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Authors: Lothar-Günther Buchheim

Submarino (40 page)

BOOK: Submarino
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El comandante es el primero en reaccionar:

—¿Qué es eso?

—¡Cambian el curso! —dice el oficial navegante.

—¡Quizás...! Pero quizás están atrayendo a sus destructores.

—¡Cuidado, señores, cuidado! ¡Que no nos sorprendan! —un momento después agrega—: ¡Un cohete! ¡Están locos!

El navegante informa a los de abajo:

—¡Escriban: cohete de señales sobre el convoy a diez grados! ¡Pónganle la hora!

—¡Qué raro! —dice el viejo. Mirando hacia donde está la luna agrega—: ¡Ojalá caiga pronto! —Estoy de pie al lado del comandante. También yo la observo: parece un rostro humano, tan redonda, gorda, calva.

—Como un antiguo
habitué
de los prostíbulos —opina el segundo oficial.

—Dos hombres mirando la luna —murmuro.

—¿Cómo dice?

—Nada, nada... Así se llama una pintura de Friedrich.

—¿Cuál Friedrich?

—Caspar David..., un pintor alemán del romanticismo.

—Ya entiendo: un amigo de la naturaleza.

—¡Los mástiles se agrandan! —informa el oficial navegante.

El enemigo tiene que haber virado en su ruta.

—¡Giremos nosotros también! —opina el comandante.

Desde abajo nos llega la nueva orientación:

—¡Doscientos grados!

La luna se rodea de un espectro de amplio colorido.

—¡Ojalá podamos quedarnos tranquilos! —espera el comandante. Con voz más fuerte pregunta por la situación del combustible.

Aun antes de que termine de preguntarlo, ya aparece el ingeniero desde abajo:

—A las dieciocho horas hemos sondeado todo otra vez, señor. Hasta ahora, con las altas velocidades, hemos usado exactamente cinco metros y un cuarto. Prácticamente estamos ya sin reservas.

—Todavía resta el aceite de cocina —se mofa el comandante—; y si no es posible de otra manera, volveremos a casa a vela.

Me siento sobre la madera mojada que sirve de asiento a la batería antiaérea. Desde ahí veo la luz de la luna estallar en mil pedazos sobre el agua que queda a nuestra popa. Las mil pequeñas esquirlas vuelven a juntarse para formar otras tantas nuevas figuras. El mar es transparente: diminutos puntos verdosos lo iluminan desde el fondo. La estructura del submarino se distingue claramente de esa masa: el plancton.

El submarino está girando hacia el convoy: lo noto por la nueva disposición de las sombras que proyecta la luna.

De pronto, finos rayos de color verde plomizo surcan el firmamento.

—¡La aurora boreal! ¡También eso! —le oigo decir al comandante.

El cielo se cubre de un cortinaje brillante y vidrioso, sobre el cual flamean ondas blanco—verdosas. Manojos enteros de lanzas relampagueantes aparecen en el horizonte y toman camino hacia arriba, se apagan, vuelven a brillar, se apagan nuevamente, ahora a medias, se alargan. El agua alrededor del submarino destella, como invadida por miríadas de bichitos de luz.

—¡Iluminación tenemos de sobra! —dice el comandante— ¡Es bonito, pero no lo deseamos!

Las parcas oraciones que intercambian el viejo y su navegante me dan a entender que se está evaluando la posibilidad de hacer aparecer el submarino más adelante, en medio del convoy. El oficial navegante niega con la cabeza. Tampoco el viejo parece estar seguro.

—¡Mejor no! —dice el comandante por fin, y vuelve a observar la luna. El satélite es nada más que un agujero en ese cielo lleno de colores, pero su luz, calcárea, tiene una intensidad desusada. Por sobre el horizonte se deslizan un par de nubes. Cuando entran en el cono de luz de la luna, brillan, se visten de fiesta, y en algunos lugares hasta parecen brillar como zafiros.

El mar, bajo el influjo de la luna, se transforma en una inmensa superficie de papel plateado. Multiplica por mil la luz que le llega. La luna parece haber paralizado las aguas: no hay olas, solamente un tímido temblor. E inmediatamente recuerdo las escenas de la noche de despedida en el bar Royal. ¡Thomsen! ¡No debo pensar en eso ahora!

El viejo se arriesga a acercarse un poco más aún al convoy, a pesar de la claridad. Confía en nuestro fondo oscuro; quizá, también, en la falta de vigilancia en los vapores.

Es que apenas si nos elevamos por encima del agua. Y muchas olas tampoco hacemos, con esta velocidad. Nuestra silueta es casi invisible; aunque en este momento llevamos curso paralelo al convoy.

¿Cómo es que tamaño convoy no tiene mayores defensas? ¿Es ese barco de vigilancia al costado todo lo que llevan los Tommies? ¿O estaremos acaso entre las defensas más exteriores y el convoy propiamente dicho?

El viejo seguramente sabe lo que tiene que hacer. Este no es su primer convoy.

Conoce las prácticas del contrario. Una vez hasta observó por el periscopio una persecución dirigida a él, con bombas de profundidad: el comandante del barco suponía a su submarino sumergido profundamente en una zona que ya había abandonado. El viejo hizo parar todas las máquinas y puso el submarino a profundidad de periscopio, observando entonces tranquilamente cómo el destructor alfombraba el mar de bombas.

Ahora calla. Durante un cuarto de hora, lo único que dice es:

—Cuatro columnas.

Parece que al escapar del vigía hemos quedado demasiado adelantados con respecto al convoy. Quizá sea por eso que desde hace un rato navegamos a mínima velocidad. El Mando debe haber reforzado la zona con más submarinos, que seguramente aún no llegaron. Nuestra tarea se reduce por ahora a dar señales y confirmar nuestra posición.

—¿Podríamos acercarnos un poquito más?

La pregunta del comandante va dirigida a Kriechbaum.

—¡Mm! —hace el oficial navegante, y mantiene invariablemente sus binóculos en dirección al convoy. Al viejo le parece eso una afirmación. Da una orden a los timones, de forma que viramos hacia los barcos.

Estamos de pie, ahí, paralíticos y mudos. ¿Excitados? ¡Por favor! ¡Si todo lo que hay que hacer es observar!

¡Observar!

—¡A sus puestos! —ordena el comandante. Su voz resuena áspera, como mal aceitada. Tiene que carraspear, para que la garganta le responda.

Desde abajo llegan claras las comunicaciones de que todos están preparados:

—¡Al ingeniero: sala de máquinas listos!

—¡Al ingeniero: central listos!

El ingeniero pasa hacia arriba la novedad:

—¡Todo listo bajo cubierta! Pero el griterío prosigue:

—¡Al primer oficial: los torpederos preparados!

Y ahora se escucha la voz inconfundible del primer oficial:

—¡Torpederos en sus puestos!

Desde abajo nos alcanzan la mira. El primer oficial la coloca en su lugar, cual si fuera tan delicada como un huevo crudo.

Estamos, vistos desde el convoy, bajo la plena claridad de la luna. Me pregunto por qué el viejo no ordena que nos coloquemos en el cono de sombra, respecto de los barcos. A lo mejor, porque para pensar él utiliza ahora la sustancia gris del enemigo: en la claridad del ambiente, el mar brilla como papel plateado; ahí no se va a atrever ningún submarino.

El viejo, por lo tanto, juega con la idea de la menor vigilancia de parte del adversario. Seguramente tiene razón, porque si la observación de esta parte del mar fuera estricta, es seguro que ya nos hubieran descubierto.

En mi consciente se representa con claridad la disposición del convoy y de sus barcos de defensa, como si se tratara de una fotografía aérea. En un ángulo recto alargado, las cuatro columnas; en el centro, los barcos más caros, los buques tanque. Dos corbetas son las barredoras, al frente, navegando ida y vuelta por delante del resto, a fin de impedir que los submarinos se coloquen en una posición avanzada favorable. Y por último, a los lados, los reaseguros en forma de corbetas o de destructores ida y vuelta por los flancos del convoy, naturalmente buscando las zonas oscuras del mar. Mucho más atrás; los barcos que cierran la marcha, a popa del convoy. No para que los submarinos se vean impedidos de atacar al resto, lo cual es muy difícil desde atrás, sino para entretener a los submarinos antes detectados por los otros barcos de defensa, mientras el grueso del convoy sigue su camino.

Son las veinte. Tendría que preparar un segundo rollo para exposiciones nocturnas para mi cámara, pienso. Rápidamente bajo a la central. En el mismo instante se oye arriba una gritería incomprensible. Subo en seguida, sin la película.

—¡Se acerca un barco! —oigo que dice el comandante.— ¡Ahí, desde afuera; se acerca sin duda a nosotros!

Se me corta la respiración. Allí adelante, a babor, veo los mástiles de los vapores. Pero el viejo está vuelto hacia la popa. Busco en esa dirección. Ya lo tengo: una delgada sombra ha aparecido por sobre el horizonte.

¿Y ahora? ¿Sumergirnos? ¿Abandonar? ¿Basta?

—¡Máxima fuerza hacia adelante con ambas máquinas! —La voz del comandante suena monótona. ¿Quiere arriesgar el viejo truco de seguir navegando hacia proa?

—¡A babor!

¡Ah!

Pasa un minuto. El viejo nos comunica su intención:

—¡Nos dirigimos al encuentro del convoy!

Cuando hube desviado mis binóculos nuevamente en dirección de los vapores, el oficial navegante, con una voz que podría ser más objetiva, nos informa:

—¡Los mástiles se agrandan!

En cuestión de instantes hemos caído en una pinza: tenemos que sumergirnos ante la cercanía cada vez más grande del destructor, o bien la distancia al convoy se hará demasiado pequeña.

La estela que dejamos a popa ha crecido notoriamente. El humo de los diesel la envuelve, y en seguida nos envuelve también a nosotros. Ojalá eso nos ayude otra vez más. Compruebo que la sombra del destructor se ha hecho invisible a mis ojos, a través de los gases del escape.

Vuelvo los binóculos. Tenemos el convoy exactamente delante de nuestra proa.

—¡Tres veces maldición! —protesta el comandante.

—¡El destructor parece alejarse! —informa el navegante. Pasan largos minutos de tensión, hasta que Kriechbaum vuelve a anunciar—: ¡La distancia se agranda!

El comandante ya no presta importancia al destructor. Toda su atención se concentra en las lomas que sobresalen del horizonte, directamente por delante de nuestra proa.

—¿A cuánto estamos?

—¡Curso a cincuenta grados!

—¡Estribor quince ir a ciento cuarenta! —ordena el comandante.

El miedo aún se me localiza en los miembros. Dice el comandante:

—Navegan bastante separados el uno del otro... —sólo entonces se ocupa del destructor—: ¡Qué bien que no hayamos bajado a la profundidad!

Inmediatamente le pregunta al navegante:

—¿Qué opina, Kriechbaum?

Sin mover los anteojos, sino apenas la cabeza, éste responde:

—¡Es seguro, señor! ¡Muy seguro! ¡Tiene que irnos bien!

—¡Es un caso claro! —refuerza el comandante las palabras del otro.

¡Qué diálogo tan extraño entre ellos dos, pienso...! ¿Es que se están infundiendo ánimo?

Echo una mirada a la torre: todo está preparado. Las tapas de las calculadoras han sido separadas de su lugar. Un brillo azulado se desprende de los marcadores.

—¿Qué hora es? —pregunta el comandante a los de abajo.

—¡Las veinte y diez!

Es increíble, pero al estar en el cono de sombra navegamos al lado del convoy como si perteneciésemos a él.

—Esa sombra no me gusta para nada —le murmura el viejo al navegante.

Me vuelvo en la misma dirección que el comandante y consigo situar la mancha en mis binóculos. Su posición es realmente angulosa; no es posible deducir si está acercándose o, por el contrario, alejándose de nosotros. ¿Treinta grados o ciento cincuenta? Lo seguro es que no se trata de un vapor. Pero ya el viejo se vuelve otra vez.

Nervioso, el primer oficial juguetea con los dedos sobre el periscopio, observa la mira, se incorpora entonces nuevamente por unos instantes, alejándose de ella, a fin de dirigir su vista directamente hacia los barcos. El viejo, que se da perfecta cuenta de su intranquilidad, pregunta, con un dejo de ironía en el voz:

—¿Tiene buena visibilidad, oficial?

Una y otra vez, el viejo dirige su rostro hacia la luna. Hasta que no puede ya retener más la amargura que hace carne en él:

—¡Deberíamos poder bajarla a tiros!

Yo centro mis esperanzas en las nubes que se apiñan en el horizonte y crecen lentamente. Hasta dentro de un rato no llegarán a la luna.

—¡Están virando a estribor! —dice el comandante. El navegante asiente. Es cierto: las sombras se han empequeñecido.

También nosotros giramos a estribor.

Estoy tan cerca del periscopio que oigo la respiración del primer oficial. Me intranquiliza no seguir viendo la sombra más clara.

—¿Qué hora es?

—¡Las veinte y veintiocho!

SEGUNDO ATAQUE

 La luna está aun más blanca y más fría. Alrededor de su rostro, bien recortado, el cielo está completamente libre de nubes. Solamente el halo propio de la luna rodea el satélite. Pero ya se acerca a él una nube, desde el horizonte. Como el puesto de avanzada de una tropa entera.

Miro la nube atentamente, sin perderla de vista. Toma el camino esperado; un rato después comienza a avanzar más lentamente, apenas si sube todavía. Se transforma, suelta hilachas, se despedaza. Se esfuma ante nuestros ojos. Niebla es todo lo que queda.

—¡Qué infamia! —se enoja el oficial navegante.

Otra nube se prepara para soltar amarras del horizonte. Es aún más grande y compacta que la anterior.

El viento la empuja algo hacia un lado, justo lo que nosotros necesitamos.

Ninguno habla, como si hablar pudiera romper la nube en pedazos.

Pongo mi mirada en el horizonte. Con los binóculos se distinguen ya claramente las diferentes partes de los barcos: proas, popas, puentes.

El comandante le ordena al primer oficial:

—¡Acercarse y disparar en seguida! ¡Después del disparo, virar a babor inmediatamente! ¡Si sube la nube, vamos ya!

El primer oficial da las indicaciones necesarias a las calculadoras, manejadas por un hombre en la torre y otro en la central.

—¡Tubos uno a cuatro preparados para disparar por encima del agua!

Los cuatro tubos aparecen por encima del mar.

El intercomunicador nos trae una voz desde el habitáculo de proa:

—¡Tubos uno a cuatro listos para disparar!

El primer oficial sigue impartiendo órdenes. Le salen limpiamente de los labios... Lo sabe hacer... Se ve que lo aprendió bien.

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