Submarino (61 page)

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Authors: Lothar-Günther Buchheim

BOOK: Submarino
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Al volver en mí son las diecisiete. Hora de a bordo. Lo veo en el reloj pulsera de Isenberg.

Me quedo aún sobre la cucheta. La frontera entre el sueño y la vigilia se pierde. En ese entresueño oigo un par de detonaciones sordas. Pero en vez de despertar de un salto, trato de encerrarme aún más en mi caparazón de sueño. El golpeteo sordo, sin embargo, se sigue filtrando. Presto atención, con los párpados cerrados: se asemeja a los truenos de una tormenta lejana. No hay duda: se trata de bombas de profundidad. ¿Nos quieren asustar? ¿O están persiguiendo a otro submarino? ¿No es día claro todavía? Durante el día nadie se atrevería a cruzar las defensas. ¿Entonces? ¿Maniobras?

Trato de localizar los truenos. Vienen de diferentes direcciones. Quizá se trate de pequeñas unidades que están practicando. Al fin, las detonaciones cesan.

El escucha informa que se oyen ruidos de varias hélices en diferentes direcciones. ¿Cómo? ¿No era que el aparato ya no funcionaba? Ahora recuerdo que el viejo tenía un auricular junto a su oído, cuando yo pasé por donde él estaba. Es decir que el aparato funciona. Ya podemos volver a oír las comunicaciones acústicas del enemigo. ¿Ganamos algo?

¡El aceite! Seguramente, la corriente lo llevó tan lejos que los de arriba ya no saben de dónde salió. Quizás era sólo una bocanada de aceite, y luego nada más. Ojalá. Por suerte, el aceite no sobrenada por siempre, sino que acaba emulsionándose y dividiéndose. Viscosidad... ¿cómo era eso? Otra vez una palabra con la cual me puedo entretener un rato. La repito una y otra vez, moviendo los labios, mudo, como si se tratara de la fórmula de algún juramento.

—Parece que estamos en un lugar muy favorable —dice el viejo. Está en la central. Sí, así es. Deberíamos alegrarnos de que estamos tan abajo y entre las rocas.

—¡Maldición! ¡Si esto no tiene fin me volveré loco! —protesta Zeitler, de pronto. Eso va contra las órdenes: Zeitler debería tener en su boca la boquilla y callar. Esperemos que el viejo no lo haya oído.

No te muevas, me digo. Cada movimiento cuesta más oxígeno. Cada vez que parpadeo estoy gastando el aire que respiramos.

El brazo izquierdo de Zeitler cuelga del camastro que tengo enfrente. Concentro mi vista para leer la hora en su reloj: las dieciocho. ¿Nada más?

El broche de la nariz hace que ésta me duela. Tanto que por un momento tengo que aflojarlo.

¡Cielos, cómo huele esto! Es el gas de la batería. Pero no solamente, no. También huele a materias fecales y a orina, tan penetrante como si alguien se hubiese hecho en el habitáculo, aquí mismo. ¿Habrá por aquí un balde para orinar, o será que el esfínter de alguien no respondió durante el sueño?

De inmediato siento ganas de orinar, una presión sobre la vejiga. Aprieto los muslos. La barriga me rezonga. ¡Si apenas comí algo, allí en el Weser! ¿Qué pasará cuando todos los tripulantes quieran exonerar el cuerpo? El inodoro ya no funciona, ya no se pueden mandar los excremento al exterior con el aire comprimido, como antes.

Lo mejor será colocarse nuevamente el broche y seguir respirando el oxígeno del tubo. En verdad, el poder elegir naturalmente entre la boca o la nariz para respirar es un regalo de la naturaleza. Por suerte, mi paladar no tiene terminaciones nerviosas para el olor.

Seguro que aguanto otro rato más. Aflojar los músculos del abdomen y pensar en otra cosa.

En el prostíbulo de Brest, ahí también había olores: sudor, perfume, orina, una mezcla terrible. También ahí hubiesen hecho falta los broches para la nariz.

¡La Rue d'Aboukir! Cuando había entrado un buque grande, las prostitutas se transforman en meros cilindros de carne, que se llenaban día a día con cinco docenas de pistones diferentes.

Aún veo la calle: los restos de las paredes, el carbón que manchaba las que aún quedaban en pie. Un perro muerto, atropellado por algún camión. Nadie lo sacaba de allí. Alrededor de él, tropas enteras de moscas, introduciéndose en su abdomen abierto. Pedazos de cartón y de tejas de quién sabe cuántos techos. Los cubos de basura volcados, las ratas a plena luz del día. Casa por medio, un blanco de las bombas.

La presión sobre la vejiga se hace angustiosa. ¿No había puesto el contramaestre baldes en la central, con agua de cal clorada a su lado? Me incorporo y me dirijo hacia allí.

La luz ya es mejor, permite reconocer detalles. De una manguera sale un agua oscura. ¿De dónde vendrá? En un charco sobrenadan bombillas de luz, botas marinas, una lata, dos salvavidas. Bajo mis pisadas se oye el vidrio roto que vuelve a romperse.

Ahí están los baldes. Encajados entre los repuestos de las máquinas.

¡Dios mío, esto sí que es la liberación! El descenso de la presión le dio más lugar a mis intestinos, seguramente porque ha cesado de rezongar mi barriga. Por suerte, porque no quisiera tener que sentarme aquí.

¿Y ahora, hacia dónde voy? Allí está la caja de cartografía... sí, para variar podría sentarme un poco sobre ella. El viejo parece haberse encerrado en su gabinete. Dos o tres personas trabajan a mis pies.

¡Eran dos las detonaciones, sin duda alguna! No cabe otra posibilidad. De otra forma no se hubiesen roto los diesel de esa manera. ¿Cómo lo solucionará la gente que ahora está trabajando en la popa? Johann parece estar seguro de lo que hace, pero yo aún estoy lleno de dudas. Sólo para consolarme me digo que incluso podemos volver a la superficie sin ayuda de las máquinas. El diesel en la que aún se trabaja es seguro que ya no responderá. Tampoco la brújula. Pero no necesitamos de ninguna de las dos para llegar a la superficie.

Supuesto el caso de que lleguemos arriba, ¿de qué nos servirían los diesel? En medio de los barcos ingleses, ¿las diesel? ¡No! ¿Y las máquinas eléctricas? Las dínamos podrán estar en orden, pero no me entra en la cabeza que las baterías sirvan para más que un par de vueltas de hélice. Y sin embargo, esas pocas vueltas de hélice pueden ser nuestra salvación, si conseguimos aligerar el submarino.

Mis pensamientos van de un extremo al otro: no bien se asegura una esperanza, ya comienzan en mí las dudas. Nadar es lo que podemos hacer, en el mejor de los casos. ¡Pero no de noche! ¡Eso sería una locura! ¡Locura pura! ¿Qué piensa el viejo en realidad? ¡No podemos abandonar la embarcación en medio de la noche! ¡Dios, el viejo tiene que dar a conocer de una vez por todas lo que se trae entre manos! ¡Si por lo menos yo supiera cuál es la opinión de los demás! Pero aquí no hay nadie más. El ingeniero y su segundo están a popa. ¡Trabajan!

No puedo pensar con claridad; solamente me es posible seguir mis ideas, una a otra. Pero si esto continúa me volveré loco.

Quisiera poder hablar en voz alta, oír mi propia voz. El silencio es atroz. Ni siquiera la más pequeña máquina de repuesto está en marcha. A mi alrededor, solamente materia muerta. Sin pulso. Hierro, acero, colores. Escombros. Ataúd de acero.

Podría haberme ahorrado este viaje; es indudable. Pero yo quise subir al submarino, por mi propia voluntad. Salir con el viejo. Darle un fin a mi vida de errabundo.

¿Y ahora? También el viejo está al fin de sus conocimientos. Aquí, en el estrecho de Gibraltar.

Quiero imaginarme el aspecto de las famosas rocas de Gibraltar. Las veo bajo un cielo rojizo, de contornos azul turquesa. Los barcos anclados no son modernos destructores, sino pequeños barquichuelos. Todos marrones.

Otra vez tengo que desprenderme el broche de la nariz. El olor infame es inaguantable. Trato de pensar en bellos aromas mientras respiro, para contrarrestar el deseo de vomitar.

Los olores en mi pensamiento me traen recuerdos: mi cuarto de juegos, el acuario, los conejillos de Indias, los muebles.

Aquí estoy, sentado en medio de la niebla conformada de aceite, sudor, humedad, materias fecales, sintiendo a través de mis recuerdos todos los olores que quiera.

Aparece el ingeniero. Respirando pesadamente, se deja caer junto a mí sobre la caja de las cartas marinas. Ya no se mueve. Sólo respira. Junta los labios y silba. Se contrae repentinamente, quizás asustado por su mismo sonido.

Me quito la boquilla de la boca:

—Ingeniero, aún tengo algo de azúcar. El técnico vuelve a la realidad:

—No, gracias, un poco de jugo de manzanas sería preferible.

Me incorporo de un salto, paso la compuerta, abro el armario y busco la botella. El ingeniero se la lleva a los labios con una mano, pero en seguida tiene que ayudarse con la otra, porque el vidrio le choca entre los dientes. Traga ávidamente. Un hilo de jugo le resbala por la barbilla. Ni siquiera hace un amago de limpiárselo.

Ahora podría preguntarle cómo está nuestra situación... No, mejor no. Por su aspecto, creo que se volvería loco inmediatamente.

En el habitáculo de los suboficiales, las cortinillas de babor permanecen abiertas, pero los camastros están ocupados igualmente. Parecen cadáveres, tan quietos están. Lo único que no encaja en el cuadro son las boquillas ante sus rostros.

Las cuchetas de los técnicos, en cambio, se hallan vacías. Los marineros y los marineros electricistas se encuentran aún en la popa. Me estiro en la cucheta más cercana.

Aquí está el primer oficial. Con mirada preocupada de empleado público observa que todos y cada uno tengan su boquilla entre los labios. Mirándolo me doy cuenta de que se me acercan las nieblas del sueño.

Al despertar reconozco a Frenssen. Con el cuerpo lleno de cansancio, está sentado a la mesa. Su figura me llega al corazón. No tiene boquilla. Es lógico. Como los maquinistas tienen que trabajar, no les hace falta el tubo de oxígeno, antes bien les causa molestias. Se vuelve, lentamente, porque al moverme en la cama hago ruidos. Me mira como si no pudiese reconocerme. Su columna vertebral ya no parece capaz de sostener su cuerpo. Podría apoyarse en la mesa, pero prefiere que sus brazos cuelguen entre sus piernas. Sus hombros cuelgan a su vez hacia adelante, como si ya no existieran las articulaciones, sino solamente hilos que lo transforman en una marioneta primitiva. Da la impresión de que la fuerza de gravedad se hubiese descargado doblemente sobre él. Su boca está abierta, su mirada es de vidrio. Quién sabe cómo soportan los demás ese aire irrespirable en el lugar de trabajo.

Mi pensamiento se evade hacia la posibilidad de pasar la Navidad aquí, si los que trabajan a popa no logran terminar. Yo cazaré la mosca de a bordo para el comandante. La encerraré en una caja de cerillas vacía, con los colores españoles. El comandante podrá mantener la caja contra sus oídos, y así creer que las máquinas diesel vuelven a funcionar, cada vez que la mosca zumbe. ¡Qué idea! También el ingeniero podrá cerrar los ojos y escuchar.

Me siento pobre y empobrecido. Con qué ganas quisiera poder decirle ahora a Frenssen:

—¡Voy a ver dónde está el té!

Pero no se puede, con la boquilla en la boca. Frenssen no se mueve un solo milímetro. Parece una figura de cera.

¿Y dónde está el té, en realidad? La tetera debe de estar en la central.

Trabajosamente, me bajo de la cucheta. Frenssen apenas si eleva la vista. En la central, el agua sigue cubriendo el suelo. Es decir, que aún no ha sido resuelto nuestro principal problema. Pero el ingeniero tiene su plan. Sin embargo, la sola vista de semejante confusión me llena de temor.

Pienso que todo esto no tiene ya sentido. Está bien, el submarino está horizontal, la máquina eléctrica ya no tiene que temer. Las entradas de agua están todas cerradas. Pero el peso de la masa de agua es la que nos retiene aquí. Si no conseguimos sacarla al exterior en poco tiempo, estamos listos. El oxígeno también se agotará alguna vez.

¡El té! Paseo mi mirada por el ambiente, pero por ningún lado veo la tetera. No importa, sé dónde encontrar jugo de manzanas. Paso la compuerta, abro el armario, saco la botella, la destapo y se la ofrezco a Frenssen. ¡Dios mío, cuánto tarda en darse cuenta de que es para él! Me echa una mirada de agradecimiento perruno; se la podía haber ahorrado; yo no soy el viejo.

No puedo hacer otra cosa que estar aquí sentado y llamar en mi ayuda a las más diversas figuras. Casas, mujeres, pechos, ombligos.

Mi boca se llena de saliva, de gusto a bilis. Ya no soporto la boquilla. Mi boca la rechaza. La saliva me cae en largos hilos sobre la camisa. También yo necesito un trago. Frenssen no hace un solo gesto al sacar yo la botella de la mesa.

¿Qué es eso? ¡Mi reloj, sobre la mesa! ¿Quién lo puso ahí? Me siento como si acabaran de hacerme un regalo. El segundero sigue moviéndose. Buena máquina. Son poco más de las veinte.

Es decir que hace más de veinticuatro horas que estamos aquí abajo. Con la oscuridad quería hacer el comandante su intento. Pero ya hace mucho que debe estar oscuro. ¡En esta época del año! Pero... ¿por qué le preguntó el viejo al oficial navegante cuándo se esconde la luna? No, no me equivoco... El viejo volvió a preguntarlo, hace apenas un par de horas. ¿No hay luna llena? En ese caso, la luna no desaparecería. ¿Entonces? Otra vez la misma situación: a nadie puedo preguntarle. Ni al viejo ni al oficial navegante. Creo que oscuro de verdad estará sólo a las cuatro de la mañana.

Eso sería prácticamente toda una noche más. Una noche más, es insoportable.

No alcanzaría el oxígeno.

Estoy intranquilo. Me muevo en el habitáculo de oficiales como bajo los efectos de un trance. Mi lugar, sobre la cucheta del ingeniero, está desocupado. El segundo oficial estará quién sabe dónde. Tengo la sensación de que este día ya lleva más de cien horas.

No sé por cuánto tiempo he dormitado en ese rincón. Me despierto y en el pasillo hacia el habitáculo de los oficiales reconozco al viejo. Se bambolea hacia ambos lados, como si estuviésemos en un barco en medio de la tormenta. Debe venir de su habitáculo. Sin fuerzas se deja caer sobre el camastro del ingeniero. Se lo ve gris y caído. No parece haber reparado en mi presencia. Su mirada es ausente. Durante cinco minutos largos no dice una sola sílaba. Pero entonces lo oigo murmurar:

—¡Lo siento!

Yo soy de piedra. En mí se repiten sus palabras como un eco:

—¡Lo siento!

Con esas solas dos palabras, el comandante ha terminado de apagar la llama de mi esperanza. El miedo se encarama en mi corazón, otra vez más. ¡Ya no hay posibilidades! Eso quiere decir.

¡Adiós a mis sueños! Un poco de teatro y buena conducta... y luego el fin.

Todo esto, nuestros esfuerzos... nada. Quedaremos aquí hasta el Juicio Final.

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