Submarino (33 page)

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Authors: Lothar-Günther Buchheim

BOOK: Submarino
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El ingeniero se mete un par de bocados en la boca, mientras prosigue desarrollando su fantasía:

—Y cuando suena el teléfono, gritar «¡alarma!» como un enloquecido, voltear la mesa y salir disparado por la puerta más próxima.

Sábado
. El viento se ha transformado en un largo suspiro que nos ataca desde la proa. Todo el espacio aéreo coincide ahora en una misma dirección. Y la tierra, junto con el agua del Atlántico, corre en sentido exactamente contrario.

El barógrafo inscribe su marca inclinado hacia abajo.

—Quisiera saber solamente —dice el viejo— cómo hacen los Tommies para mantener su convoy alineado con un tiempo como éste. ¿Y los de los destructores, en esas cajitas de lata?

Recuerdo viajes en destructor con una marea de cinco. Eso ya era malo. Con seis no salían nuestros destructores del puerto. Pero los destructores ingleses no, se pueden dar el lujo de elegir el tiempo; tienen que salir a defender sus convoyes como sea.

Por la tarde me disfrazo de gran lobo marino y salgo a cubierta. Espero bajo la escotilla a que se haya pasado un baldazo de agua y subo. Cierro la escotilla y me afirmo con los ganchos del cinturón, todo al mismo tiempo.

Los valles que quedan entre las olas están llenos de vapor. Por todos lados se desprenden trozos de agua de lo alto de las olas para ser transportados por el viento. Llegan al pináculo y el viento los barre. A lo lejos ya no es posible distinguir una ola de la otra; el mar se asemeja allí a lana escardada. Las olas que lamen la cubierta son de un color verde botella, oscuras. Entre ellas, copos de espuma saltarines.

Lo que parece la espalda de una ballena gigante se nos acerca. Crece, delante de nuestra proa. Se agranda y pierde su redondez, se transforma en una pared. La pared se ahueca. Con el mismo color de botella, pero más brillante, se echa sobre nosotros. La proa se introduce en ella.

—¡Esto ya... ! —la oleada interrumpe el grito del segundo oficial y se estrella contra la torre. El submarino se inclina peligrosamente.

—¡Esto ya no tiene ningún sentido! —consigue finalizar el segundo oficial lo que había empezado a decir, unos minutos después.

He oído que olas gigantes como ésta han barrido de las defensas a buena parte de la tripulación, sin que nadie dentro del submarino notara nada. Estas olas asesinas pueden formarse en un segundo, por simple adición de muchas olas más pequeñas. Los ganchos de seguridad no sirven contra tamaño peligro.

¡Qué sentimiento el de sentirse en el mar, nadando con toda la ropa encima, pesándole a uno sobre el cuerpo, al tiempo que vemos alejarse al submarino...!

¡Pequeño, cada vez más pequeño, desapareciendo por momentos detrás de las olas, hasta que de pronto, nada más, basta,
fini
! Quisiera ver el rostro del hombre que descubriese primero la ausencia de todos sus compañeros, al subir a cubierta.

Navegamos a poca velocidad. Mas sería peligroso, con este mar. Podríamos naufragar. O sumergirnos. Ya se ha hecho la experiencia: submarinos que navegaban en mar picado a gran velocidad han sido tocados por una ola gigante que los obligó a mantener un ángulo de inclinación peligroso; y con ese ángulo han entrado a gran velocidad en la próxima ola. Así se han visto disparados hacia el fondo, a treinta o cuarenta metros de profundidad. Los vigías corrieron el riesgo de ahogarse. Y si en esa ocasión llegara a entrar demasiada agua por los aireadores de las máquinas diesel, correrían peligro incluso de llenarse de agua y ahogarse todos en el fondo.

Pero por suerte nuestro ingeniero es un hombre cuidadoso. Es seguro que en este momento se halla en la central, a fin de poder actuar inmediatamente en caso de necesidad. Una y otra vez me asalta el pensamiento de que quizá nuestro submarino no pueda resistir los embates del temporal. Me atemoriza pensar que nuestra escotilla pueda permitir que el agua se filtre hacia adentro en tanta cantidad que ya no seamos capaces de evacuarla. Varias veces me he preguntado si no se podría hacer que el submarino flotase aún más, vale decir, que un mayor volumen permanezca por encima de la superficie; pero yo mismo ya me he contestado: no tiene ningún sentido, ya que con ello el submarino sólo presentaría una mayor superficie a las olas, y por tanto, los impactos serían también de mayor envergadura.

El segundo oficial torna su rostro enrojecido hacia mí:

—¡Quisiera saber a qué velocidad vamos sobre la superficie!

Y de pronto grita:

—¡Atención cero!

Eso quiere decir: agacharse y mantener la respiración.

Alcanzo a ver la expresión del segundo oficial, con la boca abierta; a la izquierda, la montaña verde que se inclina sobre la torre. Veo una gran zarpa que, blanca, sube y se prepara. La zarpa pega ahora con un ruido atronador desde el costado, sobre la parte delantera del submarino. El submarino le saca el cuerpo, se hunde. ¡Bajar la cabeza! Desaparece el puente... ya no tenemos dónde hacer pie.

La misma ola levanta al submarino casi en el mismo instante. La proa se eleva en el aire y permanece por un momento en el vacío, hasta que la ola vuelve a poner la embarcación en su lugar. El agua se escurre hacia la popa, a través de la bañera. Chorros espumeantes pasan junto a nuestros pies.

Me recreo con la imagen de puños gigantes que nos hacen balancear, caer, quedar en su poder; y que nos bambolean como se bambolea una nuez, en un típico acto de locura. Nos toman y nos dejan en un continuo vaivén, sin interrupción alguna.

—¡Qué porquería! —se enoja el segundo oficial. Espera a que pase la última ola y abre la escotilla, para gritar hacia abajo—: ¡Al comandante: la visibilidad por encima de las olas circundantes es muy poca! La pregunta es si se puede ir a trescientos grados.

Por un rato se oye a través de la escotilla abierta la música de la radio. Desde abajo nos llega por fin una voz:

—¡Permitido ir a trescientos grados!

—¡A trescientos grados! —le ordena el segundo oficial al timonel. Lentamente, el submarino gira hasta que las olas nos llegan en diagonal desde la popa. El submarino hace ahora pequeños movimientos de balanceo como un caballito de madera. Las olas se encaraman a la embarcación desde la popa, lamen lo alto de la torre y se despedazan salvajemente. La proa se inclina hacia la profundidad, enterrándose en la ola que justo acierta a pasar por delante de ella. Por fin se libera y vuelve a navegar en la oquedad que otras dos le forman a uno y otro lado. Alrededor del submarino, el mar es apenas una superficie cimbreante, hirviente, blanca, resquebrajada siempre por nuevas ondas de color verde.

—¡Vamos a trescientos grados! —llega la voz del timonel desde abajo. La escotilla se cierra nuevamente.

Me arde el rostro cada vez que me paso la manga mojada. Ya no sé cuántos latigazos me han golpeado la cara. Me asombra, eso sí, que todavía la hinchazón no me haya cerrado los ojos. Cada parpadeo es un dolor. Los párpados parecen tener el doble de su grosor normal. ¡Oh, Dios!

Saludo con la cabeza al segundo oficial, dejo pasar delante de mí un río de agua, y abro la escotilla. Me voy abajo.

Me asalta una indescifrable opresión, estoy totalmente deprimido. Este martirio es la mejor prueba de lo que el hombre es capaz de soportar. Un experimento para constatar los límites del sufrimiento humano.

El radiooperador recoge la petición de SOS de varios barcos.

—A los vapores se les llena la bodega de agua, y se les rompe la escotilla. Con estas olas se destrozan hasta los botes salvavidas, si son de madera.

El viejo nos pinta toda clase de calamidades que pueden suceder en un barco sujeto a estas condiciones climáticas:

—Si ahora les llega a fallar la máquina que sostiene el timón, o si se les desprende la hélice, se pueden dar por perdidos. Rezar es lo único que les queda.

Los tonos de fondo son los silbidos de las olas, el chorrear del agua y el gorgoteo en la bodega; sobre ellos se dejan oír los embates sordos de la proa al caer nuevamente en el agua.

Me asombra que el infinito subir y caer no haya aflojado ya todas las juntas. Pero el submarino no se ablanda. Lo único que se ha roto hasta ahora es simplemente un poco de porcelana y algunas botellas de jugo de manzana. Da la impresión de que el mar no tuviera nada contra el submarino en sí. Sólo nosotros caemos una y otra vez sobre nuestras rodillas: la técnica todo lo soporta, solamente los hombres han sido mal construidos; no estamos hechos para esta clase de torturas.

Me hago un lugar en la central. El comandante está escribiendo en su diario de guerra. Leo: «Barómetro 758,8. El viento ha girado hacia el Sudeste, grado dos. Mar muy picado de Este a Sudeste».

El viejo comienza a hablarme:

—¡Este va a ser el mes más oscuro de la historia! Ya pueden dejar la fanfarria del informe especial en la maleta. ¡Simplemente cagados! ¡Si esto sigue así podemos cerrar el negocio!

El tráfico de comunicados radiales es realmente pobre; tan sólo con eso se puede uno dar cuenta clara de lo poco que están haciendo los submarinos. Petición de posiciones, llamadas de rutina... eso es todo.

Pero me consuelo: ningún barco es tan firme en el mar como éste.

Domingo
. Aun antes de la más insignificante acción tengo que luchar conmigo mismo: ¿lo hago o no lo hago?

Lo que más fuerza nos quita es la poca oportunidad que tenemos de dormir.

Descansar verdaderamente sólo es posible cuando no hay visibilidad y el comandante permite que nos sumerjamos. Una vez que el submarino está bien en su rumbo, apenas si se oye alguna voz. Hasta los naipes se dejan de lado. Todos tratan de dormir cuando el submarino navega bajo el agua.

Pero el silencio que se produce en la intimidad del mar es renovadamente extraño.

Cuando todos, vencidos por el cansancio, se acuestan en sus cuchetas o simplemente sobre las tablas de madera del suelo, el submarino parece abandonado por su tripulación.

Lunes
. Aún tengo el suficiente poder de decisión como para anotar en mi cuaderno lo que sigue:

«Imposible desempacar. Todo esto no tiene sentido. Nos sumergimos poco antes de las dos. Hermoso: nos quedamos bajo el agua. Más y más inflamaciones. Forúnculos de los peores. Costras ardientes. Pomada de ictiol para todo».

Martes
. El comandante escribe en su diario de guerra acerca del día que pasó:

«13,00: El submarino hace maniobras con ambas máquinas a fin de alcanzar una mediana velocidad. A pesar de ello estamos prácticamente en el mismo lugar.

»13,55: Inmersión debido al mal tiempo.

»20,00: Salida a la superficie. Todavía hay mar muy picado.

Limitado el uso de las armas.

»22,00: Navegación de profundidad debido a la situación climática.

»01,30: Salida a la superficie. Mar picado. Visibilidad restringida.

»02,15: Submarino a la capa debido al mar, muy picado».

Miércoles
. El viento gira hacia el Sudeste. Su velocidad ha aumentado nuevamente hasta dos. «Mar muy picado desde el Este y el Sudeste. El barómetro cae mucho», escribe el comandante en el diario de guerra.

En la central, el oficial navegante se ha asegurado con ambas piernas a la mesa de cartografía. Al tratar de espiar por encima de su hombro levanta la vista, sin alegría en el rostro:

—¡Nada desde hace diez días! ¡Y encima este loco navegar sin rumbo entre el mar y el viento!

Se sorbe la humedad de la nariz, con ruido. Suena como si hubiese estado llorando. Me señala con su lápiz unas tiras de papel; están llenas de pequeños números encolumnados; me aclara:

—Acabo de juntar algunos valores estadísticos, según la experiencia. Porque si sigo así, sacando cuentas, voy a llegar a quién sabe qué resultados. Por ejemplo, ahora he calculado cuántas millas es arrastrado el submarino por el viento y por la marea de tantas horas, si navegamos con ambas máquinas a pequeña velocidad, en un ángulo de treinta grados contra el mar...

Una catarata nos cae por la escotilla y tapa su voz. De un salto me subo al cajón de los mapas, para salvarme de que se me mojen los pies. El agua silba sobre el suelo y desaparece finalmente hacia babor.

Como un niño, el oficial navegante chapotea dentro del agua, en sus botas de goma. Quizá lo único que esté haciendo en este momento sea descargar su rabia contra el agua.

Jueves
. El oficial navegante quiere volver a probar suerte, en la semipenumbra de la mañana. La visibilidad ha mejorado, es verdad. El cielo se entreabre aquí y allí y nos permite vislumbrar algunas estrellas en libertad. El horizonte se puede ver, o al menos calcular, cuando no está detrás de las olas que por momentos lo esconden. En esos instantes da la impresión de que la línea horizontal estuviera llena de pequeñas jorobas.

Pero tantas veces como el oficial navegante consigue enfocar una estrella y llamarla por su nombre la cubierta se llena de agua, que salpica el sextante y lo deja inutilizado. Otra vez hay que mandar el sextante abajo, a la central, para que lo limpien y lo devuelvan arriba. Un cuarto de hora después, desesperado, se rinde:

—¡Una posición mal calculada tiene tanto valor como ninguna! —dice, mientras baja al interior de la embarcación. Quiere volver a intentarlo al atardecer.

Parece como si el mar se fuera a tranquilizar. Alrededor de las once, durante la guardia del segundo oficial, llaman al oficial navegante. Se puede ver el sol, a ratos.

—¡Hay posibilidades de disparo desde el sol! —repito, en el habitáculo de los suboficiales. No hay respuesta. El oficial navegante duerme. Me incorporo y paso a su habitáculo. Lo sacudo y vuelvo a comunicarle la novedad: ¡Posibilidades de disparo desde el sol!

De un salto, Kriechbaum está conmigo:

—¿Seguro que no es broma?

—¡Claro que no!

Con mirada insegura desaparece en la central. Poco después lo veo subir al puente.

Viernes
. —¡Qué vida de mierda! —protesta el ingeniero ya en el desayuno.

—Nuestro sistema de búsqueda —le digo al viejo— me hace recordar ciertos métodos de pesca que se usan en Italia. —Hago una pausa de suspenso, tal como él mismo acostumbra, después de arrojar el anzuelo. Luego de su «¿Ah, sí?» continúo mi charla—: En las cercanías de Venecia he visto cómo los pescadores echan al mar, desde el muelle y por encima de una especie de codaste, unas inmensas redes de forma cuadrada. Esperan un momento y luego elevan la red, enrollándola, con la esperanza de que algún pez sea tan tonto como para quedarse cómodamente sobre la red.

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