Submarino (65 page)

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Authors: Lothar-Günther Buchheim

BOOK: Submarino
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—Cuando dejo cruzados los cubiertos significa que quiero servirme más.

—¡Retirar! —ordena el comandante, se incorpora y se dirige a la central. Tan pronto como consigue sentarse sobre la caja de los mapas se oyen seis nuevas detonaciones. Como un trueno lejano.

La mesa del habitáculo de suboficiales ofrece un cuadro fuera de lo común: sólo tres han comido, pero como cerdos. Entre los platos sucios han quedado las fuentes llenas de comida fría, para quienes no han almorzado. Parece que los tripulantes están demasiado cansados para seguir manteniendo el orden. Quisiera ayudarme en mi ascenso a la cucheta, pero realmente me cuesta mucho trabajo encontrar sobre la mesa un lugar para el pie.

El zumbido de las máquinas eléctricas se interrumpe nuevamente con tres detonaciones. Me doy cuenta de por qué, después de cada detonación, el ambiente queda en tan absoluto silencio, es el altavoz, que ya no se oye.

Dormir un par de horas, eso sería algo bueno. Estirarse... contraer los dedos de los pies y luego relajarlos... En nuestra situación, sólo poder estar recostado significa la completa felicidad. Tiemblo nada más de pensar que tendríamos que estar nadando hace muchas horas, a no ser por la testarudez del viejo.

Son las diecisiete y treinta cuando despierto. Cosa extraña, estamos enfilando a treinta grados. O sea que el viejo desea seguir acercándose a la costa. Si continuáramos en este curso, llegaríamos a Lisboa.

¿Cuánto hace ya que me llamaron desde el puente porque pasábamos por las cercanías de Lisboa?

Supongo que cerca de la costa es más seguro para nosotros. Como conozco al viejo, sé que hará todo lo posible para salvarnos.

A fin de cuentas, nuestra embarcación está completamente equipada. Combustible, torpedos en cantidad, provisiones... un hombre como el viejo no entrega tanto así como así.

Para marchar a través del Golfo de Vizcaya, el cabo Finisterre es el punto de partida. ¿Se animará el viejo a dar el salto?

—¡Prepararse para emerger! —oigo desde la central. La orden pasa de boca en boca. Como en el habitáculo de los alféreces nadie se mueve, me levanto y grito hacia la proa, en la penumbra:

—¡Prepararse para emerger!

Comienza el ritual de siempre. Le toca a la segunda guardia; son las dieciocho. Es decir, que quedan todavía dos horas de guardia.

La gente se amontona en la central. Otra vez tendremos que emerger a ciegas.

—¡La torre ha emergido!

—¡Equilibrar posiciones!

La escotilla se abre; el comandante es el primero en subir. De inmediato reclama el diesel. El submarino tiembla. Nuevamente marchamos con la fuerza de el diesel. Curso: treinta grados.

Subo detrás del segundo oficial. Una rápida mirada me confirma que somos los únicos de este lado del horizonte. El mar, negro como la noche, se distingue perfectamente del cielo, sin embargo apenas un poco más claro. Poco viento.

Inspiro tanto aire nocturno como mis pulmones me lo permiten. No me alcanza, quiero más. El agua me salpica el rostro. El aire oscuro se llena de sal.

Una y otra vez se rompe una ola contra nuestra proa.

—Pronto tendremos a Lisboa a nuestro costado —dice el comandante.

—Sí, pero a estribor —contesto, mientras pienso que ojalá sea esa la única diferencia.

Voy a cenar.

Aparece el ingeniero. No me atrevo a mirarlo, tan venido a menos está.

—Seguro que tenían radar —le dice el comandante.

Radar. Todos los grandes lo tienen. El Bismarck atrapó así al Hood, sin que se viera del Hood ni un solo mástil. Y ahora los Tommies deben de haber logrado empequeñecer sus instalaciones, como los japoneses sus árboles. Tan chico que todo el radar cabe en un anaquel. Seguramente no se inventó nada contra eso aún.

Quisiera saber cuándo se enterará Simone. Su gente está bien informada. ¿
Su
gente? También daría algo por saber si es verdad o no. Tendríamos que estar de regreso hace mucho: tanto tiempo como nosotros no estuvo afuera submarino alguno, el año pasado, aun sin contar el desastre de Gibraltar.

Aquí nadie habla ya una palabra de Gibraltar. Nadie se lo permite. Es como si las horas que pasamos allá abajo fuesen tabú.

Hasta los marineros están mudos: Gibraltar se dibujó en sus rostros. El miedo se incorporó al semblante de muchos de ellos. Todos lo saben: no podemos sumergirnos. El submarino no soporta más profundidad que la del periscopio. El submarino se ha transformado en una hamaca, un despojo navegando en el mar. Todos tienen miedo de que el submarino no aguante la marcha a través de las tormentas invernales del golfo de Vizcaya. Suerte para nosotros, de todas maneras, que los Tommies nos hayan dado por perdidos y ya no nos busquen.

Al día siguiente consigo pescar trozos de conversaciones.

—¿Crees acaso que me voy a hacer en los pantalones? No hay respuesta.

—¡Es una bonita distancia! —dice Dorian un rato después, como restándole importancia.

—¡Justamente a través del golfo, con este cascajo! —se entromete Kleinschmidt.

—¡No lo hagas tan largo! —Frenssen reposa sobre su autoridad—: Si ya hemos salido de cosas peores, también saldremos de ésta. No hay por qué mosquearse...

—¿Cuántas millas crees tú que hay hasta el próximo punto defensivo?

—¿Qué quieres decir con «el próximo»?

—¡Mírenlo un poco! ¡No me vas a hacer creer que vamos a ir hasta St. Nazaire...! ¿No estuviste en la popa? Mucho ya no podemos esperar de este montón de hierros viejos.

Me siento mecido suavemente, caigo en un remolino, giro veloz alrededor de mi propio eje. Todo se tiñe de color plata. Plateado de luna. Burbujas claras ascienden y revientan. Pero todo esto no es real: sólo es un papel plateado, doblado para parecer lo que veo. Las perlas color plata me rodean, me llevan hacia arriba como a un pez. Yo muevo los brazos, busco aire, me despierto y siento que me cogen de un hombro:

—¿Qué pasa? —me invade el pánico.

Es Turbo, el ayudante de la central, quien se refleja en mi mirada angustiada. No se oye el ruido de los diesel; tampoco el zumbido de las máquinas eléctricas. Silencio en todo el submarino.

—¿Qué pasa?

El rostro del ayudante de la central permanece en dirección a mí:

—¿Qué pasa, hombre?

—Estamos parados.

—¿Parados? ¿Cómo? —Siempre se filtró cada cambio de velocidad en mis sueños y ahora ni siquiera me he dado cuenta de que la máquina se detuvo.

Por fin se oye un ruido, un puñetazo sobre una bolsa de arena, seguido de otros menores. Son las olas golpeando contra los
bunkers
de inmersión. El submarino se bambolea de un lado a otro.

—Que suba al puente.

El ayudante es un hombre considerado. Ha partido la noticia en pequeños bocadillos y espera a que yo haya deglutido uno para después ofrecer el que le sigue:

—El comandante está arriba... que usted también vaya... es que hemos detenido un vapor...

Como corroborando lo que está diciendo asiente con la cabeza; con pasos hacia atrás se defiende de mis posibles preguntas.

¿Detenido un vapor? ¿Qué hemos detenido un vapor? ¿Se ha vuelto loco el viejo? ¿Hemos detenido un vapor? ¿Qué tontería es ésta? ¿Un nuevo número en el programa? ¡Que hemos detenido un vapor!

Y este silencio. La cortinilla de abajo está abierta, la de arriba también. ¿Es que no hay gente en este submarino? Nadie a la vista. ¿Están todos deteniendo al vapor?

Mis miembros no me responden. El submarino se mueve de tal forma que me tambaleo. Me caigo, al tratar de poner el pie derecho en la bota. El suelo resbala ahora hacia el otro lado: soy arrojado contra un camastro. ¡A ponerse rápido la chaqueta y a cruzar la compuerta!

Por lo menos, en la central hay dos hombres sentados. La cabeza inclinada, grito hacia arriba:

—¡Permiso para subir!

La respuesta llega inmediatamente:

—Sí, señor.

El viento es húmedo. El cielo está tachonado de estrellas. Masas deformes se delimitan en la oscuridad: el comandante, el oficial navegante, el primer oficial. Una rápida mirada a la defensa. ¡Dios mío! Justo sobre el alambre hay un barco enorme. Situación noventa, la proa a la izquierda. Todo iluminado, desde proa hasta popa. Un vapor de pasajeros. Doce mil toneladas, ahí paradas. Así nada más. Ahí está. Parado.

—Hace más de una hora que me dedico a él —dice el viejo sin volverse.

Hace frío, como para helarse. Tiemblo. El navegante me alcanza sus binóculos. Dos, tres minutos después me dice el viejo:

—Hace exactamente cincuenta y cinco minutos que lo paramos.

Tiene los binóculos ante sus ojos. El navegante me aclara a media voz:

—Por medio de señales les hicimos saber...

El comandante lo interrumpe:

—... les hicimos saber que disparamos si habla por radio. Posiblemente no haya hablado. Y entonces le pedimos que pasaran su nombre. Pero el que nos dieron no existe... «Reina Victoria», o algo así, español. El primer oficial no lo encontró en el registro. Algo marcha mal...

—¿Y la iluminación?

—No hay mejor forma de esconderse que encender todas las luces y firmar como neutral.

El oficial navegante carraspea:

—¡Extraño! —se le oye, entre las manos que sostienen los binóculos.

—¡Más que extraño! —dice el comandante—. ¡Si supiéramos si este barco está declarado...! Hemos despachado un comunicado, hace rato.

Un comunicado. ¿Tenía que ser?

—Aún no hay respuesta. O nuestra instalación no funciona...

No puedo entenderlo. Mandar un comunicado en nuestra situación. Para que nos pesquen.

Como si hubiese oído mis pensamientos, el viejo aclara:

—Tengo que ir sobre seguro.

Otra vez tengo esa sensación de que he perdido el contacto con la realidad, de que ese barco enorme no es sino un fantasma, de que en seguida habrá una explosión y que entonces habrá que respirar hondo; risas, fin de la función.

—Hace media hora que sabe que lo torpedearemos si no manda un bote — truena el viejo.

También el primer oficial tiene los binoculares ante sus ojos. No dice una sola palabra. En mi cabeza hay un tornillo flojo: es una locura, nada más que una locura. Un vapor, directamente por encima del alambre de comunicaciones del submarino.

¿Es que los buenos espíritus han abandonado al viejo?

—Mantenemos su onda ocupada. Pero sólo el diablo sabe lo que está pasando.

Primer oficial, dígale en inglés otra vez que le enviaremos un torpedo, si no nos manda él una lancha... ¿Qué hora es, navegante?

—Tres y veinte.

—Avíseme cuando sean las tres y treinta.

Sólo ahora veo que el marinero de comunicaciones Hinrich está en el puente. Es quien maneja las señales, apoyado sobre la parte más alta de la defensa.

—¡Maldición! —se enoja el comandante, porque desde enfrente no llega ni siquiera la señal de comprendido—. Esto es increíble.

El marinero debe repetir sus señales tres veces, antes de que aparezca un reflector de señales entre los muchos ojos de buey del vapor. El primer oficial deletrea al oído del marinero de comunicaciones. Dagas de luz se dirigen hacia el barco, cortas y largas.

Otra eternidad, hasta que desde el vapor llega la respuesta. El viejo no participa de su lectura, como encaprichado.

—¿Qué dicen? —le pregunta luego al primer oficial.

—Que están apurando el trabajo, señor.

—Apurando, apurando. ¿Qué significa esto? Primero nos dan un nombre falso y ahora esto... ¿Qué hora es, navegante?

—Tres y veinticinco.

—¡Qué mala educación! Un nombre falso, ponerse duros, no querer colaborar... El comandante pasa de un pie al otro, las manos colocadas profundamente en los bolsillos de su chaqueta, la cabeza hacia abajo. Su perfil se dibuja muy bien contra el fondo acuático. Lo único que hace es mirar fijamente hacia el vapor.

Nadie se atreve a decir una palabra. Solamente se oye el ruido de las olas al golpear contra los
bunkers
. Hasta que el comandante vuelve a gritar:

—¿Qué quiere decir eso de que están apurando el trabajo?

Claramente noto que está esperando una respuesta de parte del oficial navegante. Pero éste se refugia detrás de los binóculos y no habla. Los minutos pasan. El comandante se vuelve hacia él. El navegante quiere rápidamente volver a ocuparse de sus anteojos. Demasiado tarde, tiene que hablar:

—Yo... hemmm... no tengo opinión formada, señor... nunca se sabe...

—¿Qué es lo que no se puede saber? —lo interrumpe el comandante.

—Algo no funciona en todo esto —dice el oficial navegante, indeciso.

—Esa es justamente mi propia opinión —responde el viejo—. Se retrasan a propósito. Están esperando que lleguen destructores. O aviones.

El viejo habla como si tuviese que autoconvencerse. Otra vez el balbuceo del navegante:

—...esperemos.

Veo las luces amarillas de los ojos de buey, en línea, siento el viento húmedo de la noche en el rostro, palpo cuidadoso la defensa metálica, como ciego, me balanceo con él ida y vuelta del submarino sobre el mar. Oigo el ruido que hacen las olas al golpear contra las celdas de inmersión, su siseo parecido al del agua cuando chorrea sobre una placa caliente. Huelo yodo, el aire húmedo de la noche. También huelo el aceite. Todos mis sentidos están en funcionamiento, y sin embargo es como si estuviese despierto a medias, como si no pudiera confiar en mis percepciones.

No podemos jugar a la guerra, con este caño roto a medias. El viejo ya no puede poner sobre la mesa cartas de triunfo. Es una suerte que el cañón de cubierta haya desaparecido, porque es seguro que el viejo dispararía ahora, sólo para apurar a la gente del buque fantasma.

—¡Tubo uno en agua!

Esa voz de hielo. El viejo está de pie detrás de mí. Puedo sentir entre mis omóplatos su impaciencia. Es una locura. No puedo atacar. El enemigo está parado, nosotros también. La distancia es mínima.

Dos olas pegan con sonido de gong contra los
bunkers
. Luego, nada más que silencio. Sólo se oye la respiración entrecortada de los hombres.

De pronto dice el comandante:

—¡Ya es suficiente, navegante! ¿Se ve algo?

—No, señor —responde Kriechbaum a través de sus binóculos, secamente. Pausa de segundos, antes de seguir—: ...pero yo no sé si...

—¿Qué cosa, navegante? ¿Ve algo... o no ve nada?

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