó un teleobjetivo y comenzó a disparar cuando los jóvenes se apearon. Los otros dos autobuses llegaron un par de minutos más tarde. Annika se levantó y se sacudió el trasero de la falda. Tragó saliva, la boca seca, ¡joder!, siempre se olvidaba de llevar agua cuando salía a trabajar. Se acercó al grupo lentamente, buscó con la mirada a Martin Larsson-Berg, a Lisbeth y a Charlotta. No los vio.
Los jóvenes estaban alborotados y extenuados. Unos cuantos gritaban y lloraban afligidos, otros parecían agresivos. Se detuvo en Sankt Göransgatan, lo que vio no le gustó nada. A pesar de la distancia pudo observar que muchos de los jóvenes estaban agotados. Tenían los rostros grises por la excitación y la falta de sueño. Cruzó la calle y se dirigió hacia Pettersson.
—Oye —dijo ella—, creo que lo mejor es pasar de esto.
El fotógrafo bajó la cámara y la miró sorprendido.
—Joder, ¿por qué? —preguntó él.
Annika se giró hacia los autobuses.
—Míralos. Están completamente histéricos. Sabe Dios si es especialmente beneficioso animar la psicosis general como hacen allí en la casa de la juventud. Estos jóvenes probablemente no hayan ido a sus casas a comer y dormir desde el domingo.
—Bueno, pero ellos fueron quienes llamaron.
Annika asintió.
—Sí, es cierto. Piensan que esto es importante. Pero en realidad nuestra obligación es la de pensar por ellos, si es que no lo pueden hacer por sí mismos.
El fotógrafo se impacientó.
—¡Qué coño! —exclamó él—. Quiero un contrato fijo. No pienso fastidiar este trabajo sólo porque tú repentinamente tienes problemas morales.
El grupo de jóvenes había crecido hasta convertirse en una muchedumbre que se extendía en torno al cementerio como el mar alrededor de una isla. Ella aún dudaba.
En ese mismo momento, Annika vio llegar y aparcar en Sankt Göransgatan el coche delKonkurrenten,Arne Påhlson descendió de él.
Esto zanjó el asunto.
—Ven, vamos a acercarnos —le dijo a Pettersson.
Subió hacia el cementerio con el fotógrafo pisándole los talones, vio los arcos de hierro forjado de la verja. Tenía la boca completamente seca y el pulso se aceleraba. Cuando se hallaba a un par de metros, los jóvenes comenzaron a gritar y a señalarles.
—Ahí están. ¡Allí! ¡Carroñeros, carroñeros!
Annika se detuvo, Pettersson comenzó a disparar. Toda la atención del grupo se dirigió hacia los dos periodistas.
—¿Está Lisbeth? —preguntó Annika, pero su voz no se oyó.
—Marchaos, basura de mierda —gritó un chico que no debía de tener más de trece años. Dio unos pasos agresivos hacia Annika, ésta retrocedió instintivamente. La cara del muchacho estaba hinchada por el llanto y el cansancio, le temblaba todo el cuerpo por la adrenalina y la rabia. Annika lo miró fijamente, boquiabierta.
—Pero —dijo ella— si no queremos molestaros en absoluto. No deseamos entrometernos...
Una muchacha de cierta envergadura dio un paso adelante y le propinó a Annika un fuerte empujón en el hombro.
—Jodido buitre —berreó, la saliva voló fuera de su boca.
Annika se tambaleó hacia atrás, incapaz de comprender lo que estaba sucediendo. Intentó enfrentarse a la mirada de la chica enfurecida con tranquilidad y sosiego.
—Pero bonita, no podemos hablar como personas...
—¡Buitre! —gritó la muchacha—. ¡Basura, basura!
El grupo de jóvenes se estrechó en torno a Annika, de pronto tuvo miedo. También la empujaron por la espalda, dio un paso adelante y chocó con la chica corpulenta.
—¿Qué coño haces, puta? —gritó la muchacha—. ¿Vienes a por mí?
Desesperada, Annika buscó con la mirada a Pettersson. ¿Dónde coño estaba?
—¡Pettersson! —chilló—. Pettersson, joder, ¿dónde estás?
Su voz le llegó desde algún lugar cerca de la entrada al garaje.
—¡Bengtzon! —gritó él, desesperado—. ¡Están intentando quitarme las cámaras!
De pronto se oyó una voz por encima de todas las demás, amenazadora e histérica, que cortó el aire a través del grupo.
—¿Dónde están, dónde están?
La chica, que había asido el bolso de Annika, lo soltó rápidamente y dirigió su atención hacia la voz. Annika vio un número delKvällspressensalir volando por encima de las cabezas de los jóvenes. El grupo se abrió, vio a varios de ellos enrollar sus periódicos. A través de una brecha en el mar de gente surgió Charlotta, la compañera de clase de Josefin. Al verla, Annika retrocedió un paso más.
La muchacha parecía trastornada. Tenía los ojos sanguinolentos, las pupilas dilatadas y negras, había saliva alrededor de su boca, sus movimientos eran temblorosos y descoordinados, llevaba el cabello revuelto y sucio y jadeaba.
—¡Eres... una buitre! —exclamó y se precipitó sobre Annika—. ¡Hija de puta!
Charlotta golpeó a Annika en la cabeza con el periódico tan fuerte como pudo. Annika levantó las manos instintivamente para cubrirse la cabeza, pero le llovieron los golpes. Otros periódicos le azotaron los brazos y la espalda, los gritos a su alrededor crecieron hasta transformarse en un clamor colectivo.
Annika notó que todos sus pensamientos desaparecían, se revolvió, empujó a un joven y salió corriendo. Fuera, ¡oh Dios mío!, ayúdame a salir de aquí, oyó sus propios pasos retumbar en la calle. El verdor pasaba volando por su lado derecho, el suelo se movía, los edificios saltaban con movimientos irregulares. Se figuró que Pettersson corría detrás de ella y que los jóvenes les perseguían.
La bajada al garaje apareció negra como la tinta después de la explosión de luz del parque, tropezó.
—¡Pettersson! —gritó—. ¿Estás aquí?
Llegó al coche. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad pudo ver al fotógrafo bajar por la rampa. Se aseguraba las cámaras en una mano, el chaleco de fotógrafo se le salía de los hombros y tenía los pelos de punta.
—Me han intentado arrancar la ropa —dijo irritado—. ¡Y el pelo! Fue una gilipollez acercarse a ellos.
—¡Cierra el pico, coño! —gritó Annika—. ¡Siéntate en el coche de mierda y salgamos de aquí!
Abrió la puerta del conductor, se sentó y abrió la puerta del copiloto. Annika se lanzó sobre el asiento, la temperatura en el coche parecía de unos cien grados. Bajó rápidamente la ventanilla. Parecía increíble, pero el coche arrancó al primer intento, Pettersson condujo hacia la salida con las ruedas chirriando. Al salir a la calle la luz les volvió a golpear, Annika quedó cegada durante unos segundos.
—¡Ahí están!
Los gritos les llegaron a través de la ventanilla bajada y vieron cómo la masa se encaminaba hacia ellos como un muro.
—¡Conduce, joder! —exclamó y subió la ventanilla.
—Es dirección prohibida —aulló el fotógrafo—. Tengo que ir hacia arriba por el cementerio.
—Ni de coña —gritó Annika—. ¡Sigue, sigue!
Cuando Pettersson consiguió salir a Kronobergsgatan el coche se detuvo. Annika bajó el cerrojo del coche y se tapó los oídos con las manos. Pettersson giraba y giraba la llave de contacto. El motor de arranque rodaba sin arrancar. El gentío les rodeó, alguien intentó subirse al techo del coche. Los jóvenes golpeaban con los puños por toda la carrocería, sus gritos cambiaron de carácter y se volvieron rítmicos y fuertes.
—¡Quémalos, quémalos!
De pronto Annika vio revolotear unKvällspressen,su artículo sobre el luto en Täby se estrujó contra el parabrisas. La foto de las muchachas junto a sus poemas dejó un rastro de tinta de imprenta sobre el cristal.
—¡Quémalos, quémalos!
Estrujaron el periódico sobre el capó y le prendieron fuego. Annika berreó con voz alta y descontrolada.
—¡Pero, coño, arranca este coche de mierda de una vez! ¡Conduce! ¡Conduce!
Varios periódicos comenzaron a arder. Al otro lado de la ventanilla ardía la foto de los poemas y las chicas. El coche se balanceaba, parecía que intentaban volcarlo. El ruido de los golpes aumentó. De pronto el coche arrancó y Pettersson gritó. Dio un tirón hacia delante, el fotógrafo embragó y el motor se aceleró. Apretó el claxon y el coche se arrastró lentamente entre la multitud, la persona que se había subido al techo descendió. Annika bajó la cabeza hacia las rodillas, cerró los ojos y se tapó los oídos con las manos. No levantó la vista hasta que doblaron en Fleminggatan.
Pettersson sollozaba. Temblaba y apenas podía conducir. Bajaron hacia el centro, torcieron y aparcaron junto al quiosco de salchichas próximo al edificio de Trygg Hansa.
—No deberíamos habernos acercado —sollozó él.
—Deja de lloriquear —repuso Annika—. A lo hecho, pecho.
Sus manos temblaban, se sentía embotada y paralizada. Aunque el fotógrafo no era más joven que ella, sintió que la responsabilidad de calmar la situación era suya.
—Venga —dijo algo más amable—. Conseguimos salir bien de ésta.
Buscó en su bolso y encontró un paquete de toallitas sin abrir.
—Suénate —dijo—. Te invito a una taza de café.
Pettersson hizo lo que ella le dijo, contento de que Annika tomara el mando. Entraron en el quiosco de salchichas, que resultó tener café y dulces de mazapán.
—Joder, ha sido horrible —comentó Pettersson en voz baja y mordió el mazapán—. Nunca en la vida me había pasado algo tan aterrador.
Annika esbozó una sonrisa.
—Qué suerte la tuya —dijo ella. Tomaron el café, en silencio, frente a frente. —Deberías arreglar el coche —dijo Annika. El resopló.
—No me lo recuerdes —respondió.
Tomaron otra taza de café más.
—¿Qué hacemos con esto? —preguntó él.
—Nada —contestó Annika—, y esperemos a que nadie haga nada.
—¿Quién podría hacerlo? —inquirió Pettersson pasmado.
—No puedes ni imaginártelo —dijo Annika.
Condujeron de vuelta al periódico, pero tomaron un camino más largo por Gamla Stan y Södermalm. Pasar por Kronobergsparken estaba descartado.
Eran casi las cuatro y media cuando llegaron a la redacción.
—¿Cómo os ha ido? —preguntó Ingvar Johansson, el jefe de la mesa de redacción.
—De pena —dijo Annika—. Nos atacaron y quemaron periódicos encima del capó del coche.
Ingvar Johansson parpadeó escéptico.
—Venga ya —repuso.
—La verdad del día —replicó Annika—. Fue desagradable de cojones.
Inesperadamente sintió necesidad de sentarse y se dejó caer sobre la mesa de redacción.
—¿Así que no habéis hablado con ellos? ¿Ninguna foto? —preguntó el jefe decepcionado.
Annika le miró con la sensación de que una gruesa pantalla de plexiglás se interponía entre ellos.
—En efecto —respondió ella—. En realidad no era nada interesante. Los jóvenes sólo habían salido a pasar el rato, se habían excitado hasta entrar en una especie de psicosis colectiva. Tuvimos suerte, podrían haber volcado el coche y haberle prendido fuego.
Ingvar Johansson clavó los ojos en ella, se volvió y cogió el teléfono.
Annika se levantó y se fue a la mesa de Berit. De pronto sintió que las piernas le temblaban, estaba a punto de llorar.
Me estoy volviendo una llorona de mierda, pensó.
Se sentó y estuvo leyendo los teletipos de TT y algunos extraños periódicos sindicales hasta que comenzó la sintonía deStudio sexa las 18.03.
La hora que siguió la recordaría como una pesadilla surrealista, que retornaría a sus sueños durante el siguiente decenio. Evocaría la sensación de lo abierta y desprevenida que estaba cuando la guitarra eléctrica rompió a sonar, lo ingenua que era y de cómo se dejó fusilar.
—Hoy la prensa vespertina ha llegado a nuevas cotas de bajeza en su avidez por el sensacionalismo —tronó el presentador—. Exhiben a jóvenes llorando en los periódicos, propagan embustes y le hacen el juego a los políticos para que éstos engañen a la opinión pública. Más sobre esto en el programa de debate y actualidad, en directo desdeStudio sex.