Authors: Lothar-Günther Buchheim
Pero no. Todos se escurren por ahí, las caras largas. También el viejo está monosilábico. Y eso se contagia. Quizás el viejo sólo se está dejando llevar por su dicho, no vender la piel del oso antes de cazarlo. La gente sin embargo se deja caer en el más hondo pesimismo, en cuanto él deja de animarla. Todos están enfermos del espíritu. Tendría que ir otra vez al habitáculo de proa, quizás allí el ambiente sea mejor.
Apenas si puedo comer, de tanto cansancio y tensión nerviosa. El ingeniero tampoco prueba bocado. También los otros miran más el plato de lo que en realidad comen. El camarero tiene que llevárselos medio llenos.
La Pallice.. La Rochelle... Lo que más recuerdo de allí son las pulgas... Me atacaron bárbaramente cuando estuve, tenía doce ronchas, cada una grande como una moneda.
En el habitáculo de proa, las cosas tienen peor aspecto que nunca. Todo está revuelto. Y llamar a limpieza general ya no está seguramente en el ánimo del contramaestre. Las lámparas vestidas de rojo han desaparecido. Nadie piensa ahora en lograr un ambiente de prostíbulo. Apáticos y completamente relajados, los hombres yacen sobre el suelo, niños envejecidos con barbas de juguete. El fatalismo ha cundido. Apenas si hablan entre ellos.
Pero ya unas horas después se organiza en todo el submarino una limpieza excepcional. Es que el comandante ha hecho cuentas claras con el contramaestre.
¿Limpieza de Navidad?
—¡Qué no se multiplique la haraganería! —me aclara el comandante.
Estuvo bien pensando y mejor decidido: simplemente, que siga la rutina de a bordo, como siempre. Mantener bajas las compuertas de las lágrimas, desviar los pensamientos que nos llevan hacia el hogar. Ni pensar en el baño de lágrimas que esto podría llegar a ser. Nuestros nervios destruidos y encima esos sentimentalismos. Nadie lo soportaría.
—La Spezia... hubiéramos llegado a tiempo —dice el viejo.
Hmm... ¿aires de Navidad?
Me invade el recuerdo de las orgías de comida y bebida en el hotel Majestic; mesas largas, comida abundante, confitería navideña. Y luego el discurso del jefe de la Flotilla: el fuerte lazo entre nuestros palpitantes corazones y los corazones palpitantes de los nuestros en casa; el Führer, la vieja Navidad alemana, el Reich, y por sobre todo nuestro gran Führer. Y entonces, de pie:
—¡
Heil! ¡Heil! ¡Heil!
Una cosa está clara: queremos alcanzar el próximo puerto posible para nosotros. No St. Nazaire, sino La Rochelle. El viejo se mantiene férreamente en la rutina. Cuarenta y ocho horas antes de desembarcar se debe leer la ordenanza referente a la visita de los prostíbulos. En realidad, ésa es tarea del primer oficial. Pero el viejo lo ha relevado de ella, como una gracia concedida, debido a que este texto se las trae. Así que le toca al segundo oficial darla a conocer a través del parlante. Ordenanza de prostíbulos a cambio del Evangelio según San Lucas. El segundo oficial lo hace bien. Su voz tiene, para la lectura de una orden de la Flotilla, la suficiente seriedad; a pesar de todo nadie creerá que él no considera personalmente lo que está leyendo sino como un delirio más.
El marinero de la central pinta estandartes de éxito. Ya ha terminado uno con el número 8.500: el del primer barco, del convoy.
El primer oficial está sentado junto al ingeniero ordenando los papeles: órdenes para el astillero, cálculos de consumo de combustible, comunicaciones de disparos de torpedos. No me asombraría que volviera a hacer sonar las teclas de la máquina de escribir.
Casi una vez cada hora le echo un vistazo a la carta marina. Y cada vez me invade el secreto deseo de prolongar un poco la línea de lápiz que se dirige a La Rochelle.
Con cada milla que dejamos detrás de nosotros, la prisión de que nos hace objeto el miedo se libera un tanto.
Llegan palabras entrecortadas, a través de la compuerta que da al habitáculo de proa. Los espíritus parecen revivir. Incluso oigo a alguien preguntar quién se dedicaría a escribir los permisos de licencia.
—Todavía no se sabe— es la respuesta del contramaestre.
Increíble: aún tenemos por delante de nosotros toda una noche, durante un tiempo demasiado largo aún no nos podemos considerar seguros, y aquí a mi lado ya hay uno preguntando por los permisos de salida.
Pero lo que más me asombra es lo que oigo un poco después en la proa:
—¿Qué clase de prostíbulos hay en La Rochelle?
Parece que el marinero electricista Pilgrim ya estuvo allí:
—¡Qué sé yo! —es su respuesta, a pesar de ello.
—¡A ti tampoco se te puede preguntar nada importante! —se enoja Frenssen. Por suerte, del espíritu navideño ni noticias.
A la una subo al puente.
—Alrededor de dos horas y media todavía para alcanzar el punto de encuentro con los convoyes —le informa el oficial navegante al viejo.
¿Cómo? ¿Ya estamos tan cerca de la costa francesa?
—¡Bastante temprano hemos llegado! Nos resguardaremos, entonces, y comenzaremos por observar el tránsito de la zona.
—¡Sí, señor! —es todo lo que el navegante responde.
—Bien —me dice el viejo—, ahora ya no tenemos tanta prisa, ¿no es cierto?
Suspiro. ¿Qué voy a decir yo?
El aire de la noche es de seda. ¿Me lo figuro yo, o es cierto que huele a tierra, con un aroma tenue de otoño?
¡El paisaje costero de La Baule, en invierno! Muros de piedra alrededor de cada porción de tierra, para protegerla de los vientos que soplan desde el mar. Hay allí un parque, también rodeado por un muro, que poco a poco se ha transformado en bosque y cuyos árboles, más altos que el muro parecen peinados por el viento.
Cuando hay tormenta, la espuma cuelga entre los arbustos, en grandes gotas de color blanco sucio, a cien metros de la costa.
En los alrededores de La Rochelle, en cambio, no pasa mucho. Por todos lados se ve solamente un terreno plano. La costa en sí no es muy grande. La isla Ré... todo es llano, anegable.
Quizá se pueda ver dentro de un rato la primera luz proveniente de la costa.
¡Pero no! ¡Si la Rochelle no es Lisboa! Todo está oscurecido. Todos los faros de la costa francesa han apagado sus luces.
—¿Dormimos una hora...? —me pregunta el viejo.
—Daño no nos puede hacer...
Le pido al oficial navegante que me despierte en cuanto finalice su guardia y bajo detrás del viejo.
—Marea dos, apenas si hay viento —dice el navegante, al despertarme sacudiéndome un brazo.
Vuelvo al puente aún antes que el comandante.
Enarco las cejas para que mi vista me sea más útil: el horizonte se ve perfectamente. Al Este está aclarando. A babor, en proa, está el primer oficial. Ahora informa:
—¡Al comandante: comienza a amanecer!
El comandante sube y sin palabras pasea su mirada.
—Un rato más aguantamos —dice al fin. Pero pronto noto que se ha puesto nervioso. Una y otra vez eleva su mirada inquieta hacia el cielo. Al Este, sobre el horizonte, se dibuja ya una capa amarilla, como margarina. La oscuridad desaparece rápidamente. Diez minutos más tarde opina el comandante:
—Bien... ya es la hora.
El mar está tranquilo. Parece que estuviésemos navegando en un lago. Desde abajo llegan de continuo las mediciones de profundidad:
—Treinta metros, veintiocho...
Veinte. Y así queda.
—¡Muy bien! ¡Justo para nosotros! ¡Navegante, retirémonos, que pronto estará demasiado claro!
—¡Prepararse para la inmersión! —Una mirada más al mar denso y suave... y en seguida bajamos al interior del submarino.
El golpe con el cual el submarino toca el fondo no es mayor del que sufre un avión cuando toca tierra. La orden dada al ingeniero era justamente ésa: depositarnos sobre el fondo.
—Bien, y ahora esperemos que sea lo que Dios quiera —dice el comandante.
—¡Y la Virgen...! —¡Esa fue la voz del ingeniero! Me vuelvo: ¿la bocaza del ingeniero otra vez en funciones?
¿Se sienten acaso en Francia? Tendría que preguntarle al oficial navegante si esto pertenece al suelo francés o si aún estamos en terreno internacional.
Mi subconsciente ha registrado desde hace rato ya algunos ruidos raros. Ahora se oye un golpe, parecido al que produce un puño al dar contra una puerta de madera. Y otra vez, y otra más. El tercer golpe repercute en todo el submarino. Le sigue una vez más ese primer ruido escurridizo.
—¡Increíble —dice el viejo—, ¡qué corriente!
—Y tan plano como debería ser el fondo no lo es tampoco —oigo que informa el ingeniero.
Es decir que los golpes son provocados por piedras. No estamos firmes en esta posición. Somos arrastrados sobre el fondo.
—Tenemos que hacernos más pesados, ingeniero.
—¡Sí, señor!
Se oye el agua que entra en las cámaras de regulación.
—Ahora sí —comenta el viejo.
Silencio en el submarino. Sólo el ruido de las gotas de agua condensadas al caer. Toda la gente libre se ha recostado en sus camastros, hace rato ya. Cuando esté del todo claro, el viejo querrá ascender a profundidad de periscopio, catorce metros. Guarda silencio acerca de cómo se comportará más tarde. Dirigirse a la costa sin custodia de un convoy es una tarea pesada. De día imposible y muy difícil de noche.
Otro golpe, en el preciso instante en que estoy pasando por la compuerta hacia la popa.
—¡Maldición! —despotrica el viejo— ¡Seguramente no estamos de acuerdo con la corriente! Tenemos que tratar de colocar al submarino más paralelamente a la dirección del agua.
Oigo más movimiento en las celdas. Otro golpe que hace temblar a toda la embarcación. Luego una orden para las máquinas eléctricas, más órdenes para los timones... En fin, ya van a coincidir...
Como desde una lejana distancia se oye en ese momento la voz del escucha:
—¡Ruido de máquinas a trescientos grados! ¡En aumento!
El viejo ha levantado las cejas como un mimo. De pie en medio de la central, está alerta. El ingeniero está detrás de él, algo escondido. Tampoco yo me atrevo a hacer un solo movimiento más.
El viejo traga. Veo claramente cómo sube y baja su nuez de Adán.
—¡A pistón! —informa el escucha.
El viejo se sienta en el pasillo, al lado del compartimiento del escucha y se coloca los auriculares. Sus espaldas están dirigidas hacia nosotros. El escucha saca su cabeza del compartimiento.
El viejo murmura:
—¡Juego lo que sea a que se trata de el diesel de un submarino!
Le devuelve los auriculares al marinero. Por dos minutos es éste quien escucha. El viejo se queda a su lado:
—¿Y, Hinrich?
—¡Diesel de submarino, seguro!
—Submarino inglés o alemán... ésa es la duda ahora... ¡Primer oficial, prepare la pistola de señales! ¡Emergemos y usted dispara inmediatamente! ¿Cómo se escucha ahora?
—¡Doscientos setenta grados!
—¡Armas antiaéreas preparadas! ¡Primer oficial: usted subirá detrás de mí, de inmediato! —De pronto la central se llena de alboroto. Se abre el armario de las municiones.
¿Directamente delante de la puerta de casa, disparar aún con pistola de señales?
El viejo ya tiene la mano derecha apoyada en la escalerilla.
—¿Todo claro? —¡Sí, señor!
—¡Emerger!
—¡Emerger!
Estoy de pie justamente debajo de la escotilla cuando se oye el disparo. Sigue ascendiendo gente, así que sólo alcanzo a ver la luz de magnesio blanca y roja. Espero, con el aire contenido.
—¡Excelente! —oigo decir al viejo—. ¡la señal ha sido dada! ¡Acérquese ahora, primer oficial! ¡Vamos a mirar al colega de cerca!
—Improbable —dice el ingeniero detrás de mí.
—¿Puedo subir? —Bueno.
Necesito un momento para poder reconocer sobre las negras aguas al otro submarino. Está de frente. Se lo podría confundir con un tonel a la deriva.
—¡El aparato de señalización! ¡Rápido! —ordena el viejo.
—¡Bien, Zeitler, ahora preséntenos, como corresponde a gente educada! Zeitler dirige el aparato hacia el otro submarino y deletrea su llamada.
Desde allí parte la señal de recibido. Oigo nuestro aparato una vez más, y al oficial navegante que lee:
—UXW teniente primero Bremer.
El marinero se queda en la misma posición. Todo su cuerpo está preparado para seguir pasando nuevos textos.
—¡Eso es fantástico! —se alegra el viejo— ¡Ellos están anunciados, seguro mil veces! ¡Así que sólo nos resta ir con ellos!
El navegante está radiante: una pesada piedra se le ha caído del corazón:
hubiese sido él quién condujera a la Rochelle.
—Lo único que tenemos que hacer es esperar ahora a su convoy. Pregunte para cuándo está programado el encuentro de ellos con su convoy.
La respuesta llega desde enfrente en cuestión de segundos.
—¡A las ocho!
—¡Y ahora dígales que nos engancharemos a ellos! ¡Se van a romper la cabeza pensando cómo es que no estamos anunciados! ¡Sin más se preguntarán cómo entramos en el puerto asignado a otra flotilla, y más en un día como hoy!
El viejo no parece tener la intención de aclararlo. Durante el intercambio de señales nos hemos acercado al otro submarino. La distancia ya puede ser cubierta a gritos. Se oye en seguida una voz de megáfono desde la otra embarcación:
—¿Qué pasó con ustedes?
Nos miramos. El viejo piensa. Tardo un rato en darme cuenta de que también nosotros somos perfectamente visibles, y que nuestra silueta ha cambiado bastante.
—¿Para qué este interrogatorio? —se queja el oficial navegante.
El viejo se pone el megáfono ante los labios y grita:
—¡Puede adivinar tres veces! —y se dirige entonces al navegante, con voz normal—: Haría mejor en cuidar de que sus armas antiaéreas estén preparadas. El ambiente parece pesado aquí...
El navegante toma esto como una orden directa:
—¡Estricta vigilancia! —les recomienda a los vigías.
De pronto, una detonación sorda pero potente recorre el submarino. Siento el golpe detrás de las rodillas. ¿Explosión en las baterías? ¿En las máquinas eléctricas?
¿En el diesel? Maldición, ¿qué ha pasado ahora?
El viejo grita por la escotilla, hacia abajo:
—¡Información... ! ¿Dónde está esa información?
Pero desde abajo nada llega. Miradas dubitativas entre el viejo y su navegante. El viejo levanta aún más la voz:
—¡Informe... de inmediato!
El rostro del ingeniero aparece por la escotilla, tartamudea: