Skruttis había sorbido todo el líquido rojizo y berreaba. Su madre se inclinó sobre él y con un movimiento experto introdujo el dedo corazón en el pañal y a continuación lo olió.
—Vaya —anunció—. Nos tenemos que ir. Un nuevo pañal y un poco de ñam-ñam, ¿verdad, Skruttis?
El bebé enmudeció al encontrarse con una cinta del gorro para morder.
—¿Podríamos hacerte una foto? —se apresuró a preguntar Annika. Daniella Hermansson abrió los ojos de par en par.
—¿A mí? Pero yo no voy...
Se rió y se pasó la mano por el cabello. Annika la miró fijamente.
—La mujer que yace allí entre las lápidas probablemente haya sido asesinada —dijo—. Por eso es importante describir el barrio de una forma verídica. Yo misma vivo en Kungsholmstorg.
Daniella Hermansson había abierto los ojos aún más.
—Dios mío, ¿asesinada? Aquí, ¿en nuestro barrio?
—Nadie sabe dónde murió, sólo que ha sido encontrada aquí.
—Pero este barrio siempre ha sido tan tranquilo... —dijo Daniella Hermansson, se inclinó y cogió a Skruttis en brazos. El bebé perdio la cinta y se puso a llorar de nuevo. Annika sujetó la correa del bolso con fuerza y se encaminó hacia Bertil Strand.
—Espera un momento —le dijo por encima del hombro a Daniella.
El fotógrafo estaba chupando el papel del helado cuando Annika se acercó.
—¿Puedes venir un momento? —dijo en voz baja.
Bertil Strand estrujó lentamente el papel y señaló con la palma de la mano al hombre a su lado.
—Annika, éste es Arne Påhlson, reportero delKonkurrenten.¿Os conocéis?
Annika bajó la mirada, alargó la mano y murmuró su nombre. Arne Påhlson tenía una mano cálida y húmeda.
—¿Has acabado con el helado? —preguntó irritada.
El bronceado de Bertil Strand adquirió un tono algo más oscuro. No le gustaba que le reprendiese una becaria estival. En lugar de responder, se inclinó y cogió su mochila.
—¿Adónde vamos?
Annika se dio la vuelta y se dirigió hacia donde estaba Daniella Hermansson. Echó un vistazo al cementerio, los hombres vestidos de civil continuaban ahí dentro y hablaban entre sí. Skruttis seguía llorando, pero su madre no le prestaba ninguna atención. Se estaba pintando con una barra de labios que al parecer formaba parte del contenido de una cajita verde claro con espejo en el dorso de la tapa.
—¿Qué sientes al saber que una mujer yace muerta cerca de tu dormitorio? —preguntó Annika y anotó.
—Terrible —respondió Daniella Hermansson—. Pienso en la de veces que mis amigas y yo pasamos por aquí a altas horas de la noche al volver del bar. Podría haber sido cualquiera de nosotras.
—¿Tendrás más cuidado de ahora en adelante?
—Sí, claro —replicó Daniella Hermansson convencida—. Nunca más pasaré por el parque de noche. No, corazón, no llores más...
Daniella se inclinó para coger de nuevo a su hijo en brazos, Annika anotaba y sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Esto podría ser un titular, si lo trabajaba un poco más.
—Muchas gracias —dijo rápidamente—. ¿Puedes mirar a Bertil? ¿Cómo se llama Skruttis en realidad? ¿Cuántos años tiene? ¿Cuántos años tienes tú? ¿Cómo quieres que te nombremos...? Baja maternal,okey.Quizá no deberías estar tan contenta...
Murió la estudiada sonrisa de estrella de cine de Daniella Hermansson, esa que seguramente utilizaba en todas las fotografías de vacaciones y Navidad, y se trocó en confundida y desconcertada. Bertil Strand soltó una ráfaga de disparos mientras se movía alrededor de la mujer y del bebé con cuidadosos pasos de bailarín.
—¿Si necesitara algo más te podría llamar más tarde? ¿Cuál es tu número de teléfono? ¿El código del portero automático? Por si fuera necesario...
Daniella Hermansson colocó al gritón de su hijo en el cochecito y se marchó contoneándose a lo largo del acordonamiento policial. Annika vio con disgusto cómo Arne Påhlson delKonkurrentense acercaba a ella y la detenía al pasar. Por suerte el niño chillaba tanto que la mujer no se detuvo para ser entrevistada de nuevo. Annika exhaló un suspiro.
—No me digas cómo debo hacer mi trabajo —dijo Bertil Strand.
—Muy bien —respondió Annika—. ¿Qué hubiera pasado si se hubieran llevado el cuerpo mientras tú le comprabas helados a la concurrencia?
Bertil Strand la miró con desdeño.
—Cuando trabajamos no somos competidores, aquí todos somos colegas.
—Me parece que estás equivocado —dijo Annika—. El periodismo no se beneficia en absoluto si todos cazamos en manada. Deberíamos mantenernos cada uno por nuestro lado.
—Nadie se beneficia de eso.
—Sí, los lectores y la credibilidad del medio informativo.
Bertil Strand se colgó las cámaras del hombro.
—Qué bien que me lo cuentes. Yo sólo he trabajado en este periódico durante quince años.
¡Joder!, pensó Annika cuando el fotógrafo se marchó hacia sus colegas. ¿Por qué no podía mantener la boca cerrada?
De pronto se sintió mareada y sin fuerzas. Tengo que beber algo, ahora mismo, pensó. Sintió una inmensa alegría al ver que Berit venía andando desde Hantverkargatan.
—¿Dónde has estado? —le gritó Annika y se encaminó hacia ella.
Berit resopló.
—Estaba sentada en el coche haciendo unas llamadas. He encargado el recorte del otro asesinato y he hablado con mis contactos policiales.
Intentó refrescarse infructuosamente agitando una mano.
—¿Ha ocurrido algo?
—Sólo he hablado con una vecina.
—¿Has bebido algo? Estás pálida.
Annika se quitó el sudor de la frente y de pronto tuvo ganas de romper a llorar.
—Me acabo de comportar como una estúpida con Bertil Strand —respondió a media voz—. Le dije que no debería compadrear con la competencia en el lugar del crimen.
—Esa también es mi opinión. Pero Bertil Strand no piensa así, lo sé —dijo Berit—. A veces puede resultar difícil ponerse de acuerdo con él, pero es un gran fotógrafo. Vete a comprar algo de beber. Yo me quedo de guardia.
Annika abandonó agradecida Kronobergsparken y bajó por Drottningsholmsvägen. Estaba haciendo cola para comprar una botella de Ramlösa en el Pressbyrån de Fridhemsplan, cuando vio un coche fúnebre doblar a la izquierda por Sankt Göransgatan y subir hacia Kronobergsparken.
—¡Joder! —exclamó y salió corriendo hacia la calzada, un taxi tuvo que frenar en seco, luego cruzó Sankt Eriksgatan y regresó al parque. Pensó que se desmayaría antes de subir de nuevo.
El coche fúnebre había aparcado en lo alto de Sankt Göransgatan y en ese momento se apearon un hombre y una mujer.
—¿Por qué estás tan sofocada? —preguntó Berit.
—El coche, el cuerpo —balbució Annika, posó sus manos sobre las rodillas y jadeó echada hacia delante.
Berit suspiró.
—El coche fúnebre se quedará aquí un buen rato. El cuerpo no va a desaparecer. No tienes por qué preocuparte, no nos perderemos nada.
Annika dejó el bolso en la acera y se enderezó.
—Lo siento —dijo.
Berit sonrió.
—Siéntate a la sombra. Voy a comprarte una bebida.
Annika se retiró cabizbaja. Se sentía como una idiota.
—No lo sabía —murmuró—. No podía...
Se sentó en la acera y apoyó de nuevo la espalda contra la pared del edificio. El suelo le quemaba el trasero a través de su fina falda.
El hombre y la mujer del coche fúnebre estaban dentro del acordonamiento, justo a la entrada, esperando. Quedaban tres hombres detrás de la verja, supuso que dos de ellos eran de la policía científica y el tercero un fotógrafo. Se movían cuidadosamente, se agachaban, recogían algo, se levantaban. La distancia era demasiado grande para que pudiera captar lo que hacían en realidad. ¿Es siempre así de aburrida la escena de un asesinato?, pensó.
Berit regresó un par de minutos después. Traía una Coca-Cola grande y fría.
—Toma. Contiene azúcar y diferentes sales. Lo necesitas.
Annika desenroscó el tapón y bebió con tanta rapidez que el gas carbónico subió y le salió por la nariz. Tosió, resolló y derramó algo de la Coca-Cola sobre la falda.
—¿Qué hacen en realidad ahí dentro? —preguntó Annika.
—Asegurando pruebas —respondió Berit—. Van el mínimo número y se mueven lo indispensable. En general, sólo dos de la científica y posiblemente un inspector de la criminal.
—¿El de la camisa hawaiana?
—Quizá —contestó Berit—. Si observas detenidamente verás que uno de los técnicos tiene la mano junto a la boca. Se desplaza con una pequeña grabadora y cuenta todo lo que ve en el escenario del crimen. Puede ser una descripción de la posición exacta del cuerpo, los dobleces de la ropa y cosas por el estilo.
—No llevaba ropa —dijo Annika.
—Quizá la ropa esté por los alrededores, esto también se documenta. Cuando hayan terminado conducirán el cuerpo al depósito de Solna.
—¿Para realizar la autopsia?
Berit asintió.
—Después los técnicos se quedarán y peinarán todo el parque. Irán centímetro a centímetro asegurando las pruebas de sangre, saliva, cabello, fibras, esperma, huellas de pies, de coches, dactilares, todo lo que puedas imaginar.
Annika permaneció sentada en silencio un rato y estudió a los hombres del otro lado de la verja. Se habían agachado junto al cuerpo, vio moverse sus cabezas tras el pedazo de tela gris.
—¿Por qué cubren la verja y no el cuerpo? —preguntó.
—No suelen cubrir el cuerpo si no hay riesgo de lluvia —explicó Berit—. Tiene que ver con las pruebas, para que se estropeen lo menos posible. La tela la han puesto para impedir la visión. Ingenioso...
Los técnicos y el fotógrafo se levantaron al mismo tiempo.
—Es la hora —anunció Berit.
El resto de los periodistas que estaban algo más alejados también se levantaron al mismo tiempo. Como respondiendo a una señal se dirigieron todos hacia el acordonamiento. Los fotógrafos cargaron sus cámaras y se colgaron un par de cuerpos adicionales con diferentes objetivos. Dos periodistas se habían unido al grupo, Annika contó rápidamente cinco fotógrafos y seis reporteros. Uno de ellos, un hombre joven, llevaba un chaleco marcado TT, una mujer tenía un cuaderno en el que se leíaSydsvenska.
El hombre y la mujer del coche fúnebre abrieron las puertas traseras y sacaron una camilla plegable. La abrieron con movimientos tranquilos y metódicos y aseguraron las diferentes sujeciones. Annika sintió cómo se le erizaba el vello de los brazos. Desde el estómago le llegó un eructo del anhídrido carbónico y se sintió mal. Ahora sacarían el cuerpo. Se avergonzó de su excitación morbosa.
—¿Se pueden apartar un poco? —dijo la camillera.
Annika vio pasar la camilla. Vibraba cuando las ruedas chirriaban sobre las irregularidades del asfalto. Encima había una lona de plástico azul moteado, cuidadosamente doblada. La mortaja, pensó Annika, y sintió un escalofrío recorrer su espalda.
El hombre y la mujer se enredaron en el acordonamiento. El cartel naranja de «Acordonado» se balanceó un buen rato.
Los camilleros escoltaban el cuerpo. Los hombres y la mujer formaron un grupo y parlamentaron. Annika sintió el sol calentar la parte posterior de sus brazos.
—¿Por qué tardan tanto? —le murmuró a Berit como si estuvieran en un teatro.
Berit no respondió. Annika sacó la Coca-Cola del bolso y le dio un par de tragos.
—Es horrible, ¿verdad? —dijo la mujer delSydsvenska.
—Sí, claro —respondió Annika.
Entonces los camilleros estiraron la lona sobre la camilla, el brillo azul grisáceo se agitó entre las hojas. Colocaron a la joven sobre las angarillas, la envolvieron en el plástico. Annika sintió súbitamente que sus ojos se llenaban de lágrimas. Oyó el grito ahogado de la mujer, su mirada turbia, el pecho amoratado.
No puedo llorar, pensó, y miró fijamente las ajadas lápidas. Intentó distinguir nombres o fechas, pero eran inscripciones en hebreo. El tiempo y el viento habían borrados los elegantes signos casi por completo. Súbitamente todo se paralizó. Hasta el tráfico en Drottningsholmsvägen se detuvo un instante. El sol se filtraba por entre las inmensas copas de los tilos y bailaba sobre el granito.
El cementerio estuvo aquí mucho antes que la ciudad, pensó Annika. Aquellos árboles ya existían cuando enterraron a los muertos. Eran más pequeños y débiles, pero sus hojas enviaban también el mismo juego de sombras sobre el granito cuando las tumbas estaban recién cavadas.
Se abrió la verja, los fotógrafos entraron en tropel. Uno de ellos se abrió paso a empellones y le clavó un codazo a Annika en el diafragma, de forma que perdió el aliento durante un instante. Sorprendida, dio un traspié hacia atrás y perdió de vista la camilla. Retrocedió rápidamente.
Me pregunto en qué lado reposa la cabeza, pensó Annika. No creo que la lleven con los pies por delante.
Los fotógrafos siguieron la camilla a lo largo del acordonamiento. Los motores de las cámaras arrancaron a destiempo, se disparó algún flash que otro. Bertil Strand saltaba alrededor y por detrás de sus colegas, unas veces sostenía la cámara por encima y otras en medio de ellos. Annika se sujetaba con fuerza en la puerta trasera del coche fúnebre, la pintura quemaba bajo sus dedos. A través del halo de los destellos de los flashes, vio acercarse lentamente el bulto con el cuerpo de la mujer muerta. El conductor del coche fúnebre se detuvo a dos decímetros de ella. Accionó los mecanismos de la camilla, Annika observó lo sudoroso y agobiado que estaba. Bajó la vista hacia la bolsa.
Me pregunto si el sol la ha mantenido caliente, pensó.
Me pregunto quién era.
Me pregunto si se dio cuenta de que iba a morir.
Me pregunto si llegó a sentir miedo.
Súbitamente, las lágrimas comenzaron a brotar. Soltó la puerta, se dio la vuelta y se alejó un par de pasos. El suelo se le movía, sentía como si fuera a vomitar.
—Es el olor y el calor —dijo Berit que súbitamente se encontraba a su lado, le pasó un brazo por encima de los hombros y la alejó del coche fúnebre.
Annika se secó las lágrimas.
—Venga, ahora nos vamos a la redacción —anunció Berit.
Patricia se despertó con una sensación de ahogo. No había aire en la habitación, no podía respirar. Lentamente, tomó consciencia de su propio cuerpo sobre el colchón, resplandeciente y desnudo. Al levantar el brazo izquierdo el sudor le corrió por las costillas hasta el ombligo.