Authors: Lothar-Günther Buchheim
En otras tablas busca a qué horas la luna sale y se pone, así como la hora del comienzo del atardecer, día a día cambiante.
Siempre me despierto con el cambio de guardia de los maquinistas, a medianoche; es que tanto los nuevos como los que son reemplazados deben pasar por mi habitáculo. Por un rato las compuertas quedan abiertas y el ruido de los diesel se multiplica. La cortinilla de mi camastro comienza a volar por el viento que las mismas máquinas producen. Los golpes de la gente contra la mesa, no siempre plegada, contribuyen a que por un rato no haya paz.
Cierro los ojos con fuerza y trato de no prestar atención a las conversaciones de los hombres. Pero ahí encienden la luz, que me da justo en la cara, y me despierto del todo. Los marineros se desvisten, beben un par de sorbos de sus botellas de jugo de manzanas y parlotean aún durante un momento a media voz.
Me vuelvo hacia la pared e intento no oír su cháchara sensual. Pero la puerta se abre de golpe y entra Wichmann. Ya sé lo que vendrá ahora; porque lo he sufrido más de una vez. Enciende la luz y comienza a observarse con detenimiento en el espejo. Busca su imagen con diversos peinados, hasta que se decide como siempre por hacerse meticulosamente la raya a un lado; toma distancia, como un pintor que mira el resultado de su obra, y va en busca de un tarro de fijador, con el cual se moja el pelo. Se peina hasta que el cabello queda pegado a las formas de su cráneo; la luz se refleja allí.
Por fin guarda sus utensilios, se quita la chaqueta, sale de sus zapatos sin siquiera desatar los cordones y se tira sobre su cucheta.
La luz queda encendida. Cinco minutos después bajo yo a apagarla: él ya duerme.
Viernes. Decimocuarto día en el mar
. El viejo está en la central. Hoy parece dispuesto a conversar. Así que aprovecho la ocasión y le pregunto cómo es que, a pesar de las cuantiosas pérdidas, haya tanta gente que se enrole en el arma submarina.
Minutos del pensativo silencio de siempre. Entonces, insegura, la respuesta:
—Bueno, a los chicos no es mucho lo que se puede averiguar... A ellos lo único que les atrae es el nimbo que rodea a los submarinos; nosotros somos lo mejor de lo mejor: la propaganda tiene mucho que ver en todo esto, no hay duda.
Larga pausa. El viejo mira al suelo. Por fin prosigue:
—Quizá ni siquiera se imaginan lo que en verdad les espera. Hay que considerar que ellos son páginas en blanco... con tres años de escuela se los saca de allí para el entrenamiento. Todavía no vieron nada nunca; jamás vivieron nada, creo que ni siquiera han desarrollado su fantasía.
Me mira de frente para continuar:
—Arrastrarse por el mundo con una mochila al hombro... no pienso que eso sea atrayente. Por lo menos no para mí. Nosotros lo pasamos mejor, aquí. Sabe Dios. A nosotros nos trasladan. No tenemos ampollas en los pies. Comemos a las horas, casi siempre una comida caliente. ¿Dónde más se puede pedir esto?. Además tenemos cuchetas, aire de mar, calefacción... Y cuando bajamos a tierra, los uniformes bonitos, con las órdenes al pecho... Si me preguntasen a mí, diría que estamos mejor que en el Ejército o que en el resto de la Marina. ¡Todo es tan relativo!
Recuerdo mi tiempo de entrenamiento en la Marina y le doy la razón al comandante. Allí estábamos a merced de cualquiera, que quisiera descargar con nosotros sus instintos salvajes, entre órdenes y contraórdenes, marchas y contramarchas.
La sonrisa cínica que se había dibujado en los labios del viejo ha desaparecido. Continúa:
—Tal vez se pueda hacer todo esto con niños por el solo hecho de que ellos están todavía un poco lejos de la vida. No tienen ataduras. Cuando aquí alguno se vuelve loco, se trata casi siempre de un oficial que deja tras de sí a la mujer y a los hijos... ¡Es raro! Una vez nos tocó recoger a los náufragos de un destructor hundido. De los nuestros. No habrían pasado más de dos horas desde el desastre. El mar estaba normal, diría yo. Era en verano, así que tampoco había agua fría. Pero ahí estaban casi todos los jóvenes, ahogados dentro de sus salvavidas. No habían luchado. Sólo los mayores presentaron combate al mar. Había uno entre ellos, un cuarentón, que sobrevivió a pesar de sus heridas; estaba grave y había perdido mucha sangre; pero los de dieciocho años, sanos, ésos no lo resistieron.
Se nos agrega el ingeniero.
—En realidad —continúa el viejo— tendríamos que poder hacer marchar todo esto con menos gente. Siempre me figuro un submarino con dos o tres tripulantes. Como un avión. En realidad, llevamos tantos hombres solamente porque los constructores no han podido solucionar sus problemas; la mayor parte de la tripulación sólo llena los vacíos que deja la maquinaria. Quien se ocupa de dar vueltas a una manivela no es, por cierto, un soldado. Por eso estoy en contra de la estúpida propaganda de los de arriba: «Atacar... y hundir. Ese slogan da una falsa imagen. Aquí el único que ataca en verdad es el comandante.
El viejo se concede un respiro. No digo nada. Hoy el viejo se larga solo.
—Es una pena que hayamos creído tan a ciegas en el viejo Dönitz; se ha convertido en un propagandista más: — Yo sé dónde le aprieta el zapato al viejo. Su relación con Dönitz, su jefe, se ha empañado desde el último informe. —Se pasa la vida repitiendo siempre los mismos versos: «Uno para todos, todos para uno»... «Un Pueblo, un Reich, un Führer»... «El Führer nos ampara»... «El Führer, el Führer, el Führer»... siempre el mismo disco...
El viejo ha dado rienda suelta a su amargura. Trata de controlarse.
El ingeniero mira hacia el frente y hace como si no oyera.
—Sí, los muchachos... —el viejo vuelve al tema del principio—. La camaradería, el compañerismo de todos a bordo... eso no es sólo una frase. Atrae a la gente. Los hace sentir parte de una élite. Sólo con mirarlos durante las licencias me doy cuenta de cómo se hinchan de orgullo. Y parece que a las damas también les gusta.
El altavoz suena.
—¡Prepararse la segunda guardia!
Esta vez me toca a mí, nuevamente. Debo cumplirla como fogonero diesel. El ingeniero me da algodón para los oídos.
—Seis horas de ruido al lado de los diesel es demasiado —me aclara.
Tengo que hacer mucha fuerza para abrir la compuerta que da a la sala de máquinas; inmediatamente me invade el ruido atronador como una paliza que cae sobre todo mi cuerpo. Y eso que sólo funciona el diesel de estribor, y a media velocidad.
Las máquinas llegan casi hasta el techo.
El maquinista Johann tiene trabajo, y está aquí. Por ahora no se deja molestar, ocupado como está en mantener bajo su vista un marcador que oscila demasiado. Es el contador de revoluciones; a veces el indicador salta bruscamente un par de números en la escala, porque las hélices han encontrado un poco más de resistencia en el agua; aquí, en popa, es fácil darse cuenta de cómo las corrientes juegan con la embarcación; reteniéndola y permitiéndole avanzar en rápida sucesión.
Johann controla ahora la presión de aceite y la de agua, después de lo cual observa la instalación de aceite con mirada diagnóstica. Le interesa su temperatura. Más tarde, subido a un escalón plateado que sale a un costado de el diesel, se interesa en una parte de la máquina.
A gritos Johann me dice lo que tengo que hacer: mi función es cuidar de que el sistema no se recaliente, para lo cual sólo debo repetir de vez en cuando lo que él mismo acaba de enseñarme.
Se limpia las manos en un trapo de lana y bebe unos sorbos de jugo de una botella que él guarda en un cajón.
Los pistones rezuman aceite. Toco uno detrás de otro, y todos están igualmente calientes. Mi mano recibe los golpes. Sin cesar se suceden las detonaciones en los cilindros.
Pasa un cuarto de hora. Veo que Johann abre la compuerta que da a la cocina y en seguida cierra una manivela que hay al lado de la puerta. Al mismo tiempo me grita su aclaración:
—¡Cierro el ventilete que lleva aire a la máquina; ahora el diesel chupa el aire que necesita del interior del submarino... así se forma una corriente en los habitáculos!
Pasa otra hora. El maquinista abandona su puesto en el corredor y se sitúa en el pasillo entre ambas máquinas. Al costado de el diesel en funcionamiento hay unas llaves indicadoras que él se encarga de abrir, una tras otra; de todas sale una lengua de fuego; Johann asiente, tranquilo: todos los cilindros tienen correcto encendido, todo está en orden. Se me ocurre pensar que en todo el submarino está prohibido fumar, pero se consiente esta exhibición de fuegos artificiales.
Al volver a su lugar Johann limpia unas manchitas de aceite que alteran una superficie totalmente limpia; e inmediatamente se limpia otra vez las manos en el trapo.
Con un resto de lápiz, tan pequeño que solamente lo puede sostener con la punta de los dedos, escribe su informe en el libro diario del sector; ahí constan las cuentas sobre gasto de combustible, las temperaturas, los cambios de presión.
El marinero diesel permanece todo el tiempo sentado en el corredor contrario al que ocupa el maquinista; su diesel no trabaja, así que no tiene nada que hacer. Pero tiene que permanecer aquí porque en cualquier momento se puede necesitar también la máquina de babor.
Los manómetros muestran presión normal.
El maquinista me hace una seña. Desea que me siente en la sala siguiente, la de las máquinas eléctricas, cerca de la compuerta que comunica ambos habitáculos.. Al lado de la compuerta, en un cajón, veo los envoltorios marrones de los salvavidas. Me pongo pesimista: la central y el puente están realmente lejos de aquí; no estoy en un lugar apropiado para quien esté acostumbrado a hacer trabajar un poco su fantasía. Mil veces se puede discutir sobre la distancia a la escotilla de la torre, pero nada evita los nervios que trae el solo pensar que uno está encerrado en la popa.
Además, el submarino puede ser atacado mientras navega en superficie; es sabido que entonces nunca se salvan los maquinistas.
Una campana se deja oír por encima del ruido de los diesel; se enciende una luz roja. El miedo hace presa en mí. El marinero diesel se ha incorporado de un salto.
¿Qué pasa?
Johann hace un movimiento con la mano para que nos tranquilicemos. Ahora capto: están llamando al marinero.
Tengo trabajo: debo abrir el escape de la máquina de babor. El maquinista ya abrió el paso al combustible; el aire a presión sisea en los cilindros. La primera explosión se produce. El ruido de el diesel de babor se agrega al de la de estribor.
Otra vez pasa un buen rato sin nada que hacer. Los manómetros muestran que las máquinas tienen todo lo que necesitan: combustible, aire y agua para la ventilación.
Sólo han pasado tres horas de la guardia: la mitad del tiempo.
Desde que el diesel de babor entró en funcionamiento, el aire del ambiente se ha vuelto más pesado y caluroso.
A las diez el cocinero nos alcanza una cafetera llena de limonada. Tengo tanta sed que bebo directamente del pico.
Johann hace una señal con el pulgar hacia arriba. Es la hora de controlar las válvulas de escape de las máquinas. Es una tarea que no debe ser descuidada, ya que dichas válvulas tienen que ser absolutamente impermeables: dejan salir los gases, pero no entrar el agua de mar, que arruinaría la maquinaria. Durante la navegación en superficie quedan restos en los escapes que por eso deben ser mantenidos limpios, ya que esa resaca producida por mala combustión podría impedir a la válvula un cierre normal. Al comienzo de la guerra éste era un importante factor que, al no ser tenido en cuenta, significaba la pérdida de muchos submarinos. Por eso controlamos las válvulas cada cuatro horas.
La luz roja vuelve a encenderse. El telégrafo de la sala indica media velocidad, de manera que el maquinista mueve una palanca para que llegue menos combustible a los cilindros. La máquina de estribor comienza a andar más lentamente, el ruido me lo dice. Al fin deja de funcionar. Con un movimiento de su mano, Johann me da a entender que comience con la tarea de limpiar el camino a la válvula.
Cuando la diesel de estribor comienza nuevamente a caminar, yo estoy bañado en sudor y respiro entrecortadamente. Poco después recomienza la labor con la máquina de babor. Siento que las fuerzas me abandonan al finalizar la limpieza.
No pasa mucho tiempo, después de que ambas máquinas trabajan juntas otra vez, cuando el maquinista contrae los músculos del rostro. Como un perro de caza escucha el pulso de los diesel. Toma la linterna de bolsillo y una llave y se escurre a mi lado. Levanta una tapa, ilumina el interior y me hace señas de que me acerque. Yo sólo veo un sinnúmero de instalaciones, filtros, válvulas y grifos.
Ahora lo distingo mejor: de un caño sale agua, apenas un chorro fino. Johann me lanza una mirada llena de significado y desaparece entre los cables y los caños; sube con tornillos y tuercas en las manos. Me grita algo, pero no le entiendo. Todos tenemos que participar de la reparación, que no es fácil. La espalda de Johann se cubre de sudor. Por fin sale de esa jungla técnica y me guiña un ojo: todo en orden. Pero ¿cómo descubrió el fallo? Evidentemente tiene un sexto sentido para las máquinas.
A las doce menos cinco llega la guardia siguiente. Bebo todavía un trago de jugo de manzanas, me limpio las manos en un trapo y salgo de esta cueva mecánica en dirección a la central, a tomar un poco de aire puro.
En nuestro habitáculo, Wichmann y Kleinschmidt charlan a media voz, cada uno en su camastro; pero no tan débilmente que yo no pueda entender todo lo que dicen. Lógicamente hablan de mujeres.
Wichmann está comprometido. Lo preocupa a todas luces la actitud que su novia tome en adelante.
Kleinschmidt parece saber dónde le aprieta el zapato a su compañero. Pero no tiene ningún reparo en dar su opinión:
—¡Déjame de mujeres! Les dices que tomen asiento y ya se están abriendo de piernas. Cada día que pasa podría acostarme con una docena.
—¡Qué pedante! —es la respuesta de Wichmann.
—¿Cómo? ¿No me crees? Claro: tu ratoncito se porta bien todo el tiempo... Es una dama...
De pronto comienza a pasar gente entre los dos camastros y la conversación se interrumpe. Cuando el tránsito termina, pregunta Kleinschmidt:
—¿Qué te estaba diciendo?
—¡Bah, anda a la mierda! —le contesta Wichmann, y sucede el ansiado milagro:
ofendido, Kleinschmidt hace silencio.
Día quince
. Hace dos semanas que estamos en el mar. Las olas son pequeñas, y golpean una contra otra, sin orden ninguno. El submarino cabalga sobre ellas sin encontrar su ritmo.