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Authors: Lothar-Günther Buchheim

Submarino (63 page)

BOOK: Submarino
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El aparato para escuchar está ocupado por Herrmann. Sé que en estos momentos tiene una serie de contactos, pero que sólo los informará cuando estén lo suficientemente cerca. Por ahora, Herrmann calla. Tenemos suerte.

—Veinte metros... dieciocho.

La columna de agua del Papenberg está bajando. El comandante se dirige pesadamente hacia arriba.

—La escotilla de la torre está por encima de la superficie —informa el ingeniero.

Trago. Los ojos se me llenan de lágrimas. ¡Que los ciegos vuelvan a ver, que los intoxicados vuelvan a respirar aire puro!

El submarino comienza a moverse. Y un ruido:

—¡Tch... bumm... tch... bummm!

¡Una ola golpeó contra la embarcación!

Todo se desenvuelve ahora tan rápidamente como de costumbre. El comandante ordena:

—¡Equilibrio de presiones! —El submarino está afuera.

Un golpe rudo: la escotilla de la torre acaba de abrirse. Es decir, que el equilibrio de presiones no había llegado aún a su fin. El aire nos cae desde arriba como una masa compacta. Mis pulmones se llenan de él, dolorosamente. Se interrumpen, como si no fuesen capaces de contener tanto aire de una sola vez. Tambaleo. El dolor de los pulmones me llega hasta las rodillas.

Dios mío, ¿qué sucede aquí arriba? ¿Y las luces de Bengala? ¿Vio algo el viejo?

¿Por qué no manda órdenes?

El submarino se bambolea de un lado a otro. Oigo el golpeteo incesante de las pequeñas olas. El submarino les sirve de gong.

Por fin llega la voz del comandante:

—¡Sacar el aire!

¡Júbilo en las gargantas de todos! ¡Sacar el aire! El redondel de la escotilla permanece oscuro.

El viejo sigue hablando:

—¡Preparados para la emergencia! ¡El diesel preparada para la marcha!

¿Cómo? ¿Quiere decir eso que la superficie no nos pertenece aún en su totalidad? ¿Que puede sernos quitada en cualquier momento?

Este trago de aire ya me pertenece. Y el siguiente. ¡Aire húmedo y negro de la noche! Mi tórax se distingue y yo tomo aire, tanto como mis pulmones me lo permiten.

Otra vez el rumor de las olas. Es música de los dioses. Podría abrazar el cuello del ingeniero.

Desde arriba llega el grito:

—¡Preparada el diesel!

Más fuerte de lo necesario repito la orden hacia la popa:

—¡Preparada el diesel!

El grito se pasa de boca en boca, hasta las máquinas. Allí se abren las válvulas de escape, en el diesel que queda sana. La gente está probando si el diesel está preparada. Otra vez nos habla el viejo desde arriba:

—¡Diesel de babor hacia adelante, a media velocidad! —El timonel repite la orden, y yo también, hacia la popa.

—¡Diesel a babor hacia adelante, a media velocidad!

Oigo ya el soplido del arranque. La primera pulsación hace temblar todo el submarino.

¡Dios mío! ¡Si todo esto llega a salir bien! Nuevamente, el viejo vuelve a apostar todo a una carta. Apenas si he podido comprender que ya estamos arriba, que respiramos el aire de la noche, que vivimos aún... y ya ordena el viejo encender el diesel. ¿Querrá acercarse a la costa?

El diesel está incorporando al submarino corrientes de aire puro. Todas las compuertas están abiertas, a fin de que el aire renovado llegue a cada rincón de la embarcación.

El ruido de el diesel me traspasa. Quisiera taparme los oídos. Seguramente se le debe estar oyendo en España, o en África. ¡Con la cantidad de observadores que debe de haber a nuestro alrededor!

¿Qué otra cosa podía hacer el viejo? No teníamos elección. No podíamos aparecer silenciosamente.

Si supiera qué aspecto tiene la cosa arriba! Pero desde allí sólo provienen órdenes que nada me aclaran.

El viejo llama ahora al oficial navegante, para que suba al puente. También el primer oficial, a mi lado, tiene el rostro volcado hacia arriba. El se agarra de la escalerilla con la mano derecha, yo con la izquierda. Es mi imagen especular.

Tres, cuatro órdenes son dadas en rápida sucesión. Luego otra más:

—¡Todo a babor! ¡A doscientos cincuenta grados!

El timonel se confunde con tantas órdenes juntas. Nada más se oye desde arriba.

—¡Pero, pero, pero! —se oye allí la voz del comandante. El último «pero» se estira a lo largo. No es lo que se dice una super información, mas me puedo imaginar que salimos bien.

A morderse los dientes y a desear que el viejo haga lo correcto. Tiene práctica en eso: jugar delante del rostro del enemigo, marchar cerca de él, navegar siempre con fondo negro; todo según las reglas del arte.

El primer oficial se sorbe los mocos. Respira a través de la boca abierta. Podría decir algo, pienso. Con sus recetas magistrales, éste estaría perdido. Lo que el viejo está haciendo ahora no se aprende en cursillos. Ahora hay que desandar con las ruidosas diesel lo que hicimos con las silenciosas máquinas eléctricas. De regreso. La entrada al Mediterráneo fracasó.

Como obligado, también yo me sorbo la humedad de la nariz. Casi todos debemos estar algo resfriados. Mi pie izquierdo se coloca sobre el último escalón, como si estuviese en el escaño de un bar. El primer oficial me copia el movimiento con el pie derecho.

El oficial navegante guarda demasiado silencio. Sólo puedo entender la mitad de lo que dice:

—¡Objeto... a tantos grados! ¡Objeto en situación treinta... se acerca!

—¡Qué tránsito de locos! —oigo que dicen detrás de mí. ¡El segundo oficial! Puede hacerse el hombre fuerte ahora, todo lo que quiera, a mí no me engaña. Nunca se me borrará su imagen en el rincón de ese camastro, con el perrito de plástico entre los brazos.

El segundo oficial está más cerca ahora. Lo noto en su respiración.

En la central parece haber crecido la población. Es comprensible que la gente no quiera quedarse ahora en sus habitáculos. El que puede se hace un lugar en las cercanías de la torre; en la oscuridad nadie los distingue, para su suerte. A pesar del ruido de la diesel, oigo claramente el siseo del aire comprimido saliendo de un pequeño cilindro de acero. Otra vez. Dos que se acaban de preparar para el descenso.

El corazón me golpea en el cuello. Si alguien nos descubre... ya no podremos sumergirnos.

Sigue una secuencia enloquecedora de órdenes:

—¡A babor... a estribor... hacia adelante... bien, así... todo a babor! —El viejo obliga al submarino a serpentear sobre el mar.

No puedo entender que aún no hayamos sido hallados por nadie, que los Tommies no hayan dado la gran alarma, que todo lo que pueda navegar no esté acercándose a nosotros. Alguien nos
tiene
que oír, o vernos. No pueden estar
todos
durmiendo. ¿Nos encubrirá el diesel con su ruido? ¿Nos tomarán por un submarino inglés? ¡Pero si la forma de la torre es distinta en los submarinos ingleses! Sí, me digo, vista de lado, claro, pero vista de frente quizá no haya demasiada diferencia...

Otra vez el corto siseo del aire que abandona un cilindro de aire comprimido.

¡Ojalá no tengamos que saltar!

¿Y si viene otro avión?

Ese no era un vuelo de rutina. Habíamos sido avistados, y ellos pueden acoplarse, de manera que si para hoy no se ha avistado nada, los aviones se quedan en casa.

Ahí estamos los tres, y apenas si nos atrevemos a respirar. Como en el teatro: el observador, allí arriba en la torre, informa lo que ve. Y así consigo percibir claramente las sombras de barcos lejanos que se juntan, giran, se agrandan y vuelven a desaparecer.

Ahora calla nuestro observador. ¡Si solamente dijera una palabra!

El segundo oficial tose antes de opinar, con voz aflautada.

—Lo primero será enfilar ordenadamente hacia el Oeste, sospecho.

Hace cinco minutos que el viejo guarda silencio. Veo ante mí la carta: sí, un gran arco hacia el Oeste, a fin de evitar el pesado tránsito en los alrededores del Cabo San Vicente.

—¡Si pudiera ir al puente! Ver. Ver. ¡Ver! Por lo menos el cielo me demuestra su comprensión: la cobertura de nubes se abre y aparecen algunas estrellas. En el círculo de la escotilla se dirigen de derecha a izquierda. ¿Cómo se llamarán? El navegante lo sabría inmediatamente.

Pero él está arriba.

—¡A babor veinte... a doscientos setenta grados!

Pasa un minuto antes de que el timonel informe:

—¡Estamos a doscientos setenta grados!

Ya me he acostumbrado al ruido de el diesel. Pero al emerger me pareció un golpe en todo el cuerpo.

—¿Qué hora es? —pregunta el comandante.

—Las veintiuna y treinta —contesta el timonel desde la torre.

Es decir, que hace una hora que estamos en la superficie. ¿Cuánto es capaz de dar esta soel diesel?

No sé siquiera a ciencia cierta a qué velocidad estamos marchando. Si los diesel fueran dos, me daría cuenta por el tono. Pero así no puedo distinguir los ruidos, no estoy entrenado. Ojalá las baterías se recarguen lo suficiente como para aguantar un día más. Porque hay algo claro, por más que nadie lo haya dicho nunca: en cuanto amanezca hay que desaparecer de la superficie. El ingeniero querrá mantener el submarino a profundidad de periscopio. Esperemos lo mejor.

Por fin otro bocadillo desde arriba:

—...no, navegante, de eso estoy seguro, ése se va. Seguro. Tenga al otro bajo los ojos.

Cinco minutos después pregunta el comandante:

—¿Cuál es nuestra situación?

—Doscientos setenta grados.

—Bien.

—¿Cuántas millas podremos hacer todavía, antes de que amanezca? —le pregunto al primer oficial.

—Veinte, quizá.

—Vamos bien.

—Parece.

De pronto siento un apretón en el hombro y pego un respingo, asustado.

—¿Cómo está todo? —pregunta el ingeniero.

—Aceptable —le contesto—. ¿Y usted?

—Gracias...
comme ci, comme ça
.

—Ajá.

—Sólo quería respirar un poco de aire puro —me explica el ingeniero antes de desaparecer.

—Parece que no nos quieren, en el país de los
macaronis
—oigo detrás de mis espaldas.

Tiene que haber sido el marinero de la central, Isenberg. ¡Cierto: La Spezia! Ya ni pensaba que era allí a donde nos dirigíamos. ¡El hermoso y azul Mediterráneo! El astuto Rommel tendrá que ver qué hacer para pasarlo sin nosotros. A fin de cuentas, somos un submarino del Atlántico. ¡Que se ocupen los italianos de los convoyes del Mediterráneo!

¿Habremos sido el único submarino? ¿O habría otros que tuvieron que pasar la dura prueba?

Si conseguimos dirigirnos hacia el Oeste... entonces, ¿qué? Un día bajo agua, a profundidad de periscopio, bien. ¿Y luego? No estamos aptos para sumergirnos. Más que la profundidad de periscopio no soporta ya este submarino. ¿Funcionará nuestra radio? Nadie volvió a hablar de comunicaciones. ¿Cuántas millas nos separan del siguiente puerto francés? ¿O querrá el viejo regresar a Vigo, para mandarnos a pie a través de España, todos juntos esta vez?

¿Y si el tiempo empeora? ¿Cómo cruzaremos entonces el golfo de Vizcaya? De día sería imposible, de todas formas... No somos capaces ya de escapar de ningún avión, y el golfo hierve de aviones. ¿Navegar de noche y quedar sumergidos de día? Está bien que las noches son largas, pero es una empresa difícil...

—Bien, así... —oigo desde arriba.

El viejo se salió de curso. Nos hace ir más hacia el Sur. Es el juego de siempre: el viejo piensa, los Tommies piensan; podrían pensar que si varios submarinos quisieran intentar pasar hacia el Mediterráneo lo harían por el camino más corto. Es decir, viniendo desde el Atlántico central y del Norte, no navegarán por debajo de los treinta y seis grados. O sea que nosotros debemos mantenernos por debajo de los treinta y seis. Por lo menos por ahora.

Si estoy en lo cierto, tendríamos que estar en las cercanías del cabo Espartel. O más hacia el Oeste, pero a esa altura. El oficial navegante no puede hacer sus mediciones ahora. Y como nadie lo reemplaza, le faltará después un bonito tramo para dibujar sobre la carta.

De pronto me doy cuenta de que han desaparecido ambos oficiales. Tampoco a mí me es fácil mantenerme vertical. Desde arriba llegan ahora menos órdenes para el timonel. Según parece, hemos dejado atrás las cadenas de observadores, incólumes.

Si ya no es tan arriesgado, bien podría intentarse...

—¡Permiso para subir! —demando.

—¡Sí! —responde el viejo.

No consigo casi poner en movimiento mis miembros. Tanto tiempo de pie los ha endurecido. Trabajosamente, subo la escalerilla, al lado del timonel. El viento me da en el rostro, aun antes de conseguir ver la defensa. Se me mete en la boca.

—¿Y? —pregunta el viejo.

No consigo hablar. Miro a mi alrededor, espío. Ni una sombra, nada. ¡Ahí! A estribor titila una cadena de luces. Son nueve o diez. ¿Qué será? ¿La costa africana? Se hace difícil comprenderlo.

Me incorporo aún más, por encima de la defensa. La proa brilla en el tenue resplandor de la luna. ¡Qué vacía que está la cubierta! A pesar de la oscuridad veo la baranda, rota; ¿qué aspecto tendrá la parte delantera de la torre? El viejo está de pie junto a mí:

—¿Impresionante, no es verdad?

—¿Cómo dice?

—¡Que es impresionante! —lo que sigue es un murmullo, del cual solamente consigo entender la mitad—: ¡Dios no abandona a su pequeño hato de vagabundos!

El oficial navegante también se deja oír:

—Siempre creí que cuidaría a los ingleses, que son los que tienen el whisky. No puedo creer lo que estoy oyendo: chistes inocentes.

Me posesiono de un sentido de irrealidad; ésta no es la vieja tierra. Nos deslizamos por una piel de plomo, sobre una luna fría y muerta que surca el espacio infinito. Ni existen otros seres vivos fuera de nosotros mismos. Me da la sensación de habernos deslizado de esta manera por cien largos años. ¿Seremos los de antes? ¿Los mismos? ¿Qué significa el haber logrado un pequeño impulso hacia la superficie?

Durante largos minutos no estoy seguro de estar despierto o dormido. Siento que todo va cambiando... De todo esto, ¿qué es realidad? ¿Qué es lo que soñé? ¿Qué lo que se debió a las alucinaciones del miedo? ¿Y cuánto ha durado en verdad esta tortura? ¿Cuándo estuve despierto del todo? ¿Cómo pasé tantas horas? ¿Y los otros?

Lo que más quisiera preguntarle al navegante en este preciso instante:

¿Cómo se desarrolló todo esto?

Mis miembros están flojos, como después de una pesada enfermedad. Mi sangre, empero, sigue golpeando fuertemente en las arterias. Los latidos de mi corazón repercuten en los oídos.

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