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Authors: Lothar-Günther Buchheim

Submarino (55 page)

BOOK: Submarino
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Desde algún lado me llega la noción de que estamos perdiendo aceite. ¡Oh, Dios! ¡Perdemos aceite!

Me engaño pensando que aquí las corrientes son poderosas y que por tanto diluirán el aceite antes de que llegue a la superficie.

Pero, ¿de qué sirve eso? Los Tommies conocen las corrientes de este lugar perfectamente. Están aquí como en su casa. ¿Cuánto aceite estaremos perdiendo? Bien pensado, ya que perdemos, es mejor que perdamos mucho, así los Tommies piensan que ya lo han conseguido. ¿De qué manera saldrá el aceite?

Otra vez más comienza a girar todo a mi alrededor: veo nuestro aceite a la luz de los reflectores, allí arriba. El aceite borbotea; los reflectores se ayudan con luces de Bengala. De todos lados acuden barcos.

Quiero salir de aquí, dejar de estar encerrado entre todas estas cañerías de metal. Me atrapa el cinismo: tú lo has querido así, me digo. Querías ser un héroe, cuando todo lo tenías ya.

No lo aguanto; antes bien, me doy lástima. A media voz digo al fin lo que tenía ganas de decir hace tiempo:

—¡Maldita mierda!

Nadie me oye, tan fuerte es el ruido de la hélice. Mi corazón me golpea detrás de la garganta. Mi piel está fría, mi cráneo va a estallar.

Esperar.

¿Y ese ruido apagado, junto a la pared de babor? ¿No tendré ilusiones auditivas?

Esperar... esperar... esperar.

Yo no supe hasta ahora lo que esto significa: no tener ningún arma en la mano; ni un martillo, ni una llave.

El sonido de la hélice no cesa ni se aleja. Increíble. ¿Cómo es que no nos localizan con el Asdic?

¿No lo tendrán? Debo pensar tranquilamente. ¿No estará nuestro submarino en una falla del terreno? Sobre arena no hemos caído, seguro. Los chirridos de antes eran por las rocas que rozábamos en nuestra caída.

El comandante inspira audiblemente. Entonces murmura:

—¡Increíble! ¡En vuelo directo, desde la oscuridad!

Los de arriba no deben tener Asdic a bordo, seguramente. En fin; ¿para qué necesitarían un Asdic? En realidad, conocen nuestra profundidad, de todos modos. Con el eco les alcanza. O con la carta marina misma.

Retengo el aire hasta que no lo soporto más. Trago. Y suelto: así muchas veces.

¿Cuándo llegan las bombas? ¿Cuánto tiempo seguirán jugando con nosotros?

Mi estómago se acalambra; retengo el aire, nuevamente. Las carótidas revientan.

Ni siquiera necesitarían usar sus armas. Con dejar caer una bomba por la borda bastaría.

Retengo, trago, suelto. ¡Tiren de una vez, malditos!

Desde la popa llegan más informaciones susurradas. El viejo no parece prestarles atención.

¡Qué locura hacernos escurrir por este estrecho! Tenía que salir mal. ¡Y el viejo lo sabía! Ya con el comunicado nos podían dar por perdidos, y el viejo lo sabía. Por eso nos quería desembarcar en Vigo, al ingeniero y a mí.

¿Qué murmura ahora?

—¡Gente atenta! Dan vueltas por encima de nosotros.

Eso dijo, todos en la central lo oyeron. Un par de palabras del viejo aún surten efecto: todos levantan la vista, los ojos vuelven a moverse. Vuelve el movimiento: de puntillas, dos tripulantes se dirigen a la popa.

Sin comprender, miro al viejo: tiene ambas manos escondidas en los bolsillos de su chaleco de piel. Un pie descansa sobre el primer escalón de la escalerilla. No ha perdido nada de su apostura de siempre.

En algún lado trabajan herramientas.

—¡Silencio! —se enoja el viejo.

En la bodega, el agua gorgotea. Tiene que haber estado haciendo ruido desde hace rato, sin que yo me diera cuenta. Ahora que lo pienso: ¿cómo es que el agua de la bodega se mueve, si nosotros estamos quietos? Caramba... el agua debe de estar subiendo, debajo de las maderas del piso.

El viejo mantiene su cinismo:

—No se puede negar que esta gente se preocupa por nosotros.

El sonido de la hélice se aleja. Claramente. Se va. El viejo acomoda la cabeza de tal modo que puede oír mejor el ruido. De pronto, el mismo ruido, con la misma intensidad vuelve a instalarse.

—Interesante —susurra el viejo en dirección del ingeniero. Ambos murmuran entre sí. El viejo le pregunta al oficial navegante:

—¿Cuánto hace que dan vueltas?

—¡Diez minutos, señor! —le responde Kriechbaum.

Ahora noto la ausencia del segundo ingeniero. Seguramente está a popa.

Aquello tiene que ser un infierno, como en proa también. Tenemos mucha suerte, evidentemente. No todos los submarinos tienen dos ingenieros a bordo. Y no a todos el buen Dios les regala un poco de arena para posarse, como a nosotros.

El viejo arruga la cara para preguntar:

—¿Dónde está el segundo ingeniero?

—En la sala de máquinas eléctricas, señor.

—¡Que examine la batería!

Por todos lados parece irnos mal ahora. Desde el habitáculo de los diesel llega un silbido penetrante. ¡Y entra agua! Al principio estábamos de proa, pero ahora estamos francamente más hundidos hacia atrás. Es decir que el agua sube, en la popa.

¿Por qué no ordenan que la tripulación vaya hacia la proa? ¿Y por qué no se usa la bomba de agua? Es seguro que la bomba no funcionará, en semejante profundidad.

¡Doscientos ochenta metros! ¡Ninguna bomba es capaz de sacar agua con esa presión en el exterior!

A través de la compuerta echo una mirada hacia atrás. El habitáculo de los suboficiales está lleno de gente. ¿Qué hacen ahí?

El viejo está recostado contra la columna de su periscopio. Yo sólo llego a ver su pierna, que se apoya en el suelo, pero no su cuerpo. Su mano derecha retiene su rodilla, como si le doliera.

De pronto, toda su figura se pone en tensión. Se incorpora y pregunta, con voz que ya no es un susurro:

—Ingeniero, ¿cuánta agua entró? ¿Qué cámaras están dañadas? ¿Con cuáles ya no podemos contar? ¿Se puede bombear el agua que entró?

Las preguntas del viejo caen sobre el ingeniero una tras otra:

—¿Qué ha pasado con la bomba de agua? ¿Es posible repararla aún? ¿Podemos adquirir suficiente impulso, con llenar de aire todas las cámaras?

El viejo moviliza sus hombros, como si quisiera relajarse. Luego da dos o tres pasos sin meta alguna, por la central. El marinero también se mueve.

Trato de sacar mis conclusiones: este submarino posee tres secciones estancas. Pero... ¿de qué nos sirve eso ahora? Supongamos, sólo supongamos, que el viejo ordenase cerrar la compuerta que da a popa. La proa y la central quedarían a salvo de la inundación. Podríamos esperar tranquilamente a que el oxígeno se acabara, pero nada más. Por otro lado, la bomba principal de agua... si ella ya no funciona, aún podemos combatir el agua que entra con el aire comprimido de las cámaras; pero es dudoso que después de eso sigamos teniendo suficiente aire comprimido como para llenar las cámaras. Quién sabe, además, si las botellas de aire comprimido no están llenas de agua. Y sin bomba y sin aire comprimido estamos listos. Está claro. Tenemos que sacar el agua que nos sobra, hacernos más ligeros, para poder ganar altura. ¿Qué sucedería, si acaso el aire que inyectamos en las cámaras se pierde por sus roturas, en vez de quedar en ellas? El precioso aire se perdería hacia la superficie, formando grandes burbujas, y nosotros nos quedaríamos abajo para siempre.

Hay un olor de perros. No hay duda: son gases de la batería; las baterías son muy sensibles, así que tienen que tener celdillas rotas. ¿Qué nos dará la fuerza de impulsión ahora?

—¡Rápido! —le oigo apurar al ingeniero.

—¡Vamos, vamos! —al navegante.

Las órdenes se entremezclan con nuevos susurros que llegan desde la popa.

No los entiendo. Sólo percibo inspiraciones prolongadas animalescas. Y por sobre todo eso, el ruido interminable de las hélices. ¡Quién aguanta esto! ¡Nos quieren acabar! Quiero cerrarme las orejas con los dedos, pero me doy cuenta de que entonces no captaré lo que pasa a mi alrededor. ¡Además, esta maldita media luz!

La gente se balancea grotescamente por la central. Me aparto de su camino. Tengo la incómoda sensación de molestar en todos lados.

El segundo oficial está de pie a mi lado, sin intervenir en nada. Es lógico: los marinos ya nada tienen que hacer en este caso. Somos un barco hundido, y por lo tanto...

¿Dónde estará el primer oficial? Tendría que estar en la central, también. Pero el intelecto no alcanza. ¡Qué razón tenías!

A mi lado respira el marinero de la central. Pienso que ya no nos tenemos que hacer ilusiones: nos tienen en sus manos. No nos podemos mover, estamos anclados aquí. Nuestra estructura aguanta, pero no tenemos máquinas que la hagan moverse. Sin máquinas no hay nada que hacer.

En la penumbra alcanzo a distinguir cómo se relajan los hombros del comandante. Por un movimiento imitativo consigo relajarme yo también. ¡Ah, acaba de hacerlo el romboides! No hay nada que hacer: cuando se aprendió una cosa... De algo sirvieron las lecciones de anatomía en Dresde, cortando cadáveres gasificados. La sala llena de esqueletos, todos preparados.

—Qué raro —murmura el comandante en dirección de los manómetros. También él está asombrado de que los de arriba no hagan nada en todo este tiempo.

Me dice algo que no le entiendo por completo. Sus movimientos con la mano me confunden. Para él todo se debió a un avión.

—Quizá fueron dos las bombas que arrojó —agrega.

Se hace difícil respirar, ahora. El aire está inundado de ese olor a gas. Dos hombres, en el habitáculo de los oficiales, levantan la tapa de la batería I. Mientras uno tiene la tapa, el otro introduce algo, según llego a ver en la penumbra.

El ingeniero ordena:

—¡Inmediatamente, poner agua de cal, para ver cuántas celdas están rotas y vacías!

El ácido sulfúrico de las baterías debe haberse mezclado con el agua de mar, formando compuesto de cloro. Es el cloro el que huele tan mal.

El viejo se arriesgó demasiado... ¿El viejo? ¿Qué tiene que ver el viejo en todo esto? Fue esa banda de locos de Kernével. A ellos debemos estar agradecidos.

Nos cargarán en su conciencia... si la tienen. En Kernével somos solamente un número. Si desaparecemos, raya y listo. El astillero construye otro submarino. Gente, la de reserva.

La camisa del ingeniero está completamente empapada. Abierta, se le ve todo el pecho. El cabello está despeinado, de tal manera que un mechón le cuelga sobre la mejilla izquierda.

El segundo ingeniero aparece, desde la popa. Consigo entender por sus murmullos que el agua sigue ascendiendo lentamente en el compartimiento de las máquinas eléctricas.

Luego de deletrear cada una de las pérdidas, que son muchas, el segundo tiene que tomar aire.

Un par de botas se arrastran sobre el suelo.

—¡Silencio! —ordena el comandante— ¡El barco está aún sobre nosotros!

También en la bodega de la central sigue subiendo el agua. El gorgoteo se oye claramente.

—¿Qué hay del combustible? ¿Se dañó alguna celda de combustible? —pregunta el viejo.

El ingeniero desaparece en dirección de la popa. Unos minutos más tarde vuelve con la información:

—Al abrir la cañería salió combustible... pero en seguida comenzó a salir solamente agua.

—Curioso —responde el comandante.

Eso va contra todas las reglas. El agua sale, pero sin fuerza. Y como la instalación está en la cercanía de los diesel, el agua tendría que haber brotado con mucha mayor fuerza, si la celda hubiese estado rota. El ingeniero y el comandante sacan cálculos: la celda estaba a medio llenar, ¿cómo puede entonces salir un chorro tan débil? Las otras dos celdas, además, están completamente llenas, con el combustible del Weser.

—Curioso —dice ahora también el ingeniero.

—¿Dónde se conecta la cañería con el exterior? —pregunta el viejo: seguramente, aún queda la posibilidad de que la celda en sí no esté dañada, sino la cañería.

Lo único que ambos pueden hacer en este momento es suponer una cosa u otra, pero no examinar la instalación, debido a lo profundo de la situación de las mismas. El aspecto de las celdas, vistas desde el exterior de la embarcación, es algo que ni siquiera es posible suponer.

El ingeniero vuelve a la popa, apurado.

Trato de hacerme una idea cabal de la situación. En los tanques, el combustible flota sobre el agua, a fin de que haya equilibrio de presiones. Son compartimientos estancos, menos expuestos al peligro que las cámaras. Quizás el
bunker
de afuera esté vacío; pero entonces, los exámenes deberían haber señalado cuánto combustible hemos perdido. ¿Sabrá el ingeniero cuánto combustible deberíamos tener en este momento? Porque los indicadores de combustible no trabajan con precisión, ni es posible hacer el cálculo justo de la cantidad de horas durante las que el combustible fue usado. Y además, ¿cuándo habrá sido el último examen?

El marinero de la central, empapado hasta las orejas, informa que una válvula de la instalación se encuentra averiada. El la acaba de reparar. Esa era entonces la causa de la gran cantidad de agua en la bodega de la central.

De pronto me doy cuenta de que el ruido de la hélice ha cesado. ¿No será una trampa? ¿Podremos respirar, o será que el barco está justo sobre nosotros, con las, máquinas apagadas?

—No pueden habernos visto. No. Es completamente imposible —dice el comandante.

Para el viejo, el barco ya no representa ningún peligro; como así tampoco el avión, que parece no habernos divisado. Imposible, dijo.

El viejo murmura algo así como:

—No hablar por radio... una lástima... es muy importante.

Lo entiendo. Ya hace mucho que existe el rumor de que los ingleses poseen una nueva arma, una nueva forma de localizar submarinos, por medio de un aparato tan pequeño que cabe en una cabina. Somos el ejemplo de que ese nuevo aparatito electrónico existe. A nosotros nos tienen que haber encontrado así. Y si es así de ahora en adelante ya no estaremos seguros ni siquiera de noche. Y el viejo quisiera dar aviso a los demás, pero en este momento nos es imposible. Si así son las cosas, es mejor que nos quedemos en casa.

En la central hay tal alboroto que lo único que puedo hacer ahora es retirarme al habitáculo de los oficiales. Tampoco aquí hay mucho lugar: el sofá del ingeniero y la mesa están totalmente ocupados con planos y croquis.

El ingeniero toma entre sus manos uno de los planos, mientras murmura cosas incomprensibles para los que lo rodean. Con un lápiz de punta rota traza pequeñas figuras; un instante después, toma un clip de oficina y sigue marcando figuras, ahora sobre el linóleo, sin cuidarse de las marcas que ocasiona... como si ya no tuvieran importancia.

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