Authors: Lothar-Günther Buchheim
Aprieto los labios y contengo una vez más la respiración. Ante mis ojos, sólo un vidrio verde. Me hago más pesado de lo que soy, para que el río no me lleve consigo. ¡Dios mío...! ¿vamos a ahogarnos? Toda la bañera está llena de agua hasta el tope.
Por fin sube la torre. Yo también salgo del mar y consigo un poco de aire. Pero otra vez debo retenerlo: el puente sigue inclinándose peligrosamente... ¡nos quiere dejar caer!
¿Puede darse la vuelta un submarino? ¡Nuestra quilla! ¿Estará pensada para eventualidades como ésta?
El agua quiere llevarse la ropa que cubre mi cuerpo. Abro la boca, bombeo aire en los pulmones y tiro de una pierna y de la otra para sacarlas del agua; es como si las hubiera tenido dentro de lazos que las aprisionaban. Intento levantar la vista: nuestra popa apunta al cielo. Miro hacia adelante; la proa ha desaparecido en el mar verde—blanquecino. Encuentro el rostro del segundo oficial, la boca abierta como si quisiera articular un grito desde el fondo de sus pulmones. Pero ningún sonido acompaña a la figura.
Chorrea agua del rostro del comandante. Y también del interior de su
Südwester
. La cara enrojecida, mira fijamente y sin moverse hacia un punto lejano. Le sigo la mirada.
El otro submarino tiene que haber quedado a babor, delante de nosotros... De pronto, se nos hace visible en toda su longitud. La misma ola que nos hiciera acariciar el cielo levanta ahora a los otros. No pasa un instante antes de que también su proa se oculte bajo el agua. Da la impresión de que ellos navegaran con sólo medio submarino. Una columna de agua trepa ahora por su torre, verticalmente, como por un acantilado que cae al mar. El polvillo gris que se forma los hace desaparecer por completo.
El segundo oficial grita algo:
—¡Pobre gente! —creo que dijo.
¿Pobre gente? ¿No recuerda que hace un minuto nosotros pasamos por la misma situación?
Seguimos girando. El ángulo que hay entre nuestro curso y el de las olas es cada vez más agudo. Un poco más y nuestra proa se hallará de frente a la corriente.
—¡Es un trabajo a medida el nuestro! ¡Es una pena que los de enfrente no lo estén filmando! —grita el segundo oficial.
Temo que con esta marea los otros no puedan mantener su curso. Pero pronto estaremos cerca de ellos, si seguimos girando así. Las olas que rompen en su proa, como en un surco, ya se entrecruzan con las olas de través que formamos nosotros. Las hilachas de agua saltan en vertical hacia arriba. Son docenas de géiseres, pequeños, grandes, enormes...
Subimos de nuevo. Otra vez una ola nos eleva en su locura, alejándonos del mar y montándonos sobre el lomo de una enorme ballena. Ascendemos... un viaje al cielo en submarino... Como si nos quisiéramos separar de la tierra, ondeamos cada vez más alto, cual un Zeppelin negro. Nuestra proa está libre a todo lo largo.
Como si estuviéramos en el techo de una casa, veo ahora perfectamente la cubierta del otro submarino... ¡Oh, Dios mío! ¿No se ha arriesgado demasiado el viejo? ¿Y si somos empujados encima de los otros?
Pero el viejo no da nuevas órdenes. Puedo reconocer a cada uno de los cinco que, agarrados de su defensa, hacia estribor, nos observan: Thomsen en el medio.
Todos tienen las bocas abiertas, como las muñecas de madera. O como pichones de los pájaros, cuando la madre se acerca.
¡Conque es así como se ve esto desde arriba! Así nos podrían ver los Tommies, si estuvieran volando cerca ahora: un tonel con cinco hombres asidos a él. Un punto negro en el mar, apenas un grano. Sólo al irse las olas cambia el cuadro: un tubo brillante sobresale del agua.
La ballena nos hace resbalar ahora por su lomo, hacia abajo. ¡Vamos, abajo!
¿Será posible? ¿Por qué no hace nada el viejo?
Espío su rostro. Sonríe. ¡Este endiablado aún puede sonreír! Y ahora grita:
—¡Atención cero!
Otra vez, agacharse. Sostenerse, las rodillas contra la defensa, la espalda contra la columna. Tensar los músculos. La pared de agua sube delante de nosotros, rematada con un escudo, color verde botella.
La pared se encorva en su parte superior. Cae sobre nosotros. ¡A sacar la cabeza! Llenarse los pulmones de aire, aferrar la cámara contra la barriga, porque el martillazo en la espalda no se hace esperar. No hacer caso a la arcada y seguir aguantando, hasta que el agua pase.
Me asombro de que la caída no haya sido hacia un lado.
El viejo, ese viejo zorro, sabía perfectamente cómo se habría de comportar la ola. Su alma y el agua resuenan. El sabe cómo piensa el monstruo del mar.
El submarino de Thomsen se balancea en este momento sobre la cresta de una ola. Un puño gigante lo empuja más y más arriba. Veo sus celdas de inmersión salir del agua y brillar claramente. El submarino permanece en esa posición por una eternidad. Podría tomarles cuatro o cinco fotos, antes de que, con un movimiento repentino, caigan nuevamente en un valle, entre dos olas. Una pared de agua, coronada de blanco, se alza entre ambos submarinos, y los otros desaparecen de nuestra vista, como si nunca hubiesen existido.
Docenas de latidos golpean mi corazón antes de que vuelva a verse algo más que olas hirvientes, grises y blancas, montañas nevadas y temblequeantes. Parecen doblemente grandes, conteniendo al otro submarino.
Pienso que, dentro del otro navío, en medio de este baile de locos, hay gente cumpliendo con su guardia en la sala de máquinas, o que el radiooperador está ahí sentado a su aparato, mientras los demás se agarran fuertemente de sus camastros, sobre todo en el habitáculo de proa, tratando de leer o de dormir; pienso que ahí abajo hay luz encendida, seres humanos que viven.
—¡Ah, muchacho —me digo—, a ti te va como al segundo oficial! ¡Ese es simplemente un submarino gemelo al nuestro...! ¡Tampoco nuestra gente lo está pasando mejor!
El comandante pide banderines. ¿Se ha vuelto loco? ¿Quién sería capaz de hacer señales con este temporal?
Pero el comandante mismo toma los banderines en sus manos. Y cuando ascendemos por la ladera de una ola, se suelta de su cinturón, se apoya con la espalda contra la columna del periscopio, en lo alto de la defensa, y allí arriba desenrolla los banderines para comenzar a dar sus señales con toda calma, como si flotáramos en un lago:
«Q...u...e..h...a...n...h...u...n...d...i...d...o...u...s...t...e...d...e...s».
Imposible creerlo: uno de los de enfrente hace con los brazos la señal de comprendido. Y mientras nos hundimos rápidamente, el maldito ese de ahí enfrente responde con los brazos:
«D...i...e...z...m...i...l...t...o...n...e...l...a...d...a...s».
Como si estuviésemos sentados en dos ruedas gigantes, dos medios mundos, nos pasamos señales a través del agua y de la espuma, en el idioma de los sordomudos. Por instantes, ambos submarinos están a la misma altura. Cuando por fin ascendemos, vuelve a trasmitir el viejo:
«B...u...e...n...a...c...a...z...a...m...a...l...d...i...t...o...s».
También los otros han conseguido ya sus banderines. Leemos a coro su contestación:
«H...a...s...t...a...l...a...v...i...s... t...a...y...b...u...e...n...a...s...u...e...r...t...e».
La ola nos hace perder altura rápidamente. Muy inclinados, caemos en una hondonada repleta de polvillo de agua volante.
Por encima de nosotros permanece la proa del otro submarino, libre, en el aire; en esa situación imposible se mantiene una eternidad; ambas aberturas para los torpedos de babor se notan claramente ahora; vemos el submarino desde abajo, hasta que la corriente lo hace caer, a su vez. Golpea en el agua con tal fuerza que el acero debería quebrarse en mil pedazos. Pero el cuerpo del submarino actúa todo él como una quilla y rompe la ola. El agua le hace lugar abriéndose hacia derecha e izquierda de la proa. Las olas más grandes cubren la proa, sin embargo. En ese alboroto solamente alcanzan a verse cinco puntos negros que sobresalen del agua: las cabezas de los vigías; ahora también un brazo, sosteniendo un banderín rojo.
Sorprendo una mirada del segundo oficial, que, inquieto, observa al comandante; más atrás, el rostro estático del ingeniero, quien presumo que ya debe estar en la cubierta desde hace rato.
Abrazo el periscopio con un brazo y trato de subir un poco más. El otro submarino se va perdiendo entre las olas, a popa. A veces se alcanza a distinguir todavía el tonel, que aparece y desaparece; luego, nada más que un corcho a la deriva; por fin, nada.
El viejo hace tomar nuevamente el curso. Se abre la escotilla... ¡dejar pasar la ola...! y bajar.
El timonel se hace humo. El submarino se inclina a estribor. Al salir de la torre, el timonel recibe el baño de una ola mayúscula.
—¿Qué pasó? —quiere saber.
—¡Había un submarino... el de Thomsen... muy cerca!
Una vez abajo, miró los rostros de los que estuvieron sobre cubierta: grises, como iluminados por la lámpara de una mina. Estamos en una mina: me doy cuenta de que ni siquiera el timonel se percató de lo que acaba de suceder.
Me saco el
Südwester
y la chaqueta de goma. El marinero de la central espera ansioso a que yo le cuente lo que ha pasado arriba; con gusto o sin él, debo arrojarle un bocadillo:
—¡Es increíble cómo navega el comandante... realmente... fue un gran trabajo! Parece que la excitación les ha dado vida a mis músculos. Salgo mucho más rápido que en días anteriores de mis ropas. A mi lado, el ingeniero se frota con una toalla.
Diez minutos más tarde nos volvemos a reunir, ahora en el habitáculo de los oficiales.
Si bien aún me embarga el nerviosismo, trato de hacerme el desinteresado:
—¿No fue todo esto demasiado falto de formalidad?
—¿Qué cosa? —pregunta el viejo.
—El saludo.
—¿Por qué?
—¿No tendría que haberse hecho antes la señal de reconocimiento?
—¡Oh, Dios mío!—dice el comandante—, con esa torre! ¡Si era reconocible a primera vista! Se habrían asustado mucho, si les hubiéramos hecho la señal... tendrían que haber contestado a ella inmediatamente. Y quién sabe si con este temporal ellos estaban preparados para hacer la señal en cuestión... No, no se debe causar problemas a los camaradas.
—¿Y para que la señal no se use en caso de duda es por lo que bajamos y subimos todos los días con las balas?
—¡Vamos, vamos, a no quejarse! ¡Lo que debe ser, debe ser! —dice el viejo. Diez minutos después retorna al tema:
—De todas maneras, no hay ni que pensar en submarinos enemigos. ¿Qué van a hacer por aquí con este tiempo? ¿Buscar convoyes alemanes?
Sábado
. Ha caído el telón. Nos hemos asegurado a la mesa y almorzamos. Los vigías caen poco a poco en el viejo letargo de siempre.
Después de comer, dice el viejo:
—¡Qué rápido se han arreglado éstos!
Con «éstos» se refiere el viejo a Thomsen y los suyos. Se asombra de que Thomsen haya aparecido por esta zona.
—¡Si justo habían llegado a puerto cuando nosotros zarpamos... y qué dañados!
—Se arreglaron rápido; eso quiere decir que estuvieron poco tiempo en el astillero.
—¡Sí, el Mando parece tener prisa!
Menos tiempo en el astillero, más rápida atención del paciente. El paciente debe levantarse del camastro y estar en pie. Basta de estar largo tiempo en cama.
Un cuarto de hora después sigue el viejo:
—¡Algo no concuerda en todo esto! Como mucho habrá doce submarinos nuestros navegando en el Atlántico. Desde Groenlandia hasta las Azores doce submarinos... y casi chocamos uno contra otro. ¡Algo no concuerda! ¡En fin, no es problema mío!
¡Que no es su problema! Y sin embargo se hará preguntas y más preguntas desde la mañana a la noche sobre el dilema: campo de acción demasiado grande... muy pocos submarinos... ningún avión.
Cenamos. El maldito pan en latas no se puede tragar. Hasta el viejo lo rechaza. Lo lleva de un carrillo al otro, y por fin lo deglute. Así como sigue mascando el problema del encuentro con el otro submarino.
—Quizá tenga él el cuadrante vecino al nuestro. —Inmediatamente llama al oficial navegante.
—¿Nuestra posición es la exacta, no es cierto? ¿Aunque sea más o menos? —le pregunta el comandante a su náutico.
—¡Más o menos, señor!; así se puede decir. Hace ya siete días que no podemos calcular nuestra situación. Y mientras tanto cambió el viento varias veces.
—¡Bien, Kriechbaum!
El viejo vuelve a dirigirse a nosotros:
—Y así es como, si en el otro la posición concuerda también más o menos, dos submarinos se encuentran navegando por la misma región... y más hacia el Norte o más hacia el Sur quedan enormes huecos... por los cuales los ingleses pueden pasar con toda su Armada, sin que nosotros nos demos la menor cuenta de ello. Aquí, sobre el verde, todo es evidentemente distinto a como parece en Kernével, en el Mando...
Tres mañanas después del encuentro noto que la marea ha disminuido.
Tan rápido como puedo me pongo la ropa impermeable y subo a la cubierta. Aún no aclaró del todo.
El horizonte está completamente limpio. Solamente aquí y allí rompe una que otra ola; de vez en cuando, el submarino es empujado hacia arriba, para caer en una hondonada inmediatamente después, pero tanto el ascenso como la caída son mucho más suaves, si bien seguimos subiendo a la misma altura que en días anteriores.
El viento sopla en una sola dirección, continuamente; sólo de vez en cuando se separa inquieto de su sentido principal, Noroeste. Hace frío.
Falta poco para que salga el sol. En el cielo del Este aparece una iluminación rosada, la cual rápidamente se eleva hasta el cenit. Los primeros rayos del sol son otras tantas lanzas que, brillantes, se desprenden del horizonte. Las nubes aún oscuras se tiñen prontamente de estrías rosadas.
Nuestra proa brilla con las primeras luces de la mañana. Las pequeñas olas de siempre contrastan con el fondo oscuro del mar. El panorama es una enorme talla en madera: luz y sombra, claros y oscuros.
Alrededor del mediodía deja de soplar el viento. En vez del lloro del ventarrón, solamente se oye ahora el ruido del mar. Pero yo todavía conservo en mis oídos el alboroto de la tormenta. El silencio desacostumbrado me inhibe. Como si en el cine cortaran de repente el sonido. Porque las olas aún se siguen levantando, horda de crines blancas que hace bailar a la embarcación, seria y alegremente.
Es difícil hacerse a la idea de que el agua no se mueve de su lugar, a pesar de todo. Es como un campo sembrado de grano y acariciado por el viento: las enormes masas de agua se trasladan tan poco como los cereales.