Submarino (60 page)

Read Submarino Online

Authors: Lothar-Günther Buchheim

BOOK: Submarino
13.81Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Las bisagras están rotas por docenas... a ningún lado es fácil llegar... —oigo que relata.

Su rostro está siendo iluminado en este preciso instante por una linterna más potente que las demás. El cansancio pintó alrededor de sus ojos semicírculos verdosos. Los ojos mismos están febriles. Las arrugas que le surcan la cara son cada vez más profundas. El ingeniero parece haber envejecido diez años en esta noche.

No puedo distinguir bien su cuerpo. Sólo su rostro iluminado. Me asusta verlo hablar:

—Tampoco funciona la instalación de enfriamiento de agua, señor. El diesel de estribor... quiero decir, a lo mejor... no funciona con los medios de que disponemos a bordo...

Algo, no oí bien qué, sólo se puede reparar con fuertes golpes de martillo. El comandante y el ingeniero están de acuerdo en que ese trabajo es imposible.

La voz de abajo sigue con su murmullo:

—Bueno, por fin... a medias, pero está... a Dios gracias... esto es algo para relojeros...

El viejo murmura, por su parte:

—Va muy bien... va completándose... —y agrega, dirigiéndose a mí, pero sin embargo tan fuerte como para que todos puedan oírlo perfectamente—: ¡Es bueno tener especialistas competentes a bordo!

El habitáculo de las máquinas eléctricas me asombra tanto como la sala de los diesel. Este ya no es el habitáculo estéril en que se albergaban las máquinas más limpias, bajo una capota de acero. Las vestiduras han sido arrancadas, sacadas las placas del suelo, las vísceras están a la vista. De todo aparece sobre el suelo... y agua debajo. Esto tiene algo de obsceno, algo de pecaminoso. El marinero electricista Rademacher está acostado sobre la barriga. Sus carótidas están hinchadas. Trata de apretar tuercas de la base de las máquinas con una grandísima llave.

—Esto está todo roto —digo.

—Roto está bien dicho —me responde el viejo.— En seguida vendrá el pagador y saldará los daños de su propio bolsillo... todo sin burocracia...

Al oír su voz, Rademacher trata de incorporarse, pero el viejo lo detiene, poniéndole la mano sobre el hombro. Rademacher sonríe.

Descubro un reloj: son las doce. Tengo que haber dormido, es evidente. Pronto vendrá la hora del almuerzo. ¿Cómo habrá hecho ese reloj para sobrevivir a la detonación? Mi mirada se posa en una botella vacía. ¡Sed! ¿De dónde sacar algo para beber? ¿Cuánto hace que tomé algo por última vez? Tengo mucha sed, pero nada de hambre.

Allí hay una botella todavía, a medio llenar. Pero no le beberé el jugo a Rademacher, no.

El viejo, mientras tanto, permanece de pie, erguido y firme, sin moverse, con la vista fija en las maderas del suelo. ¿Estará haciendo un resumen?

Una escena deprimente: el marinero Rademacher, sobre el abdomen, y el viejo, duro.

Por fin recuerda mi presencia. Se vuelve y me dice:

—¿Vamos? —Otra vez el mismo camino, pienso. Pero esta vez, el viejo hace de cuenta que nada hay para observar, como si todo estuviese en orden. Un par de movimientos con la cabeza y ya estamos de regreso en la cocina.

¡Las naranjas! ¡Claro, las naranjas del Weser! ¡En la proa hay dos cajones de naranjas! Diciembre: la mejor época para las naranjas. Me doy cuenta de que se me hará agua la boca. Toda ella está reseca, llena de una viscosidad pegajosa. Con las naranjas se irá esa sensación.

Nadie hay en el habitáculo de los alféreces. Todos los técnicos están en la popa. El oficial navegante estuvo hace un rato en la central... ¿Y el contramaestre?

Trato de abrir la compuerta que da al habitáculo de proa con el menor ruido posible. Poca luz, como de costumbre. Sólo una lámpara. En esta penumbra tardo un buen minuto en darme cuenta de los objetos. Todos los marineros están recostados en sus camastros y hamacas, durmiendo. También hay algunos recostados en el suelo, tratando de darse calor los unos a los otros.

Nunca había visto tanta gente junta en el habitáculo de proa. Es que ahora lo ocupan no solamente los que están libres, sino también quienes deberían hacer la guardia. O sea, el doble de la tripulación normal.

Parece un campo sembrado de cadáveres. Peor: como muertos por gas. Ahí están, en la penumbra, como si hubiesen caído de pronto, presas del dolor.

Me tranquiliza oír un ronquido.

Quizá nadie se daría cuenta si al ingeniero le diera por interrumpir el oxígeno.

Seguirían durmiendo, con sus boquillas y sus tubos, pacíficamente.

Uno está moviéndose. Es Hacker, el mecánico de torpedos. Lentamente se arrastra por encima de los demás cuerpos, como si estuviese buscando a alguien en especial. Es el que se encarga de cuidar que todos mantengan colocada su boquilla.

No hay sitio para nada, ni siquiera para que yo apoye los pies en algún sitio.

Tengo que tener cuidado de no tropezar con alguna boquilla.

Las naranjas tendrían que estar guardadas bien adelante, así que ahí voy. Por fin consigo palpar un cajón, y en seguida una fruta. La sostengo en la mano: es pesada, grande. Trago. Ya no puedo esperar: allí mismo, de pie entre tantas piernas, tantos brazos y boquillas, me saco la mía de la boca y clavo los dientes en la piel de naranja. El segundo mordisco llega a la carne. Chupo el jugo con verdadero deleite. Un poco de líquido cae sobre los que duermen. ¡Ah, qué placer! ¡Tendría que haber pensado en esto hace mucho!

Alguien se mueve al lado de mi pie izquierdo. Una mano me toma de la pantorrilla; me asusto, parece un pulpo que se engancha a mi pierna. Ni siquiera distingo de quién se trata, en la luz mortecina del ambiente. Un rostro se incorpora directamente hacia mí: es , un lémur receloso y trompudo. Tengo miedo de muerte, al ver acercarse ese hombre hacia mí, de esa forma. Aún no puedo reconocerlo. ¿Es Schwalle o Dufte? Sólo puedo musitar:

—Qué buenas estas naranjas, ¿no es cierto?

Hacker, aún de recorrida, se acerca a mí y me dice, después de haberse sacado la boquilla:

—No hay buena acústica aquí...

Mi lámpara da suficiente luz como para distinguir los hilos de baba que descienden de su barbilla. Encandilado, Hacker cierra los ojos.

—¡Perdón!

—Busco al camarero.

Señalo hacia un rincón oscuro, en las cercanías de la compuerta:

—¡Ahí... ése tiene que ser!

Hacker se balancea aún sobre otros dos hombres hasta llegar al camarero. Lo zarandea hasta despertarlo y le susurra al oído:

—¡Vamos, vamos, que los de popa quieren beber algo! ¡Pronto!

Nada ha cambiado en el habitáculo de los oficiales. El segundo oficial sigue recostado en el mismo rincón, durmiendo. Así que cojo un libro del anaquel más próximo y me obligo a leer:

«
Gastón de Vernon frecuentaba ahora bastante a John White, porque ambos gozaban del secreto que sólo a ellos les pertenecía. El nunca se encontraba con Cinta Morena, en sus idas a la ciudad. Le era cómodo...
» Mis ojos palpan cada región. Se deslizan en el tiempo acostumbrado de izquierda a derecha, registrando cada sílaba, cada letra. Pero mis pensamientos no están ahí. Mi cerebro provoca muchos cortocircuitos. Textos muy diferentes a los impresos se entremezclan: ¿Qué pasa con los submarinos hundidos? ¿Volverá algún día la Armada de submarinos hundidos del Atlántico, traída por las caracolas? ¿O la gente queda aquí abajo, aislada como en el alcohol, por los siguientes diez mil años?

¿Y si algún día se encuentran los medios de rescatar hacia la superficie los submarinos hundidos? ¿Qué aspecto tendríamos nosotros, si eso sucediera?

En verdad, seríamos una tripulación de lo más pacífica. Y ése sería el aspecto que tendríamos ante la cuadrilla de rescate. En otros submarinos hundidos, el cuadro es peor. Los marineros se hallan seguramente abrazados unos con otros, o tirados entre los diesel. Nosotros somos la excepción: estaremos secos.

Nuestras conservas aún serán comestibles. Sin oxígeno no se herrumbrará nada. Y además, la calidad excepcional de este submarino. La cuadrilla tendría que sudar: poseemos muchas cosas importantes a bordo, de valor. Sólo no servirían las bananas, los ananás y las naranjas...

¿Y nosotros? ¿Qué sucederá con cincuenta cadáveres sin oxígeno? ¿Qué, con cincuenta vejigas llenas de orina, con las albóndigas y la ensalada de patatas que albergan nuestros estómagos, cuando ya no haya más oxígeno? ¿No quedaremos secos y duros, feos pero durables?

Trago, aprieto los labios alrededor de la boquilla y sigo leyendo:

«
Más que en los tiempos de su enamoramiento de Cinta, veía en sus pensamientos a la rubia Fränze Mallentin. Un día, encontró en casa de White a una bella mujer rubia, la joven viuda de un médico neoyorquino. Era una prima de White, de increíble cabello rubio, grueso, y ojos azules.
» En ese instante se me cruza la idea de nuestra mosca a bordo. Veo un submarino hundido, rescatado años después, verdoso y cubierto de conchas. La torre está partida y desde adentro salen millones de moscas. Cubren por millones los cincuenta cadáveres de la tripulación, en forma de gusanos.

Seamos objetivos, me digo. ¿Cuánto aire necesitan las moscas? Seguramente menos que nosotros.

Me doy la orden de seguir leyendo:

«
Ella no tenía parecido alguno con Fränze Mallentin, pero a él le pareció que sí; sólo por eso le gustó Ellen Hunter. También a ella le gustó él, mientras que White y su señora, que lo ayudaba, jugaban un poco a los cuidadores de ambos...
» De pronto, el absurdo de esa lectura penosa me infunde alegría. Podría reír a mandíbula batiente, pero con la boquilla en la boca no es posible.

—¡Anochece! —oigo desde la central. ¿O dijeron que amanece? Todo es difícil de entender para mí.

Los susurros se acercan. Aparece el viejo, y detrás de él el ingeniero.

El ingeniero informa ante el viejo. Aquél parece haber cobrado nuevas fuerzas. Como un boxeador que saca fuerzas de flaqueza, después de dárselo por perdido, en rounds anteriores. Junto con el segundo ingeniero y sus hombres, no ha descansado un minuto. Ahora está haciendo una especie de balance parcial, junto al viejo. Oigo que las válvulas de cierre están aseguradas con suplementos de madera. Ambos periscopios están definitivamente rotos, nada puede hacerse por ahora para repararlos. Demasiado complicado...

Puedo ver en el ingeniero un halo de esperanza en los ojos, durante su informe.

¿Se han multiplicado nuestras posibilidades? Ya ni oigo lo que dicen.

Solamente me interesa saber si el ingeniero está seguro de poder sacar el agua hacia el exterior y entonces mover el submarino de aquí. ¡Qué me importa el periscopio! Todos mis deseos se reducen ahora a ganar la superficie. Sabe el cielo lo que sucederá más tarde. Lo primero es subir. ¡Nada más!

Pero nada oigo de bombear el agua hacia afuera. ¿De qué sirven entonces los demás éxitos? ¿De qué nos sirven todas nuestras máquinas, si no nos es posible despegarnos del suelo?

De pronto, vuelven a oírse nuevos ruidos. Se acercan. Imposible equivocarse:

hélices. Más y más cerca.

—¡Hélices a nuestro alrededor! —oigo que informan.

¿Qué significa alrededor? ¿Hay todo un convoy allí arriba? Los ruidos se hacen uno solo, sordo, grave. Rítmico. El viejo eleva la vista hacia el techo como si quisiera jugar al inquilino que se enoja porque el vecino de arriba está importunando.

Miro a mi alrededor sin saber qué hacer. Sobro aquí. Sólo me queda arrinconarme aun más en donde estoy. De inmediato siento el dolor de mis huesos. Tiene que ser de acarrear baldes. Una especie de calambre.

El viejo sigue hablando, sin crearse problemas. Al principio me asusto, pero en seguida comprendo que con ese ruido ahí arriba es imposible que nos oigan. La voz ruda y áspera del comandante es mi consuelo.

—¡Hay tránsito ahí arriba! —dice. Se hace el indiferente, como tantas veces. Pero a mí no me engaña: yo lo vi, cuando en secreto con ambas manos se agarraba la cintura y se doblaba para bostezar mejor. Tiene que estar demasiado cansado. Desde que caímos, solamente durmió a ratos, nunca más de un cuarto de hora.

El ingeniero no soporta los ruidos tan bien como el comandante. La voz se le apaga en la garganta, su mirada vuela de un lado a otro. Nadie agrega nada más. Juego mudo.

Desearía que todo esto acabara de una vez, para que cada uno volviera a su rostro habitual.

Por lo menos, cesa el ruido de las hélices. El viejo me mira de lleno a la casa y asiente confortado, como si él hubiese suspendido el ruido... para hacerme un gusto personal.

El ingeniero toma un rápido trago de una botella de jugo y vuelve a desaparecer. Quiero vencer mi timidez y preguntarle al viejo por fin cómo estamos en realidad. Pero en el mismo instante se incorpora, con el rostro lleno de dolor, y se va hacia la popa.

No se me ocurre nada mejor que seguirlo hacia atrás, un rato después. Quizá pueda empujarlo hacia la central, y allí hablar con él. Pero no lo encuentro. Tiene que haber ido más allá todavía. Tengo el presentimiento de que algo no funciona en la popa. Tendría que haber prestado más atención cuando hablaban. Debo combatir la niebla que me cerca el cerebro. ¡Atender, no dejar pasar un solo detalle! ¡Y averiguar lo que no se me ha dicho!

Pero la neblina del sueño me circunda la cabeza y se hace cada vez más densa. Bueno, lo mejor será, de todas maneras, que me recueste un poco en mi camastro. Alguna vez tengo que dormir, así que... No tiene sentido seguir sentado por ahí...

Tengo que haber estado en trance cuando caminaba hacia el habitáculo de suboficiales. Pero ahora se me hace difícil: nunca había practicado subir a mi cucheta con el tubo de oxígeno adherido a la barriga. Al fin lo consigo, con un par de saltos dolorosos. Y ahora, a abrir los botones de la camisa, aflojar el cinturón, relajar la panza, dejar salir el aire que sobra, estar ahí acostado, como en un sobre, con el tubo de oxígeno como si fuese una bolsa de agua caliente. Observo el techo encima de mi cabeza. Sobre él se ha concentrado el agua, por suerte no en tal cantidad como para desplomarlo. Sólo hay algunas gotas suspendidas, gotas de Damocles. A través de la cortinilla cerrada puedo ver, entre tantos caños y tuberías como recorren el techo, las instalaciones del altavoz. Altavoz mudo, ahora. Muerto. Pero no me apena. Lo que diría no sería seguramente nada optimista. Tampoco las máquinas hacen ruido, ni siquiera se oye el más ligero zumbido. Aún no me he acostumbrado a este silencio. Tiene algo penetrante.

Mi conciencia trata de liberarse. ¿Es sueño lo que tengo, o una especie de desmayo que me ataca?

Other books

Yours to Keep by Serena Bell
Sanctuary by David Lewis
Clarkton by Howard Fast
The Autistic Brain: Thinking Across the Spectrum by Temple Grandin, Richard Panek
Death on the Diagonal by Blanc, Nero
The Skin by Curzio Malaparte
Brooklyn Heat by Marx, Locklyn
The Bride's House by Sandra Dallas