Submarino (35 page)

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Authors: Lothar-Günther Buchheim

BOOK: Submarino
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—¡Maldita reverberación! —protesta el segundo oficial. La luna aparece detrás de unas líneas de niebla. Por momentos se ve brillar una estrella, que en seguida vuelve a esfumarse.

—¡Esto está completamente oscuro! —murmura Dorian para sí. A los vigías de popa les advierte seriamente—: ¡Mucho cuidado, muchachos!

Ya son casi las veintitrés cuando regreso a la central. Ahí veo a ambos ayudantes inclinados sobre los ventiletes, ocupados en algo. Me acerco para ver de qué se trata: están pelando y rallando patatas.

—¿Cómo terminará esto? —oigo que pregunta el viejo detrás de mis hombros.

Me indica que le acompañe a la cocina. Allí toma una gran olla y grasa. Un ayudante llega de la central cargado con patata rallada. El comandante hace derretir la grasa en la olla; parece un escolar, por la alegría que demuestra: sostiene la olla en alto y hace pasar la grasa chisporroteante de un lado a otro. En seguida le añade la harina de manera tal que la grasa salta de la olla, justo sobre mi pantalón. Parece un químico sobre sus retortas, observando cómo la harina se endurece lentamente al tiempo que adquiere un tono marrón.

—¡En seguida sale el primero! —Con la nariz respingada huele el aroma exacto que debe tener. Y ahora toma posición. El gran instante se acerca: un salto, y el panqueque vuela por el aire, da una voltereta y cae mansamente sobre la sartén. Es oro amarronado.

Cada uno de nosotros arranca un pedazo del primer panqueque; tenemos que sostenerlo con los dientes, tan caliente está todavía.

—Qué bueno, ¿no es cierto? —El cocinero tiene que ir a buscar la compota de manzanas.

Poco a poco los panqueques se acumulan en un buen montón. Ya es casi medianoche. La guardia de la sala de máquinas termina su turno. El Bailarín entra en la cocina, sucia de aceite. Sorprendido, mira al comandante sin comprender; sin pérdida de tiempo trata de retirarse, pero el comandante le da seriamente la orden de alto. Así que el Bailarín se queda como pegado al suelo.

La siguiente orden que recibe es cerrar los ojos y abrir la boca, y el comandante le mete a presión un paquete enrollado. Encima le pone una cucharada de compota de manzana; la barbilla del Bailarín se cubre de ella.

—¡Media vuelta! ¡El que sigue!

El procedimiento se repite por seis veces. Del mismo modo se hace con la guardia que acaba de tomar el turno. Toda la pila desaparece en un santiamén. Así que nos ponemos a revolver para que haya más masa.

—¡La próxima tanda es para los marinos!

La una de la mañana; el comandante se estira y se seca el sudor del rostro con la manga de la chaqueta.

—¡A comer! —el último panqueque me toca a mí.

Miércoles
. Por la tarde salgo a cubierta con la segunda guardia. El paisaje marino ha cambiado totalmente. Ya no hay más picos montañosos que van a la deriva, planos inclinados de un lado y riscos verticales del otro: la organizada falange de los mares se ha convertido en un revoltijo salvaje. Hasta donde alcanza la vista, la superficie del mar es una forma temblequeante y arrítmica. En todas direcciones saltan enormes masas de agua; las olas ya no se mantienen en línea como antes. Seguramente, el viento ha ayudado a que cambie el sentido de la marea. Y por eso chocan unas montañas de agua contra otras. El resultado son chorros de agua que pretenden alcanzar el cielo a saltos.

También nuestra proa participa del loco temblequeo de la superficie marina. Dos, tres, cuatro golpes pequeños; uno detrás del otro, una pausa, y en seguida una serie ininterrumpida de nuevos impactos.

Casi no hay visibilidad. El horizonte se perdió. Ante los ojos sólo aparece una niebla espesa.

—¡Malditas olas cruzadas! —protesta el navegante. El submarino entró en una suerte de baile de tornillo. Choca y salta, no encuentra su ritmo. La proa se mueve de allá para acá. Casi siempre golpea en el vacío.

Tenemos que cumplir un nuevo castigo: otra vez está haciendo frío. Los golpes del viento helado me cortan como cuchillos la cara mojada.

Jueves
. El viento sopla del Oeste—Noroeste. El barómetro sigue cayendo. En mi cerebro va tomando forma el loco deseo de que llueva aceite. Nada me parece tan importante en este momento como una lluvia de aceite, capaz de alisar la superficie del mar.

El comandante se presenta a cenar con cara larga. Por un rato no se dice una palabra, hasta que él mismo rompe el silencio:

—¡Cuatro semanas van ya! ¡No está mal del todo! —murmura entre dientes.

Es cierto. Hace ya cuatro semanas que somos zarandeados, arrojados, golpeados y maltratados.

El viejo golpea la mesa con su puño izquierdo. Respira hondo, guarda el aire, suelta por fin el contenido de sus pulmones por entre los labios apenas entreabiertos e inclina la cabeza, con los ojos cerrados, hacia un lado: el cuadro perfecto de alguien que se ha entregado al destino. Ahí estamos, todos sentados, a pesar de nosotros mismos.

El oficial navegante informa que el horizonte ha comenzado a divisarse. Es decir que el viento del Noroeste se ha llevado las nubes bajas, regalándonos un poco más de visibilidad.

Viernes
. El mar se asemeja a una verde manta en malas condiciones, de cuyo interior sale un relleno blanquecino. El comandante prueba todo lo posible para que el submarino no sea tan golpeado por las olas. Pero de nada sirve: las olas de través son insoportables. No nos queda más remedio, tendremos que cambiar de rumbo.

Con los ojos doloridos examinó cada resquicio, cada agujero, cada abertura... en ningún lado se alcanza a ver la mancha oscura de un barco. Ya ni siquiera pensamos en los aviadores: ¿qué avión resistiría este temporal? ¿Y qué ojo nos podría avistar en medio de esta tormenta? Ni siquiera la típica estela que deja cualquier embarcación tras de sí nos puede delatar.

Otra vez caemos en un valle mientras a nuestras espaldas se va formando una nueva ola. El segundo oficial la observa atentamente, pero no se mueve de su lugar; se queda paralizado, como si sufriera un ataque de lumbago.

—¡Ahí... algo...! —le oigo gritar, pero ya la ola se nos echa encima. Aprieto la quijada contra el pecho, me aseguro y trato de hacerme más pesado, para que el agua no me chupe de mi lugar. Y de nuevo, levantar la cabeza y buscar ansiosamente la próxima amenaza. Pedazo a pedazo.

Nada.

—¡Ahí había algo... —grita el segundo oficial otra vez—, a doscientos sesenta grados... había algo... seguro... o me como una escoba!

Le grita a todo pulmón al vigía de babor, a popa:

—¡Hombre...! ¿no lo ha visto usted?

De nuevo nos levanta algo desde abajo. Estoy parado ahora hombro con hombro al lado del segundo oficial. ¡Ahí! De pronto aparece entre el polvillo acuático un cuerpo oscuro... ya desapareció.

¿Un tonel? ¿A qué distancia?

El segundo oficial deja caer la mano con los binóculos. Nos grita y pide unos binóculos. Se abre la escotilla y se los alcanzan justo antes de que nos llegue otra ola.

El segundo oficial se da prisa en cerrar la escotilla con el pie. Los binóculos todavía están secos.

Me arrimo lo más que puedo al segundo oficial; él protege los binóculos con la mano izquierda, para que el agua volante no le impida ver el objeto cuando reaparezca. Pero no hay otra cosa que ver más que un montón de montañas de agua: estamos en el medio de una hondonada.

Un momento más tarde volvemos a estar arriba; ahora hay que entrecerrar los ojos hasta que los párpados sólo dejen una línea entre ellos.

—¡Maldición! —protesta el segundo oficial. Abruptamente retira los anteojos de sus ojos. Miro en la dirección en que él lo está haciendo. De pronto grita:

—¡Ahí! ¡Ahí había algo! —No hay duda alguna, el segundo oficial tiene razón.

¡Había algo, es verdad! ¡Ahí, otra vez! Es un cuerpo oscuro. Sube, aguanta por unos latidos de mi corazón en el pináculo y vuelve a perderse.

El segundo oficial deja caer la mano con los binóculos. Nos grita:

—¡Ahí... eso era un...!

—¿Qué?

El segundo Oficial se traga las sílabas siguientes. Ahora me mira de lleno en el rostro y vuelve a gritar:

—¡Eso... tiene que ser... un submarino!

¿Un submarino? ¿Un submarino? ¿Ese tonel bailoteante, un submarino?

¡Imposible!

—¿Disparamos una señal?

—¡No! ¡Todavía no! ¡Esperemos... no es seguro!

El segundo oficial se inclina nuevamente sobre el tubo y habla:

—¡Un trapo a la cubierta! ¡Rápido!

Tenso como un arponero ante la ballena, se agazapa detrás de la defensa y espera que subamos de nuevo por encima de las olas. Yo me lleno los pulmones hasta casi reventar y espero también, sin echar el aire. Observo con toda atención el mar hirviente; como si pudiera ver mejor conteniendo el aire.

¡Nada!

El segundo oficial me pasa los binóculos. Me sostengo bien y comienzo a buscar en los doscientos sesenta grados.

—¡Maldición! —Un semicírculo de mar gris blanquecino. Aparte, nada.

—¡Ahí! —grita el segundo oficial y señala con el brazo derecho estirado. Le alcanzo los binóculos sin demora. El segundo observa, mordiéndose los labios. De un salto llega al intercomunicador:

—¡Al comandante: a babor, de popa, un submarino!

El segundo oficial vuelve a pasarme los binóculos. Pero no me animo a usarlos, porque desde popa nos llega una ola enorme. Al tiempo que me sostengo, trato de protegerlos contra mi cuerpo, a la altura de mi abdomen. Pero el remojón nos cubre hasta el ombligo.

—¡Es posible esto!

La ola enorme nos eleva ahora. Miro por espacio de dos a tres segundos el desierto que nos rodea... ¡Ahí lo tengo! ¡Ya no hay duda! El segundo tenía razón: es la torre de un submarino. Todo dura apenas un par de segundos... como un fantasma, se esfuma de inmediato.

oficial.

Se abre la escotilla: el comandante aparece y se hace informar por el segundo —¡Es cierto! —aprueba, al mirar por los binóculos.

—¿No están sumergiéndose? ¡Se sumergen! —grita el comandante—. ¡Pronto, un reflector!

Por algunos segundos nada se distingue, a pesar de la búsqueda de tres pares de ojos. Sorprendo la mirada extraviada del comandante. ¡En el verde blanquecino aparece otra vez el tonel!

El viejo ordena avanzar hacia allí a toda máquina. ¿Qué pretende hacer? ¿Por qué no hace disparar una señal? ¿Y por qué no dispararon los otros su señal? ¿Acaso no nos vieron?

A pesar de que el agua continúa barriendo la cubierta, hago todo lo posible por ponerme aún más alto de lo que estoy.

Desde la popa se acerca toda una cordillera alpina, con picos nevados. Durante un par de pulsaciones de mis arterias siento el miedo; temo que la ola no nos eleve lo suficiente y en cambio rompa sobre nosotros. Pero no: con un siseo pasa la onda por debajo del submarino, alta como es, casi como una casa; otra ola ya nos impide la visión de la popa nuevamente.

Sin embargo, la torre de la otra embarcación se deja ver: otra ola la eleva.

Como a una botella. Por un instante baila como un corcho, y luego desaparece. Pasan minutos antes de que podamos divisarla de nuevo.

El segundo oficial lanza un grito. No grita palabras, solamente sonidos. El comandante abre la escotilla y protesta:

—¿Cuándo llega ese reflector?

Suben un reflector manual. El comandante en persona se asegura entre la columna del periscopio y la defensa para tomar en sus manos la lámpara. Me apoyo contra el muslo del comandante para que éste tenga más seguridad. Le oigo apretar el interruptor: corto... corto... largo. Pausa. Basta. Trato de levantar la cabeza para ver algo. El otro submarino ha desaparecido... como chupado por las profundidades. Alrededor de nosotros, nada más que el desierto verde.

—¡Qué cosa de locos! ¡Sencillamente una locura! —dice el comandante.

Y, de pronto, lo imposible: un relámpago en medio de esa sopa gris, sin que el tonel se distinga. Un sol blanquecino nos hace guiños desde la niebla, se apaga, vuelve a nacer. Corto... Largo... largo. Por un rato nada, en seguida la señal otra vez.

—¡Es Thomsen! —grita el viejo.

Con todas mis fuerzas lo sostengo por el muslo; el segundo oficial está ahora a mi lado; sostiene el muslo derecho del comandante, yo el izquierdo. Nuestro reflector contesta. Tengo que mantener la cabeza hacia abajo, así que no puedo ver la señal; pero sí puedo oírla: el comandante se dicta a sí mismo en voz alta.

—Mantener ...el curso ...y ...la ...velocidad ...Nosotros nos ...acercaremos.

Una montaña de agua, tan grande como todavía nunca habíamos visto, nos amenaza desde la popa. El pináculo de esa ola enorme está formado por un humo blanco, vapor, como el que se levanta sobre la nieve en movimiento. El comandante entrega el reflector y se deja caer sobre nuestros hombros, a fin de protegerse.

Se me corta la respiración. El alboroto que arma esta ola de cuatro pisos de altura tapa todos los ruidos circundantes. Todos mantenemos las espaldas apretadas contra la defensa. El segundo oficial parece un boxeador, protegiéndose la cara con el antebrazo izquierdo.

Ya ninguno de nosotros tiene tiempo de prestar atención al otro submarino. Todos los ojos están puestos en ese gigante que se acerca con parsimonia, pero sin pausa. Pesado como el plomo, el gigante es de una masa nunca igualada. La espuma reverbera sádicamente sobre su lomo. Al acercarse, se agranda aún más por sobre el verde temblor del mar. El viento deja de soplar. Las olas más pequeñas que lamen constantemente el submarino bailotean sin presentir lo que se avecina. Me parece entender: este gigante marino se levanta ante el temporal como una barricada:.. y nosotros hemos caído bajo ella, al amparo del viento.

—¡Sostenerse fuerte! ¡Atención... cero! —grita el comandante con todo lo que la voz le permite.

Me dejo caer aún más abajo, tensos todos mis músculos, me acomodo como una cuña entre la defensa y la columna del periscopio. Mi corazón late más rápidamente ahora. ¡Esto es demasiado! ¡Si esta ola llega a romper... que Dios nos proteja! No creo que el submarino lo aguante. ¡Ni nosotros! ¡Dios mío, nuestros huesos!

Todos los ruidos del mar se acallan ahora ante un tremendo siseo. Como si miles de baldes de agua fueran volcados a un tiempo sobre una superficie calentada al rojo vivo. Los latidos de mi corazón son el reloj con que cuento para tener noción exacta de lo mucho que mantengo la respiración. ¡Ya! Siento cómo el submarino se levanta por la popa, más y más alto. La embarcación asciende por la ladera inclinada y rugosa, más arriba que nunca. La sofocación que el miedo produce va pasando... la cresta de la ola acaba por romper, sin embargo: un golpe de muchas toneladas cae contra la torre, que retumba sordamente. El submarino entero es recorrido por un temblor. Oigo el gorgoteo de un río de agua, que entra a raudales en el puente.

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