Submarino (37 page)

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Authors: Lothar-Günther Buchheim

BOOK: Submarino
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A la mañana siguiente, el mar apenas si se mueve, como bajo una capa de plomo líquido. El peso específico del agua parece haberse duplicado durante la noche. También el cielo ha caído en una extraña apatía: leche pura.

—¡Todo sale al revés! —se queja el oficial navegante—. ¡Sólo Dios sabe lo que hubiéramos necesitado este mar un poco antes!

Algo más tarde, nos comenta, en la central:

—Aquí estamos hoy —con la punta del compás marca la cruz sobre el mapa— y aquí estábamos ayer a esta hora —tuerce la boca, en un gesto de amargura—. Sobre esta línea entonces estamos navegando ida y vuelta. —De la caja de cartografía saca un mapa que muestra incluso las profundidades costeras; señala un pequeño cuadrado, al Sudoeste de Islandia—: ¡Este cuadradito corresponde a la carta que veíamos antes!

Con la punta del compás recorre el camino que hicimos hasta ahora:

—Todo esto hicimos hacia el Este. Entonces comenzó el mal tiempo. Aquí viramos, y aquí tomamos hacia el Norte; más tarde navegamos hacia el Sur, otra vez hacia el Oeste y por fin otra vez hacia el Norte. Aquí hicimos todavía un par de zigzags, antes de volver hacia el Oeste... y aquí estamos ahora.

Miro atentamente la hoja como si hubiera sobre ella quién sabe qué cosa para ver. Eso es todo, pienso, lo que queda de nuestro viaje; una alocada línea de lápiz saltando de aquí para allá, en la red de los cuadrantes.

Nos llega una comunicación radial de Hinrich: «Hundido un navegante solitario».

—¡Este llega a almirante, seguro! —dice el viejo. Suena más a contrariado que a envidioso—. ¡Arriba, en la avenida Dinamarca!

La amargura del comandante lo hace continuar:

—¡Esos no nos pueden hacer saltar de un lado a otro y nada más, a ver qué pasa! ¡Así no puede resultar nada bueno!

El ánimo cayó a cero en todo el submarino. La vieja y gruesa piel con que cada uno se cubría se ha gastado. Es el contramaestre el que al parecer está pasándolo mejor: su voz de trueno no ha descendido ni un poquito. Todas las mañanas, cuando los demás aún remolonean otro rato más, sin decidirse a despertar, ya él está gritando por toda la embarcación, porque a sus ojos el submarino no está todo lo limpio que debería estar. Siempre espera para eso a que el comandante haya subido a la cubierta... pero entonces empieza, como si recibiera una paga especial por sus ataques de ira.

Para variar, ordeno las cosas dentro de mi pequeñísimo armario. Está todo revuelto; en las camisas hay por todos lados manchas grises de humedad. Un cinturón se ha teñido de verde con el moho.

Todo huele a mojado. Es un verdadero milagro que nosotros mismos no nos pudramos lentamente en vida, transformándonos en barro.

Pero en algunos de nosotros el proceso parece haber dado comienzo ya. El rostro de Zörner, por ejemplo, está transfigurado por chichones rojos, rematados en un grano amarillo central. Como su piel es naturalmente de un color queso, el contraste le da a su figura un aspecto realmente desagradable. Los marineros son los que más sufren, ya que el constante contacto con el agua salada impide que se curen de una vez sus heridas y sus forúnculos.

El temporal ha pasado. El puente es de nuevo un lugar de recreación. Nada hay que quiebre la redondez del horizonte. Una línea inmaculada, en la cual se unen exactamente el cielo y el agua.

El paisaje marino semeja una gran lámina, chata, cubierta. por una campana de vidrio gris—opalino. No importa cómo nos movamos, la campana nos acompaña; nosotros quedamos siempre en el centro de la superficie gris. Hasta su límite hay apenas dieciséis millas. Es decir que la lámina tiene, en total veintitrés millas de diámetro... Nada, comparado con la magnitud del Atlántico.

CONTACTO

 El primer comunicado que recibió hoy el radiooperador fue la orden dada a Thomsen de que señale su posición.

—¿Dónde se ha metido Thomsen ahora? —le pregunto al viejo.

—¡No ha respondido! —me contesta—. Ya ha sido llamado dos veces más.

De inmediato veo ante mí un submarino, desde arriba, alrededor del cual estallan las bombas levantando en el agua inmensos repollos blancos y brillantes.

Me digo que ellos sabrán por qué guardan silencio. Por cierto, hay situaciones en las cuales la menor señal de radio puede ser delatora.

A la mañana siguiente, lo más impersonalmente posible, pregunto:

—¿Y Thomsen?

—¡No se sabe! —contesta el viejo, y sigue masticando, con la mirada fija en el vacío. Problemas en la antena, me digo, o dificultades en la comunicación misma. Quizá se ahogó el alambre de la antena, o algo parecido.

Llega Herrmann con el borrador. El viejo lo toma impaciente en sus manos, firma los comunicados nuevos y lo cierra. Yo lo tomo y se lo paso nuevamente al radiooperador. El viejo no dice una palabra.

En los primeros tiempos se dieron casos de submarinos que, al ser atacados por aviones, ni siquiera tuvieron tiempo de hacer una llamada de auxilio.

—¡Tendría que haber mandado ya una señal, hace tiempo! —comenta el viejo.

Nadie habla al día siguiente sobre Thomsen. Es un tema tabú: no hacer conjeturas. Al viejo se le nota ciertamente en el rostro lo que piensa: pronto informarán sobre el otorgamiento de otras tres estrellas.

Son alrededor de las doce, un poco antes de la hora en que se sirve el almuerzo, cuando llega desde la central el aviso:

—¡Al comandante: estelas de humo en ciento cuarenta grados!

El comandante se incorpora de un salto. Todos lo seguimos atropelladamente a la central. Al pasar tomo unos binoculares y ya no me despego del viejo, ni aún para subir a la cubierta.

—¿Dónde?

El oficial navegante se lo indica al comandante:

—¡Ahí, hacia babor, a la derecha de las terminaciones de esos grandes cúmulos!

¡Muy suavemente!

A pesar de todos mis esfuerzos, no veo absolutamente nada en esa dirección.

¿No será que el navegante confundió con columnas de humo lo que en realidad son grupos de nubes bajas? Porque allí se juntan algunas nubosidades, sobre el horizonte dando el juego más rico de tonalidades grises y malvas. El comandante esconde su cabeza detrás de los anteojos. Por mi parte vuelvo a rastrear el horizonte, que se mueve en el objetivo de arriba abajo. Nada más que las columnas de nubes, en todos los grises, desde gris ratón hasta violeta claro, cada una de ellas pareciéndose a una bandera de humo.

¡Dios mío! Hasta que por fin descubro, apenas un poco más oscura que las nubes, ensanchándose hacia arriba como una tuba, una cinta muy delgada. Muy cerca de ella el cuadro se repite como en un espejo; algo más suave, más pálida, pero visible al fin. ¡Y ahí... ahí aparecen ahora una serie de pequeñísimos puntos oscuros, plantados detrás del horizonte! El comandante baja los binóculos:

—¡Convoy! ¡Es un caso claro! ¿Cómo estamos?

—¡A doscientos cincuenta grados!

—¡Vamos a doscientos treinta, entonces! —El viejo no duda un segundo.

—¡Ambas máquinas hacia adelante, a media velocidad!

El comandante le dice al oficial navegante, que aún no cesa de observar por sus binóculos:

—Parece ir hacia el Sur, ¿no es verdad? —Este le responde inmediatamente—:

¡Soy de la misma opinión, señor! —Ni siquiera para hablar suelta los anteojos.

—¡Tenemos que adelantarnos a esos muchachos y ver antes hacia dónde van! — dice el comandante, y agrega en seguida—: ¡Diez a babor!

Nadie se excita. Nadie muestra ánimo de cazador. A mi alrededor solamente rostros sombríos.

Wichmann es el único exaltado: él fue el primero en descubrir las nubecillas.

—¡Siempre lo digo: no hay como la tercera guardia! —murmura conforme consigo mismo, debajo de los binóculos. Pero, al notar de reojo que el comandante lo ha oído, enrojece y calla.

Los pequeños puntos no nos dicen nada aún acerca del curso de los barcos. Hacia el Sur... es una posibilidad. Puede ser que el convoy venga hacia el submarino. Pero también puede estar alejándose de nosotros.

Mis anteojos mantienen a los barcos ante sí, mientras el submarino gira lentamente.

—¿A cuánto estamos? —pregunta el comandante.

—¡Ciento setenta grados!

—¡Vamos a ciento sesenta y cinco!

El submarino se sigue moviendo alrededor de su eje, cada vez menos, y las pequeñas columnas de vapor se sitúan exactamente por delante de nuestra proa. El comandante investiga con ojos desconfiados el cielo cubierto de gris. La cabeza hacia atrás, busca afanosamente los aviones que pudieran aparecer. ¡Ahora no, por Dios!

Desde abajo nos informan claramente:

—¡La comida está lista!

—¡No hay tiempo ahora! ¡Que la traigan arriba! —ordena el comandante.

El almuerzo queda sobre unos asientos plegables, que han sido sacados del puente. Nadie lo toca.

El comandante quiere que el navegante le informe la hora exacta en que baja la luna. O sea que va a esperar la noche para atacar. Por ahora, todo consiste en observar y mantener cueste lo que cueste la comunicación con otros submarinos, para que también ellos puedan alcanzar el convoy.

Poco a poco, el humo se va haciendo más grande por encima del horizonte.

Van hacia estribor.

—Yo creo que van hacia la derecha —opina el oficial navegante.

—No viajan en fila india: es una pena —confirma el comandante.

—En total se ven ya doce mástiles —informa el segundo oficial.

—Me alcanzan, por ahora —contesta el comandante; hacia abajo pregunta—:

¿Cómo estamos?

—¡A ciento sesenta y cinco grados!

El comandante saca sus cuentas a media voz:

—El convoy gira a veinte grados a estribor... o sea que se desvía a ciento ochenta y cinco grados a la derecha... ¿A qué distancia? Seguramente se trata de vapores medianos... dieciséis millas.

Nuestra popa ve alejarse el agua a saltos. En el cielo, pequeñas nubes se sitúan sin meta alguna. El submarino se desliza con la proa cubierta de espuma.

—¡Están muy cerca! ¡Estos ya no se nos escapan! —dice el comandante—. ¡Si nada se interpone! —agrega en seguida, antes de ordenarle al timonel—: ¡Todo a estribor! ¡A doscientos cincuenta y cinco grados!

Con lentitud se corren las nubes de humo a babor. El submarino ha adoptado ahora un curso probablemente paralelo al del convoy.

El comandante baja los binóculos, apenas por unos segundos. Una y otra vez se le oye murmurar algo debajo del ocular. Capto algunos trozos de su monólogo:

—Nunca... como uno lo necesita... es otro curso.

Es decir que un convoy en dirección hacia Inglaterra y lleno le vendría mucho mejor. No solamente por la carga, que podría ser destruida también, sino porque en una cacería hacia el Este nos acercaríamos a casa. El gran gasto de combustible, al viajar a toda marcha, preocupa al comandante. Si la persecución nos llevara hacia el punto de partida, sería más fácilmente remediable el problema.

—Combustible —oigo que también dice el oficial navegante. En otras ocasiones trata de no usar esa palabra, como si fuera una obscenidad. El comandante pone cara de criminalista y se acerca a hablar con él, en voz muy baja. En seguida se aproxima el ingeniero, quien hoy ha vestido su rostro de serio.

—¡Investigar algún ruido por la radio! —ordena el comandante, y el ingeniero desaparece hacia abajo con la agilidad de un acróbata.

Tiene que haber pasado cerca de media hora. El comandante hace poner las máquinas a toda velocidad. Quiere adelantarse al convoy todo lo posible, antes de que esté oscuro.

El ruido de los motores se oye más fuerte ahora. Las detonaciones que tienen lugar en cada cilindro se unen en un grito. El agua se transforma en espuma que, al chocar con mayor intensidad contra la proa, nos salpica.

Aparece el ingeniero. Lo trae la preocupación por el combustible.

—¡Se está acabando! ¡Solamente nos quedan cincuenta metros cúbicos, comandante! —informa amargamente— ¡A esta velocidad podemos andar a lo sumo otras tres horas!

—¿Cuánto calcula usted que tardaremos en volver, yendo a la velocidad mínima? —pregunta el comandante como al pasar. No puedo entender la respuesta, ya que el ingeniero se inclina hacia adelante y hace bocina con las manos, como si encendiera un cigarrillo. De todas maneras, se nota que tiene todas las cifras en la cabeza.

Paulatinamente, las pequeñísimas sombras se van transformando en una mancha ocre y neblinosa. Debajo de ella, en el espacio del ancho de un pulgar que queda entre el humo y el horizonte, los mástiles se agrandan hasta casi el tamaño de los pelos de una barba.

El viejo cesa de mirar por los binoculares. Mientras con el cuero limpia el objetivo del instrumento, se dirige al primer oficial:

—¡Que los mástiles no sobresalgan por nada del mundo más de lo que lo hacen ahora! —Desciende entonces al interior del submarino, aunque, pienso para mí no tan libremente como el ingeniero.

Sobre papel milimetrado, el oficial navegante ha incorporado ya las nuevas rectificaciones del rumbo. En este momento está dibujando una nueva posición del enemigo, haciendo constar la distancia que lo separa de nosotros.

—¡Déjeme ver, por favor! —lo interrumpe el comandante en su trabajo—. ¡Ajá!

¡Eso está muy bien! —y dirigiéndose a mí, continúa—: El curso exacto se deducirá de la gráfica de las próximas horas. —Al navegante le ordena en seguida—: ¡Abra la carta grande, así vemos de dónde viene! —la voz del comandante es más opaca que de costumbre.

Inclinado sobre el mapa sostiene, por así decirlo, un monólogo: —¡Viene del Canal del Norte! ¿Cuál será su curso general? Bueno; eso dentro de un rato lo sabremos... —El comandante mide triángulos entre la situación del convoy y el Canal del Norte; sobre un transportador mide los grados que eso significa—: ¡Más de doscientos cincuenta grados! —Piensa, durante un momento—: No pueden haber hecho este viaje en línea recta! ¡Seguramente han tomado primero hacia el Norte, a fin de rodear las posibles posiciones de los submarinos! ¡Bueno, no les sirvió de nada!

El monótono golpeteo de ambas diesel se oye hasta en el último rincón del submarino. Todos lo sienten como si se tratara de un elixir revitalizador: nuestras cabezas están un poco más erguidas, todos estamos más elásticos, a mí me da hasta la impresión de que el pulso se me hubiese acelerado.

El viejo es el que más claramente cambió. Está más libre, casi alegre; en los ángulos de su boca se dibuja una semisonrisa. Las máquinas van a toda marcha; el mundo nuevamente se ha pintado de rosa para nosotros... parecería que no hubiéramos extrañado nada tanto como el tronar de los diesel.

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