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Authors: Lothar-Günther Buchheim

Submarino (32 page)

BOOK: Submarino
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Después de la cena me traslado al habitáculo de proa. Ya al pasar por el de los suboficiales me llega el ruido de muchas voces a la vez: se está jugando a los naipes.

Los puños se estrellan contra la mesa.

Llega Dunlop. Lleva en sus brazos la caja, ya reparada, del acordeón; la cuida como si se tratara del ataúd de un niño.

—¡Ahí llega Dunlop! ¡Adelante!

Dunlop observa la rueda, y con voz de sabio informa que media docena de bajos de su acordeón están inutilizados por la humedad.

En otras palabras, el temporal no lo ha dañado definitivamente.

—¡Y bueno! ¡Eso no es nada!

Animado por todos, Dunlop toma asiento sobre un camastro y abre el instrumento. Da unas notas de prueba y en seguida nos regala con un solo. Mientras tanto, los demás continúan golpeando la mesa con sus puños, enfrascados en su juego de cartas.

—¡Una canción! —grita Fackler, el maquinista, en medio del ruido.

La melodía apenas si se escucha con el cuido. El juego pierde aparentemente interés porque las cartas se amontonan sobre la mesa. La canción se estira desordenadamente, hasta que entra en el ritmo deseado. Dunlop comienza a cantar, con una voz casi femenina.

Arriba, las olas amenazantes, con sus picos de espuma; y aquí los marineros, con los codos sobre la mesa y cantando. Siento en mí la necesidad de tocar con mis propias manos las caras de estos hombres, para creer lo que estoy viviendo.

Jueves
. Estamos listos,
Kaputt
. La tormenta no cesa. Por fin llega la liberación, cuando hacia el anochecer el comandante ordena sumergirnos debido a la poca visibilidad reinante.

Poco a poco, todo en el submarino se tranquiliza. Cerca de una compuerta un marinero se entretiene desarmando unos binóculos entre cuyas lentes se ha infiltrado agua.

El habitáculo de comunicaciones está vacío; el radiooperador está sentado al lado, en el habitáculo donde se encuentra el sonar. Con los auriculares puestos, hace girar la aguja en el dial del aparato.

El primer oficial está sentado en el habitáculo de los oficiales hojeando sus libritos, cómo no. Hasta tiene una perforadora. Me sorprende que a bordo haya incluso un aparato de ésos; pero ¡si hasta tenemos una máquina de sacar punta a los lápices! Hay en el submarino un escritorio completamente equipado. ¡Y tenemos suerte de que el primer oficial respete la máquina de escribir!

El ingeniero mira un par de fotografías. El segundo ingeniero debe de estar a cargo de las máquinas, ahora. El comandante hace sebo.

Tomando a todos desprevenidos, comenta el ingeniero:

—¡Seguro que en casa hay nieve ya!

—¿Nieve?

—Puede ser... ¡ya estamos en noviembre! —dice el comandante—. ¡Qué notable!

¡Hace años que no veo la nieve!

El ingeniero nos muestra sus fotos: son paisajes nevados. Las figuras son otras tantas manchas oscuras sobre el fondo blanco. El ingeniero con una chica. Una loma con huellas de esquíes. Una cerca a la izquierda de la imagen. Y la nieve alrededor.

Con la vista en las fotos me vienen a la memoria mis propios recuerdos. Me sitúan poco antes de Navidad, en la tibia intimidad de una pequeña habitación. Hay olor a madera. Saliendo de las figuras del pesebre. Afuera, frío y nieve, tan cortantes que la nariz duele al respirar. Y el vapor blanquecino surgiendo del morro de los caballos, bajo la luz artificial de la noche. En las ventanas, los ángeles...

—Sí —dice el viejo—, la buena nieve; sería bonito de verdad.

El ingeniero guarda las fotografías, pensativo. El comandante hace preparar la comida:

—¡Especialmente para el segundo oficial! ¡El tiene que poder comer tranquilo! Pero en cuanto el segundo oficial ha tragado el último bocado, el submarino se llena con la orden:

—¡Prepárense para emerger!

De inmediato mis músculos se ponen en tensión.

En medio de la noche paran las máquinas. Atontado, me incorporo todavía dormido. Los diesel aún me retumban en la cabeza. Solamente una lámpara da luz al habitáculo. A través de la compuerta oigo las órdenes que se imparten en la central, a media voz, como si se tratara de una acción secreta. Se siente un silbido. El submarino se inclina hacia adelante. El reflejo de la lámpara asciende por encima de la compuerta. Las olas que aún baten contra el submarino semejan bofetadas dadas contra una sábana distendida. Silencio. Se escucha claramente la respiración de los hombres que vienen y van.

Un tripulante pasa por nuestro habitáculo, desde la central.

Frenssen lo retiene:

—¿Qué sucede?

—¡Ni idea!

—Ahora nos vas a contar lo que está pasando, ¿entendido?

—Nada en especial. No hay más visibilidad, está todo oscuro.

—¡Ajá! —es la respuesta de Frenssen.

Me acomodo y trato de dormirme, con el sabor de la paz dentro de mí.

Vuelvo a despertarme; son alrededor de las dos. En el habitáculo hace mucho calor. De la sala de máquinas nos llega el olor espeso de los diesel. Los ventiladores zumban. Me alargo en la cama todo lo que puedo. Nada se mueve. Gozo este placer en lo más profundo de mi abdomen.

Viernes
. Poco después del desayuno se da la orden de subir a la superficie. Ya a los cuarenta metros, el submarino comienza a ser suavemente mecido por las olas profundas. Pero pronto comienza el baile y los primeros golpes se dejan oír contra la torre. Tanta agua llega desde arriba que la bodega se inunda inmediatamente. No hay posición alguna en la cual se puedan relajar los músculos.

Cada uno me duele por separado, el trapecio, el pectoral, los glúteos por encima de todo. Los huesos correspondientes, lógicamente, también; el huesito dulce.

La dirección de las olas debe haber cambiado nuevamente. Si bien hemos mantenido el curso bajo el agua, ahora más que nunca el submarino se inclina a babor. A veces se queda así tanto tiempo que nos infunde miedo.

El oficial navegante informa que el viento ha rotado hacia la derecha, de manera que ahora viene desde el Oeste—Sudoeste. ¡Ahí está la explicación!

—¡Mar de costado! ¡No lo vamos a poder aguantar por mucho tiempo! —dice el comandante.

Al mediodía todavía seguimos igual. Tratamos con todas nuestras fuerzas de mantenernos a la mesa, mientras el comandante reparte palabras de consuelo: las olas aún nos llegan de babor, dice, pero el viento no puede tardar en cambiar; y si girara hacia la popa, entonces todo estaría en el mejor orden.

Después del almuerzo decido quedarme en el habitáculo de los oficiales, junto al comandante. Delante del armario del segundo oficial descubro un libro que se desliza de un lado a otro. Lo tomo en mis manos y lo abro al azar. Se trata de un palabrerío técnico de la época de los veleros; nosotros no tenemos esas expresiones ya.

Las olas continúan golpeando furiosamente nuestra piel de acero.

De pronto el submarino se inclina hacia babor. Me caigo del asiento y desde la estantería me siguen los libros; lo que aún quedaba en la mesa cae también al suelo, a pesar de los listones de contención. El viejo se sostiene, duro e inclinado, en la pose propia de un esquiador. El ingeniero está en el suelo. Todos nosotros permanecemos en la posición que las circunstancias nos obligaron a adoptar, como si quisiéramos ser fotografiados sin
flash
. El submarino mismo no quiere salir de esta curiosa situación.

¡Dios mío, no podremos pasar esto! ¡Estamos listos! ¡Es demasiado!

Minutos después, el habitáculo se endereza. El ingeniero suspira, con un tono como de canto de sirenas. En un abrir y cerrar de ojos el viejo vuelve a su sillón como si nada hubiese pasado:

—¡Dios mío!

—¡Ajá! —grita uno en el habitáculo de proa.

No hay dónde agarrarse. Quisiera quedarme sentado en el suelo. Y allí va el suelo, hacia estribor. El fragor del mar sigue en aumento. ¿Cómo aguantarán esto los que están de guardia allá afuera?

Hago como si leyera. Pero mi cabeza trabaja: el submarino lo tiene que aguantar, dijo el comandante; bueno, como ninguna otra embarcación de su tipo; una quilla de un metro de ancho y medio metro de alto, llena de barras de hierro. El peso descansa todo abajo. Arriba solamente se erige la torre, muy liviana; no hay construcciones accesorias. El centro de gravedad en cuanto peso está por debajo del centro de gravedad en cuanto forma.

—¿Qué es eso? —pregunta el viejo, con la mirada puesta en el cuadernillo que tengo entre manos.

—Algo sobre barcos de vela.

—¡Ah! ¡Esas son tormentas, sobre un barco de vela! ¡Ahí sí que se siente lo que pasa! ¡Debería experimentarlo... aquí no se siente nada igual!

—¡Gracias! —es lo único que me sale.

—Todo lo que tenemos que hacer aquí es cerrar la compuerta que da al exterior.

¡Pero en un barco de vela...! ¡Allí todo es trabajo! ¡De nunca acabar! ¡Y luego sólo le resta a uno sentarse y esperar con la mejor buena voluntad! ¡Hasta que no queda nada para comer! ¡Más y más trabajo; sacar el velamen roto, cambiarlo por otro nuevo, coser el viejo! ¡Le quedan a uno los huesos molidos!

Me incorporo; quiero observar el marcador de inclinación.

Se trata simplemente de un péndulo con una escala. Ahora él péndulo, se inclina hacia la izquierda hasta los cincuenta. Es decir que el submarino presenta una inclinación de cincuenta grados hacia estribor. El péndulo permanece en esa posición, como clavado a ella: es que el submarino también se queda así, sin moverse, en esa situación extrema. Trato de explicármelo, pensando que sólo puede suceder esto porque una segunda ola ha caído sobre la embarcación antes de que pudiera recuperarse de la primera. Ahora se mueve el péndulo... aún más hacia la izquierda. Sesenta grados. Por un instante alcanza incluso los sesenta y cinco.

El comandante me ha seguido los pasos:

—Impresiona, ¿verdad? —dice detrás de mí—; pero a eso tenemos que restarle un par de grados, ya que el péndulo se inclina de más... por su propio peso. —Quizás el comandante se mosquee alguna vez, cuando el submarino navegue con la quilla hacia arriba.

Los hombres que están de guardia en la central tienen puesta su ropa impermeable. La bodega debe ser evacuada lo antes posible. La bomba está en pleno funcionamiento.

Aparece el oficial navegante. Se sostiene con las manos, como alguien que se ha quebrado un pie.

—¿Y? —le dice el comandante.

—Desde ayer a las veinticuatro la velocidad de la corriente ha cambiado en aproximadamente quince millas.

—No ponga tanto cuidado en expresarse, seguro que lo que usted dice coincide con la realidad. —Y agrega el comandante, a media voz—: Siempre tan modesto... y al final sus cuentas son exactas, al milímetro... Hasta ahora siempre fue así.

Ha llegado un comunicado. El comandante recibe el borrador. Lo leo por encima de su hombro: «Me es imposible alcanzar el campo de operaciones ordenado, por el factor climático. UT».

—Vamos a copiar esto y firmarlo como si fuese nuestro —dice el comandante.

Deja su asiento y, aprovechando un movimiento del submarino, se bambolea hacia adelante. Al momento regresa con un mapa a medio abrir.

—Aquí está UT... en nuestra propia dirección. Y aquí estamos nosotros.

Ambos puntos están separados por unas buenas cien millas. El comandante se preocupa.

—Si se trata en ambos casos del mismo fenómeno atmosférico, entonces, ¡salud!

Parece que es un complejo enormemente extendido. Sin señas de querer seguir su camino.

Pensativo, el comandante vuelve a cerrar el mapa. Con la otra mano levanta la manga del pullóver para poder ver la hora en su reloj.

—Ya es hora de cenar —dice, como si eso fuera todo lo que ha sacado como conclusión de la llamada y del estudio de la carta marina.

Cuando el momento de cenar llega y el comandante también, no doy crédito a mis ojos: aparece en el habitáculo de los oficiales vestido con ropa impermeable. Los demás lo observan como si se tratara de un extraño a bordo. Apenas si se ve algo de su rostro, tan bien se ha vestido.

—Para comer hoy hay que ponerse impermeable... Por la sopa —murmura el viejo y sonríe bajo el cuello de su chaqueta detrás del
Südwester
—. ¿Y, señores? — pregunta impaciente—, ¿no hay hambre hoy? ¡Y eso que el cocinero ha hecho una de sus especialidades: sopa, con este temporal!

Todavía tardamos un buen rato en reponernos de la sorpresa y ponernos en movimiento; como niños buenos vamos a la central a colocarnos nuestra ropa impermeable.

Por fin estamos todos sentados a la mesa. El comandante, lleno de alegría, nos contempla. ¡Carnaval!

De pronto, ruido en el pasillo: el camarero ha caído de panza.

Con ambas manos sostiene por encima de su cabeza la sopera. No se ha perdido ni una gota.

—¡Este siempre las salva! —dice el comandante, y el ingeniero asiente con una mirada de reconocimiento.

—¡Sin ensayo alguno, presentar un número de esta categoría... eso es clase!

El segundo oficial reparte la sopa. Es una mezcla de patatas, carne y verduras. Yo lo sostengo mientras tanto por el cinturón; pero ya en el segundo plato, el oficial sirve afuera; el cucharón lleno cae sobre la mesa.

—¡Qué cochinada!

El ingeniero agrega al laguito que se ha formado su propio plato de sopa a medio llenar; el laguito crece. Los trozos de patata, blanquecinos, sobrenadan en el caldo oscuro, como otros tantos bloques de hielo arrancados de un ventisquero. Con la siguiente bandada del submarino, las patatas se quedan solas sobre la mesa, ya que el caldo encuentra su propio camino, entre la mesa y las tablillas de contención, y cae sobre las rodillas del comandante y del ingeniero.

El comandante tiene un brillo de triunfo en los ojos:

—¿No les dije?

En medio de la risa franca del segundo oficial, un ruido. Algo ha golpeado. Se borra la sonrisa del comandante. Su rostro adquiere tensión. El ingeniero le hace inmediatamente un sitio para que pueda pasar. Pero desde la central ya llega la información:

—¡Se ha caído la caja con las cartas marinas adentro!

Esa caja es de hierro. Por la compuerta alcanzo a ver cómo se esfuerzan cuatro hombres en devolverla a su sitio.

—¡Qué locura! —manifiesta el comandante—. Desde tiempos inmemoriales está esa caja ahí, sin moverse un ápice.

—¡Así es! —dice el ingeniero—. Nadie nos va a creer esto en casa. ¡Quién puede siquiera imaginárselo! Cada cual debería jugar al submarino en sus vacaciones: durante meses enteros no lavarse ni afeitarse. No cambiarse de ropa. Ir a la cama con botas y ropa de cuero maloliente. Golpear con las rodillas contra la mesa, cada vez que uno come, y arrojar la espinaca no en el plato, sino directamente sobre la mesa...

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