Authors: Lothar-Günther Buchheim
Nadando se hubiera podido conseguir. Sí. Abandonando el submarino inmediatamente después de llegar a la superficie. Pero ahora, ¿dormir, mientras el oxígeno se agota?
Me quito la boquilla de la boca, aunque no tengo deseos de hablar. Mis manos lo hacen sin querer. Manos inteligentes. Se dicen a sí mismas para qué. ¿Para qué el tubo, si ya no existe una posibilidad? Un hilo de saliva se me cae al suelo.
Me vuelvo hacia el viejo. Su rostro está muerto, como una máscara. Tengo la impresión de poder arrancársela, pero entonces me tropezaré con la carne y los tendones, otra vez la visión del atlas de anatomía.
¿Han terminado los esfuerzos del viejo? No puede ser cierto: ¡Lo siento! No puede haberlo dicho en serio.
El viejo no se mueve un milímetro. No puedo encontrar su mirada, porque la tiene depositada en el suelo.
En mi cabeza se junta el miedo ante el vacío. No puedo permitirme la locura. Tengo que cuidar de mí y del viejo.
No hay duda: el viejo está acabado. ¿Cómo si no podría habérsele escapado algo así de los labios? Era resignación.
Quizá comience todo a cambiar ahora, para nuestro bien, y el viejo no sepa nada aún. ¿Qué puedo hacer? ¿Decirle al viejo que todo marcha bien?
Siento la rebelión en lo más íntimo de mi ser: ¡No y no! No puede ser que esas dos palabras del viejo me saquen del convencimiento de que yo me salvaré. Nada puede pasarme. No a mí. Yo soy tabú. Por mí se salvará todo el submarino.
El viejo venía de popa. ¿Qué le puede haber dicho el ingeniero? ¡Si el ingeniero era todo confianza, cuando lo vi por última vez! Tenía su plan. Todo parecía ser bastante lógico. No haría trabajar a sus hombres así porque sí, sin sentido. ¡No es un actor, como lo es el viejo! ¡No, no puede ser!
Renace la duda: lo he notado, no me engaño, arriba está oscuro desde hace horas. Y nosotros queríamos subir cuando estuviese oscuro. O sea que tendríamos que haberlo intentado hace tiempo ya.
El viejo sigue ahí sentado, sin moverse, como sí la vida se hubiese escapado de su cuerpo. Ni un parpadeo. ¿Qué pasa con él? Nunca lo había visto así...
Quiero impedir las náuseas que me acosan. Quiero tragar, tragar el miedo.
¡Esto no es más que un teatro!
¿Quién camina ahí?
Miro hacia el pasillo: ¡es el ingeniero! Se bambolea a izquierda y derecha, golpeando contra la pared, igual que el viejo hace un momento. Trato de leer en el rostro del ingeniero. Pero está en la penumbra.
Miro el pasillo. No es una aparición: ¡es el ingeniero! ¿Por qué no se acercará a la luz? ¿Se han vuelto todos locos aquí? ¿Por qué no se sienta con nosotros a la mesa?
¿Será porque su camisa está hecha jirones? ¿O porque sus brazos están sucios de grasa?
El ingeniero mantiene abierta la boca. Seguramente quiere informar algo. Pero espera a que el viejo eleve la mirada. Ahora mueve el ingeniero sus manos, se despega de las paredes, mueve los labios. Seguramente quiere dar suspenso a su información, eso es. Pero el viejo continúa con la cabeza gacha. Quizá ni siquiera se dio cuenta de que el ingeniero está de pie, a menos de dos metros de aquí.
Ya quiero darle un golpecito al comandante, para que salga de su ensimismamiento, cuando el ingeniero carraspea. El viejo sube los ojos, irritado. De inmediato comienza a hablar el ingeniero.
—Informo al señor comandante que la máquina eléctrica está libre... que el agua ha sido evacuada hacia las celdas de regulación... que desde allí es posible su evacuación hacia el exterior... también la brújula está libre... y la sonda acústica.
El ingeniero se interrumpe. Su voz está ronca. Oigo como proveniente de un eco multiplicado muchas veces, la palabra:
—. .libre... libre... libre...
—Bien, ingeniero, bien bien —tartamudea el viejo—. Descanse, por de pronto.
Me incorporo, para hacerle un sitio. Pero el ingeniero sigue hablando:
—... todavía... hay problemas... para aclarar... —y da dos pasos hacia atrás, antes de lograr volverse. ¡Se va a caer!
El viejo ha apoyado los codos sobre la mesa y está mordisqueándose el labio inferior. Su rostro se desfigura por eso. ¿Por qué no dice nada? ¿Por qué no sale de sus labios un solo sonido?
Por fin, el viejo suelta su labio inferior.
—Buena gente... sí, buena gente es lo que hay que tener —dice al fin.
El viejo apoya ambas manos en la mesa, se inclina hacia adelante y se incorpora, muy pesadamente. Pasa lentamente al lado de la mesa, se acomoda los pantalones, ya en el pasillo, y se pone en movimiento hacia la popa, con los pasos inseguros de un borracho.
Y ahí me quedo yo, sentado, después de haber recibido el golpe. ¿Qué fue esto? Con ambas manos cojo la boquilla de mi tubo de oxígeno. Tengo miedo de haber soñado la entrada del ingeniero. Pero el viejo ya no está. ¿Hacia dónde desapareció? Hace un instante estaba aquí, todavía.
—¡Lo siento! —repite el eco de mis pensamientos.
—... libre... libre... libre... —contesta.
¿Dónde se han ido todos? Voy a gritar, cuando oigo voces en la central:
—intentar... hay que ver... si es posible.
—¿Cuándo estará aquí todo listo? —ésa es la voz del viejo. Ahora se hace perentoria—: ¡Mucho tiempo no nos queda!
Otra vez el desconcierto en mí. ¿Qué estoy haciendo aquí, todavía? Vuelvo a colocarme la boquilla en la boca. Estoy temblando. Apenas si puedo sostenerme sobre los pies. Es como si alguien me golpeara en los pliegues detrás de las rodillas.
En la central están el viejo, el ingeniero y el navegante, las cabezas juntas.
Forman un grupo cerrado alrededor de la mesa de cartografía.
En mí aparece el pensamiento de siempre: ahora se retarda la acción, se da tiempo al tiempo, se pierde el tiempo. El grupo de conjurados y los susurros.
Ahora alcanzo a registrarlo: no hay más agua en el piso de la central. Mis pies se mantienen secos. No lo había notado. Ausencias. ¿Estaré ahora en la posesión de todos y de cada uno de mis sentidos?
Oigo que el viejo pregunta a media voz:
—¿Qué aspecto tiene la situación allí arriba, señor navegante?
—El anochecer ha comenzado hace ya dos horas, señor comandante.
Según parece, el viejo se domina nuevamente. Y el navegante supo la contestación en un santiamén. No se equivocó, lo demuestra la seguridad que denota su voz.
El marinero de la central se mueve entre las válvulas. Puedo ver cómo agudiza el oído. Es seguro que no consigue oír oraciones completas; pero los trozos que consigue escuchar son pan suficiente para todo el submarino. Solamente me asombra que aún no me haya caído redondo al suelo.
—La única posibilidad... bueno— murmura el viejo. Mira entonces su reloj, piensa y dice sin alteraciones en la voz, cual si se tratara de alguna información sin mayor importancia:
—¡En diez minutos emergemos!
¡Emergemos! ¡Emergemos! La palabra se repite en mí como si fuera algo místico. Otra vez más me arranco la boquilla de entre los labios. El hilo de saliva se interrumpe, para aparecer en seguida de nuevo.
¡Lo siento! ¡Emergemos! ¡Si es para volverse loco del todo!
Vuelvo al habitáculo de los oficiales. El segundo oficial todavía está recostado en su camastro.
—¡Eh, segundo oficial! —No reconozco mi voz. Es algo intermedio entre carraspeo y suspiro.
Apenas se mueve.
Vuelvo a intentarlo.
—¡Hola! —Esta vez suena mejor.
El segundo oficial se agarra de la boquilla, como un niño cogería el chupete. No quiere despertar. No quiere salir del sueño, que lo protege. Tengo que sacudirlo fuertemente por el brazo y repetirle:
—¡Eh, muchacho, vuelve en ti!
Por un segundo se entreabren sus párpados. Pero aún no. Trata de evadirme y regresar al sueño.
—¡En diez minutos emergemos! —le susurro, directamente delante de su rostro.
El segundo me mira receloso, pero quita la boquilla de su boca.
—¿Qué?
—¡Emergemos!
—¿Qué? ¿Cómo?
—¡Sí, en diez minutos!
—¿De veras?
—Sí, orden del comandante...
El segundo se incorpora. Ni siquiera hay alegría en su rostro. Se recuesta, cierra los ojos... y ahora aparece una sonrisa. Parece alguien que se enteró de una fiesta que se le preparó en secreto.
—¡Preparados para emerger!
La orden es un eco que resuena en todo el submarino. El comandante continúa:
—¡El primer oficial y el navegante me seguirán al puente!
Los nombrados buscan en la central sus impermeables y, bamboleándose, se introducen en los pantalones y luego en las chaquetas. Ambos evitan mirarse. Sus rostros están impertérritos, como la cara de dos muñecos. El oficial navegante se coloca su
Südwester
muy lentamente, como si quisiera demostrarles a todos cómo se hace tal cosa. Por fin se ata las cuerdas por debajo de la barbilla.
Ahora caigo en la cuenta de lo que estoy aspirando: una niebla maloliente, dividida en capas bien definidas. Mis pulmones deben esforzarse, si quieren extraer oxígeno de esa masa.
¿Se moverá el submarino de su lugar? ¿Y si todo marcha bien, cómo será lo que sigue?
Como contestando a mi pregunta muda, el comandante da una orden:
—¡Preparar los salvavidas!
Así que eso quiere el viejo: salir, y luego nadar. ¡Ahora, en la oscuridad! ¡Y con la tremenda corriente!
¡Mis películas! Voy hacia mi camastro. Todo está preparado, el salvavidas y los filmes, envueltos de forma impermeable, de manera que me los puedo colgar al cuello.
Como en una segunda capa, más profunda, aparece en mi interior un miedo aún más pánico que el que me provocan la oscuridad y la corriente: el fuego enemigo. Si nos descubre el reflector de una corbeta, estaremos de inmediato sobre el escenario. Y en seguida se agregarán más reflectores y luces de Bengala. Y disparos de armas rápidas.
Pero también puede suceder que tengamos suerte. Quizás no nos descubran en seguida. Entonces estaremos en el agua y a la deriva.
¡Lámparas de emergencia marina! Nosotros no las tenemos. Los Tommies sí, ellos están mejor equipados: entre ellos se piensa en la posibilidad de un descenso. Pero en el concepto de nuestro Mando, esa eventualidad no existe. Todo lo que tenemos para un caso así son los salvavidas.
Me comporto tontamente, al ponerme el salvavidas. No tengo práctica. No creí nunca que habría de usar una cosa de éstas. Frenssen me ayuda. Probando, me coloco en la boca la boquilla. Otra más. Con cuidado gira la rueda del tubo de oxígeno y oigo el siseo que produce. Bien, parece funcionar: el aire llega.
De pronto, a mi alrededor todo es movimiento y murmullos. El miedo va desapareciendo.
Todos tienen ya sus salvavidas colocados. Y todos están ocupados con él, probando quién sabe qué, para no tener que levantar la vista.
Solamente sorprendo la mirada del segundo oficial. No logra parecer indiferente a la situación. Para no demostrar sus pensamientos arruga la cara.
Es la hora de la verdad. El ingeniero pondrá su aire comprimido en funcionamiento y se sabrá si tenemos suficiente fuerza como para abandonar este sitio, llenando los
bunkers
de inmersión y vaciando las celdas de regulación. No sabemos aún si las válvulas de los
bunkers
resistirán. Solamente podemos hacer este intento. No habrá una segunda posibilidad. Eso sí lo sabemos.
El comandante ordena con voz clara:
—¡Dar aire! —y el marinero de la central abre las llaves. El aire comprimido silba hacia los
bunkers
. ¿Sacará el agua hacia el exterior? Escuchamos, de pie y sin movernos. ¿Se mueve el submarino?
Aflojo las rodillas, para sentir cada pequeño movimiento de la embarcación.
¡Nada! ¡Estamos anclados! ¡Anclados como plomo!
Me aflojo aún más.
El aire comprimido sigue soplando y soplando.
¡Nada!
¡La esperanza se va! ¡Todo en balde! Mis piernas ya no responden...
¡Pero ahora! ¡Eso fue un movimiento, en todo el submarino! Y ahora se oye un ruido, exterior, como cuando somos alcanzados por los rayos del Asdic. Un chillido, agudo, como un cuchillo al pasar sobre la porcelana, que me alcanza en los huesos...
¡el indicador del manómetro de profundidad tiembla!
Con un movimiento claramente perceptible, el submarino se despega del fondo del mar. Se oye un chirrido, al raspar contra una roca. Más sonidos. Y entonces, silencio.
En mi garganta se ahoga un grito de júbilo.
Con la mano izquierda me agarro fuertemente del pasamanos de la escalerilla que lleva a la torre. Mi mirada no se despega del indicador. Por Dios, que siga temblando. Mi mirada se convierte en hipnótica, y el indicador se mueve dos o tres líneas más. El submarino se balancea, sube, equilibrado... como un balón aerostático.
¡Dios de los Cielos, ya no estamos sobre el fondo! Somos más livianos que el agua. ¡Subimos!
Miro el manómetro, por encima de los hombros del comandante. Los demás también. Nadie se mueve en el habitáculo, nadie habla.
El indicador sube con lentitud torturante. Quisiera poder acelerarlo, como si moviéndose él ascendiera más rápido el submarino.
¿Y ahora? ¿Se detiene el indicador? ¿No seguimos nuestro ascenso? ¡Eso es imposible! ¡Tenemos propulsión! ¡Tenemos que llegar arriba!
—¡Doscientos cincuenta metros! —dice el ingeniero, como si no lo supieran todos, ya.
—¡Doscientos diez... doscientos... ciento noventa!
La observación con el periscopio no nos será posible, recuerdo. Ambos periscopios están rotos. Así que el comandante ni siquiera se podrá asegurar de que no hay moros en la costa. Rápidamente aparto esos pensamientos y me concentro en el manómetro de profundidad: el submarino, efectivamente, sigue en ascenso.
—¡Ciento sesenta metros! —murmura el ingeniero.
El comandante ya está debajo de la torre. El indicador muestra ciento treinta. Los minutos se estiran, como si fuesen de goma.
Todos estamos duros, de pie. No me atrevo ni siquiera a cambiar de pierna de apoyo. El viejo, con su salvavidas colocado, me parece deforme.
Cuando la marca llega a los sesenta metros, el comandante ordena apagar todas las luces de la central. Sólo queda la luz mortecina que nos llega de ambos lados, a través de las compuertas abiertas. Apenas se reconocen los contornos de cada figura.
Ascendemos tan lentamente como un ascensor impulsado a mano. Al fin logro cambiar de pierna. Despacio, con cuidado. Que nadie lo note.