Authors: Lothar-Günther Buchheim
—¡No voy a permitirlo! —responde Ario.
—¡Ten cuidado, que ya sé de mucha gente que ha quedado muy conforme con un par de golpes de los míos!
Más ruidos inquietantes. Algo suena entre los torpedos, allí adelante. Pero nadie se levanta para fijarlo nuevamente en su posición. Una toalla que cuelga del elástico de una cucheta, a estribor, se desliza por un instante hasta quedar completamente desenrollada; como si le hubieran puesto almidón, adopta la posición vertical.
Ario la observa, concentrado:
—Alrededor de cincuenta grados —comenta.
—¡Qué mierda! —suspira el torpedista, quien ha encontrado un charco entre los torpedos y trata de secarlo. El trapo que tiene entre sus manos desparrama un olor ácido. El charco se agranda ahora hacia todos lados y moja el piso donde los demás están sentados. Ario va a incorporarse de un salto, pero el agua queda paralizada, como en un trance hipnótico, y vuelve hacia adelante.
De todas maneras, Ario se pone de pie. Con una mano se limpia el sudor de la frente. Se apoya contra el camastro, teniendo siempre cuidado de no soltar la agarradera, y se quita la chaqueta. Por los agujeros de su camisa aparecen manchones oscuros de pelo negro. Ario está completamente sudado. Trabajosamente logra su cometido y vuelve a sentarse. Acto seguido les comunica a sus compañeros pomposamente que, a pesar del tiempo, él se dedicará ahora a comer. Y lo dice en serio, porque inmediatamente se dedica con todo su empeño a armar un emparedado con un poco de pan, apenas mohoso, sobre el que coloca cuidadosamente manteca, chorizo, queso y sardinas.
—¡La torre de Babel! —le dice el Bailarín. Ario se estimula con ese reconocimiento, y le agrega además un poco de mostaza. Ruido de dientes. El pan, duro, exige trabajo a los músculos de la mandíbula. .
—¡Es mejor que la porquería que viene en las latas! —murmura.
Acompaña su ración con té. También otros se dedican a comer. Los labios de todos están brillantes de grasa; son caníbales alrededor de sus fuentes. Las piernas de uno se entrecruzan con las del que está sentado enfrente, como en el compartimiento de un tren. Ario, con un eructo, hace notar una y otra vez que la comida le apetece. Se pasan una botella de jugo de manzanas. Algunos se preparan para tomar la guardia siguiente; desaparecen hacia la popa.
Un momento después vuelve a abrirse la compuerta, esta vez para dar paso al pelirrojo Markus.
Con su jersey a rayas horizontales, azules y blancas, parece un boxeador de los años ochenta. Trae el olor de los diesel, que se mezcla en seguida con la acidez del ambiente.
Por un instante queda de pie, observando la situación; luego se desprende de su jersey aceitoso. Se bambolea para hacerlo, como si estuviese borracho. Por fin se deja caer, como un boxeador derribado, entre los demás. Ario lo empuja hacia un lado, pero Markus no reacciona. Entre bocado y bocado trae información fresca:
—Perdió el Hertha Fútbol Club... lo dijo la radio. Cinco a cero. Ya al terminar el primer tiempo perdían por tres a cero. No tienen más posibilidades de llegar a semifinalistas.
—¡Qué bárbaro!
—¡Increíble!
El Hertha Fútbol Club ha sido vencido... y el temporal pierde toda su importancia.
Inmediatamente se inicia el debate:
—¡Justo el Hertha! ¡Ni siquiera hicieron el gol del honor! ¡Si es para llorar!
Un cuarto de hora después el tema ya no da para más; pero la reunión se agita nuevamente cuando todos se enteran de los planes de Benjamín, que quiere casarse. De todos lados comienzan a llover consejos:
—¡Despacio, chiquito!
—¡Estás completamente despistado! ¡Alguien como tú habría que pasearlo por el zoológico y usarlo de cruce con los chimpancés!
—¡Pobre mujer!
Benjamín se ha enojado.
—¡Se me está acabando la paciencia! —protesta.
Es necesaria toda la retórica de Ario para calmarlo. Y, con palabras finamente elegidas, consigue incluso que Benjamín saque del armario su billetera, bastante ajada, donde guarda una serie de fotos de su dama. El Bailarín se las arrebata de las manos. Cada fotografía es comentada por separado antes de pasar al resto de la gente:
gusto!
—¡Qué chasis! ¡Modelo hogareño! ¡Ayúdenme, soy inocente! ¡Qué falta de buen Una vez que hubo terminado con todas y cada una de las fotos, se dirige a Benjamín con las manos vacías y el asombro en el rostro:
—¡No estarás diciéndonos en serio que se puede uno acostar con ese ojón!
Pero Benjamín ni lo oye. Su preocupación es ahora recuperar las fotografías; la tetera cae, en el intento. En el suelo no tardan en aparecer restos de comida. El marinero maquinista de torpedos, que es el jefe del habitáculo de proa, tiene que intervenir desde su camastro y poner en juego todo su poder para calmar la situación. Si bien ha logrado recuperar todas sus fotos, Benjamín se muestra aún muy dolido; seguramente aprovecha para hacer un poco de teatro; se debe sentir todo un héroe porque ha conseguido salvar a la dama de las manos de esos salvajes.
Durante cinco minutos no se oye sino ruido de mandíbulas. Vuelve a abrirse la compuerta.
—¡Cuernos, lo que parece esta habitación! —dice el marinero que acaba de entrar.
Lo recibe la carcajada general del grupo.
—¡Dilo de nuevo, que sonaba muy bonito!
Una sonrisa se dibuja en el rostro del recién llegado, que no entiende la situación. Es un rostro redondeado, que más corresponde a un camarero que a un hombre de mar. Una barbita negra le da un poco de forma. Seguramente se trata de una persona amable y paciente porque, haciendo caso omiso de las pullas, se busca su lugar entre los demás y toma asiento. Fackler lo increpa todavía porque lo ha empujado para colocarse mejor.
Otras frases más y el repertorio de Fackler se agota. Así que se dirige a su camastro para arrojarse en él, pero justo cuando va a hacerlo, descubre que sobre la cucheta hay ropa mojada.
—¿Qué hacen aquí estos pañales?
—¡Déjalos ahí, que están cómodos!
Por un momento se hace el silencio. Otra vez domina el ambiente, el ruido que producen al masticar.
El torpedista Dunlop se colorea de rojo delante de la lámpara, y se dirige a su armario. Aparece un montón de botellas. Lo que busca debe de estar detrás de todo.
—¿Qué buscas?
—¡Mi crema para la cara!
Como si ésta hubiera sido la palabra esperada, toda la banda estalla al unísono:
—¡Miren qué puta tan dulce!
—¡En seguida va a encremarse su abdomen de alabastro!
El torpedista los observa, molesto:
—¡Qué idea pueden tener ustedes de la higiene!
—¡Ja! ¡Hacer propaganda para la higiene... aquí, en el barco!
—¡Mírenlo: quiere higiene y el pito se le pudre como un gorgonzola! El presidente del habitáculo no aguanta más:
—¡Por todos los diablos! ¿Se va a hacer el silencio o no?
—¡No! —le contesta Ario, pero tan bajito que el maquinista de torpedos no lo puede oír.
Martes
. La intranquilidad del mar aumenta. El submarino se sacude de manera tan atroz que mi estómago se resiente. Un temblor, vivo recorre la embarcación hasta cada una de sus rendijas. Tarda menos de un minuto en hacerlo. Parece que la proa no podrá liberarse más, tanto se hunde en el mar esta vez. El submarino se bambolea hacia ambos lados en un intento supremo por volver a la normalidad. Por fin, las hélices producen su ruido de siempre, el barco se calma; es como si se hubiera abierto una pinza que lo tenía aprisionado.
Trato de retener el desayuno y ponerme a escribir. Pero en este instante vuelve a moverse el habitáculo, y mi estómago sube. Nos agarramos como podemos de la primera cosa fija que encontramos, porque la experiencia enseña que estos movimientos terminan siempre con un golpe. Pasó. Las hélices vuelven a tocar el agua.
El almuerzo consta sólo de pan y chorizo. La comida caliente está suspendida.
Solamente podemos alimentarnos con el puré frío de las latas, porque los embates de mar impiden al cocinero poner nada sobre el fuego. Ya de por sí es un milagro que nos alcance té o café calientes. El cocinero hace realmente lo mejor que puede; es un gran muchacho.
Después del mediodía el comandante va hacia arriba. Debajo de la chaqueta se ha puesto un grueso pullóver. En vez del
Südwester
viste una capucha de goma adaptada a la cabeza que solamente deja libres los ojos, la boca y la nariz.
No pasan más de cinco minutos y ya el comandante, mojado completamente e insultando a diestra y siniestra, vuelve otra vez a bajar. Murmurando se desprende de su ropaje especial y en seguida de su pullóver; sin palabras enseña una mancha que el agua ha producido en su camisa en el corto tiempo que permaneció arriba. Se deja caer sobre el cajón de los mapas, y un ayudante de la central le quita las botas de goma. Desde adentro de las botas el agua cae sobre el suelo y desaparece hacia la bodega.
Mientras el comandante está ocupado retorciendo sus calcetines totalmente mojados también, nos cae otro baldazo de agua desde arriba, que se desparrama sobre el piso y lentamente se escurre.
—¡Colocar la bomba de succión! —ordena el comandante mientras salta descalzo por entre los charcos hasta la cabina de transmisión, donde, sobre el calefactor deja su ropa para que se seque.
Al pasar le comunica al oficial navegante sus nuevas averiguaciones:
—El viento está rotando hacia la izquierda... por ahora todo ocurre según programa.
Un temporal de lo más correcto, pienso, que se comporta de acuerdo con lo esperado.
—¿Mantenemos el curso? —pregunta el oficial.
—¡Tenemos que hacerlo! Por lo menos, mientras sea posible lo haremos.
Como para contradecir el optimismo del comandante en la cabina de transmisión la caja del acordeón vuela de su lugar, impulsada por un nuevo golpe del mar. Finalmente choca contra la pared de enfrente.
—¡Ojalá esté vacía! —dice el comandante. En el mismo instante la caja embiste otra pared, ahora con tal fuerza que se abre mostrando que, en realidad, lleva consigo el instrumento.
El ingeniero observa el cuadro entre curioso y preocupado:
—¡No creo que el acordeón mejore así!
El ayudante de la central se acerca, más arrastrándose que caminando y consigue reunir caja e instrumento.
El comandante se abre camino trabajosamente para llegar al habitáculo de los oficiales. Allí se apoltrona en su rincón, detrás de la mesa. Se acomoda y cierra por un momento los párpados como si estuviera pensando en algo muy importante. Debe de pensar cuál era la posición en la que se encontraba más cómodo últimamente. Prueba diferentes maneras hasta que por fin halla la comodidad deseada; está lo bastante amoldado a su lugar como para no caerse de allí con el próximo embate del mar.
Los tres nos ensimismamos en nuestros respectivos libros. Un momento después el comandante levanta la vista:
—¡Lea usted esto! ¡Aquí! ¡Tal cual!
Su dedo índice me marca el renglón exacto donde él desea que yo comience:
«El humor de los vientos, como la obstinación humana, es una triste secuencia de indisciplinas internas. El continuo enojo y la fuerza desbordada arruinan el espíritu libre y cariñoso del viento del Oeste. Es como si su corazón resultara envenenado por los malos recuerdos. En la rebeldía ilimitada de sus fuerzas devasta su propio reino. Cuando su frente se oscurece, amenaza desde las regiones al Sudoeste del cielo. Espira su rabia en forma de repentinos golpes de aire, soplos que ahogan su ámbito con interminables masas de nubes. Arroja sobre las cubiertas brillantes de los barcos la semilla de la intranquilidad. Hace que el mar rayado de espuma aparente ser más viejo aún, y logra que en el cabello de los capitanes broten hilos grises, antes de conseguir que sus barcos, en camino a casa, lleguen al canal. Cuando el viento del Oeste desata su poderío desde el Sudoeste, parece un déspota enloquecido que maldice a sus súbditos y los manda al país del daño, de la profundidad y de la muerte...».
Leo el título del libro: Es de Joseph Conrad, y se llama
Spiegel der See
,
Cuadro del mar
.
Miércoles
. —¡Algo bueno tiene este tiempo de porquería! —dice el viejo,— ¡Por lo menos no nos persiguen los aviadores!
Apenas se duerme durante la noche. Mi camastro trató de arrojarme de él, a pesar de la valla de alambre que lo impedía; en otras oportunidades me tiró contra la pared, intentando quizá que yo la sobrepasara en dirección vertical. Dos veces, me bajé de la cucheta porque ya no soportaba quedarme allí. Ahora estoy como si no hubiese dormido en toda la semana.
La tormenta no da la menor señal de querer amainar. El día transcurre en un ambiente de sordo aburrimiento. Toda la tripulación va cayendo lentamente en la apatía.
Jueves
. El comandante relee en voz alta las últimas palabras de lo que ha escrito en el diario de a bordo: «Viento del Sudsudoeste, 9—10. Marea 9. Brumoso. Barómetro 711,5. Fuertes golpes de viento”.
«Brumoso»... Como siempre, el viejo se queda corto. Si escribiera «esto es una batea» estaría más cerca de la verdad. Es que arriba las cosas tienen el aspecto de que los elementos quisieran disminuir de cantidad, haciendo del agua y el aire una sola sustancia. El temporal se ha incrementado... tal como el viejo lo advirtiera.
Descuelgo mi impermeable del gancho, rodeo mi cuello con una toalla, como de costumbre, y busco mis botas de goma en el habitáculo de transmisión, donde quedaron para secarse bajo el calor del calefactor: quiero hacer la guardia con el oficial navegante. Justo cuando tengo una pierna a medias dentro de la bota, desaparece el piso debajo de mi otro pie. Me bamboleo por el pasillo, y cuando consigo pararme sobre mis propios pies, un nuevo golpe me arroja al suelo. Por fin consigo reincorporarme.
Las botas están mojadas por dentro. El pie se niega a entrar, así que me siento para poder obligarlo. ¡Al fin, lo he conseguido!
Otro vaivén abre la cortinilla del comandante; allí está él, haciendo poesía con el diario de a bordo. Mordisquea el lápiz. Seguro que la oración que acaba de escribir tiene una palabra de más. El viejo hace como si todas las veces tuviera que redactar un telegrama en el cual cada palabra costara un dineral.
Ahora, a ponerse los pantalones impermeables por encima de las botas.
También ellos están húmedos por dentro. Los pantalones están hechos de tela engomada. Consigo pasarlos hasta las rodillas, y ahora tengo que levantarme y hacer el próximo intento, hasta arriba. También esta parte me cuesta trabajo. Comienzo a sudar.