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Authors: Lothar-Günther Buchheim

Submarino (64 page)

BOOK: Submarino
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Tengo que palpar el metal de la defensa, para sentir cómo tirita. Nuestra diesel vibra, en realidad. ¡No es un engaño! ¡Lo logramos, hemos escapado!

Me doy cuenta de que automáticamente me hallo abriendo y cerrando las manos. El juego de las articulaciones en mis dedos me tranquiliza. Se dejan manejar según mi voluntad. Mis músculos reaccionan. Puedo sentir cómo trabajan los músculos y las articulaciones. Me puedo pasar la mano por la frente, y siento entonces el frío sudor que la baña.

El oficial navegante se vuelve, pero no dice una sola palabra. Tampoco yo.

Nuevas luces se encienden. El viejo da nuevas órdenes para el timón. Giramos hacia uno y otro lado, pero el curso general nos lleva hacia el Oeste. Por empezar, tenemos que escapar. Ganar espacio. ¡Salir de este embudo!

—¿Cuánto tiempo tenemos todavía, navegante?

—Una hora, por lo menos, señor.

Lo único que quiero es llenar mis pulmones rítmicamente, oír los latidos de mi corazón, permitir que mi mirada se pasee por el horizonte apenas visible, oír el siseo de las olas contra la proa. Me ha salpicado el agua. Me seco los labios con la lengua: salado. Mis nervios gustativos reaccionan. Ver, gustar, oír, oler la noche. Sentir los movimientos de la embarcación. Todos mis sentidos funcionan... Vivo!

Me llama la vejiga. No sé, yo quisiera ir a aquel rincón, en la cubierta, detrás del puente, como es costumbre. Pero aún no es tiempo para ello, al viejo podría no gustarle. Me parece fuera de lugar. Mejor espero otro rato.

Miro hacia arriba. Aquí y allí, un par de estrellas. El resto son nubes, que apenas se mueven y esconden el brillo de la luna... Y nosotros, marchando a través de la noche. Nacidos otra vez; sin que nadie sospeche que estamos. En Kernével se nos considera hundidos. Es seguro que los Tommies lo han dado a conocer en seguida. Pueden comunicar por la radio lo que quieran, nosotros en cambio no. Se dijo que la radio podría volver a funcionar, pero nos vamos a cuidar muy bien de pasar algo. Los Tommies nos descubrirían inmediatamente.

—Bien —murmura el viejo—, una hora más y luego nos vamos. Mira a través de los binóculos. Sin sacarlos de su vista agrega:

—Creo que podemos dejar subir a la guardia, ¿no, navegante?

—Sí, señor.

—¡Prepararse la segunda guardia! —grita el comandante hacia abajo—. ¿Y? —me pregunta en seguida a mí.

—¡No puedo entenderlo!

—¿Qué cosa?

—¡Que nos permitan seguir nadando en este lugar!

—Yo tampoco lo comprendo —comparte el viejo secamente. Pero es típico. Es lo que digo siempre: no terminar. A mí no me hubiese sucedido.

—¿Qué cosa?

—Que estemos aquí dando vueltas. ¡No dar por terminado mientras la gorra del comandante no suba! ¡Es una vieja regla!

La sorpresa hace que yo quede con la boca abierta: crítica profesional. Si hubiese sido por el viejo, nos habrían hecho pedazos, sin retorno. El viejo se hubiera ocupado mucho mejor de nosotros.

—¡Que se fastidien! —me habla con la voz de borracho que da consejos a otro de su misma condición.

—Claro —le respondo. Pero cuando me doy cuenta de que la segunda guardia está preparada para ascender, aprovecho para desaparecer de aquí.

Los charcos malolientes han sido limpiados. Tampoco está ya el agua de cal clorada. Los ventiladores zumban, todo está normal. Todo limpio, por todos lados. El baño también está libre, ¡oh, milagro!

En el habitáculo de los suboficiales todo es silencio; tres cortinillas están corridas. Tal como estoy, con todo el ropaje pegado al cuerpo, me arrojo sobre mi camastro. El salvavidas queda a mis pies, sin abrir. Pero el tubo de oxígeno y la boquilla están en mi camino. ¿Qué hacer? ¡Quisiera tirarlos por la borda! No quiero ver más ese aparato. ¿Qué hicieron los demás con los suyos? Ah, contra la pared...

Entre sueños oigo detonaciones. Yo soy un enorme tambor de lata. Dentro del tambor, de mí mismo por tanto, giran ruedas de fuego, hacia adentro blancas, hacia afuera rosadas. El tambor está colocado entre grandísimas dalias en flor. Una avenida de dalias. Al final, un Cristo en luz de magnesio. Por encima de él, un fundamento de bronce dorado, verdoso, y una aureola brillante, de color rosado. Hasta el cenit. De ambos lados ascienden cohetes, por encima de ruedas de fuego en movimiento y de las dalias. Todo el suelo chispea y relampaguea.

De pronto, el golpeteo del tambor cesa. ¿Quién golpeaba, en realidad? Desde ambos lados están disparando bolas, sobre el tambor. Ninguna acierta. Es verdad: si miro mejor, el rostro en brasas, al final de la avenida de fuego, no es el de Nuestro Señor Jesucristo, sino el del viejo. Vestido con su ropa harapienta se eleva todo lo posible, se golpea sobre los muslos y ríe a mandíbula batiente. El motivo es el disparo de las bolas.

Dos disparos aciertan sobre mi tambor. Al mismo tiempo. Sus defensas no resisten. Las bolas chispeantes se desparraman en mí. Al rudio que producen le sigue un sordo tronar.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —tartamudeo y retiro la cortinilla, sobresaltado. Otra vez tres, cuatro golpes sordos.

Ahí hay alguien sentado a la mesa. Su rostro gira hacia mí. Parpadeo para reconocerlo más rápido. Se trata del marinero de los diesel, Kleinschmidt.

—¡Están desollando a alguno!

—¡Mierda!

—¡No es a nosotros! ¡Hace más de media hora que están disparando!

—¿Qué hora es, ahora?

—Once y media.

—¿Cómo? ¿Cómo puede ser?

—Sí, las once y treinta... exactas.

Kleinschmidt me acerca su muñeca, para que yo me asegure por mí mismo. Noto entonces que tengo mi propio reloj. Podría golpearme: debo estar totalmente loco. Aparte de mi persona y de Kleinschmidt no hay nadie más en el habitáculo. ¿O sí? Las cortinillas de las cuchetas del otro lado están corridas...

¡Desollando...! Tiene que ser de día, a esta hora. Once y treinta... pero no de la noche.

Ya no puedo confiar en mi sentido del tiempo. Estoy confundido. ¿Y entonces? Durante el día no intentará nadie pasar esas defensas...

¡Otra serie de detonaciones!

—¡Quizá sea para asustarnos! —le digo a Kleinschmidt.

Me incorporo y salto de la cucheta. Quiero ir a la central, a ver qué pasa.

El marinero de la central es quien se ocupa de contar las bombas disparadas.

El oficial navegante duerme.

Cuenta en voz alta.

—Treinta y cuatro, treinta y cinco, treinta y seis, treinta y siete, treinta y ocho. Las últimas dos detonaron juntas...

También el primer oficial está en la central. Con rostro atento espera sentado sobre el cajón de los mapas. No está bien vestido, cosa muy rara en él. Tampoco su barba está alineada. La iluminación que le llega desde el escritorio deja sus ojos en la sombra. Parece una calavera. Tan solamente le falta enseñar los dientes.

—Cuarenta, cuarenta y dos, cuarenta y cuatro...

—¿A qué distancia es eso?

—Bastante lejos —responde el marinero.

—Por lo menos quince millas —agrega el primer oficial.

Que el comandante no esté en la central me hace pensar. ¿Y el ingeniero?

¿Estará en la máquina? ¿O durmiendo? Ambos timoneles están sentados sin moverse delante de sus botoneras. Sin participar, como si se hubiesen dormido hace horas.

Toda una serie de detonaciones se convierte en un trueno.

—¡Lejos! —oigo a mis espaldas la voz ronca del comandante. Solamente tiene puestos un pantalón y una camisa. Su cara está arrugada, demuestra desprecio. Detrás de él está de pie el oficial navegante. Aparece el ingeniero.

—Mierda —murmura el ingeniero a cada pausa de las detonaciones. Como un niño caprichoso lo repite cada vez.

¿No será que alguien se está ocupando de nuestro rastro de aceite? Es difícil que esas bombas estén dirigidas a otro submarino. ¡Si es de día!

—¡Se acercan! —informa el navegante.

¡Lo único que faltaba! ¡El ruido del timón es demasiado fuerte! ¡Todo en este submarino es demasiado ruidoso!

El viejo hace un gesto con la mano y dice:

—¡Qué tontería!

Los truenos cesan de repente. Como si el movimiento de la mano del comandante les hubiese servido de señal.

—Probablemente tengan demasiada cantidad y haya que hacerlas desaparecer...

¡de la forma más sencilla!

El comandante se va.

Observo la carta marina. Asombroso: el navegante ha unido los trayectos faltantes. No me sorprendería que la posición que se dio del submarino a las seis de la mañana hubiese sido tomada a partir de una observación astronómica. Tal como lo conozco, el navegante ha medido las estrellas antes de bajar del puente.

Sobre la carta todo es simple. Ya hemos hecho otros trayectos más complicados y menos directos que el actual. El Papenberg me indica que estamos a veinte metros de profundidad.

Herrmann tiene guardia en el cuarto de comunicaciones. Me observa con la dura mirada de una lechuza.

—Buenos días —casi le digo a esa cara vacía. Pero ya es casi mediodía. Además, no debo molestarlo. Tiene que oír cada ruido que se produzca a nuestro derredor. Sus dos auriculares tienen que reemplazar a cuatro binoculares, sus dos tímpanos a ocho ojos.

El comandante ha corrido su cortina. Paso a su lado de puntillas.

En el habitáculo de los oficiales duerme el segundo oficial. Pero el ingeniero no está sobre su camastro. Si aún no ha dormido, tiene que estar a punto de ir al manicomio. Hace doce horas, el ingeniero ya era un hombre medio muerto. Por el oficial navegante sé que en estos días espera familia su mujer. ¡Qué tiempos, éstos que corren! En Flensburgo, en una clínica, la señora, y él en el Atlántico, entre máquinas destruidas, a veinte metros de profundidad y al borde de la locura.

Estoy cansado, yo también. Ni siquiera tengo las fuerzas necesarias como para volver al habitáculo de suboficiales. Así que me dejo caer en un rincón, sobre el camastro del ingeniero.

Me despierta el camarero. Da la impresión de que lo estuviese intentando desde hace rato. Claramente noté cómo me zarandeaba, y cómo una y otra vez traté de quitármelo de encima. La boca del camarero está cerca de mi rostro cuando dice:

—Las doce menos cinco, teniente.

Cierro los párpados tan fuertemente como puedo e inmediatamente los abro.

—¿Cómo?

—¡Doce menos cinco, teniente!

—¿Hay algo de comer?

—Sí, señor.

Oigo al comandante hablando con el escucha. Tiene la voz áspera de un borracho. Ahora se acerca.

—¿Y? —es todo lo que dice.

Ojos rojos, parpadeo constante, rostro del color del queso, cabello pastoso, barba oscura y brillante. El viejo sostuvo la cabeza en el agua por un buen rato, parece.

Por fin abre la boca:

—¿Qué hay?

—¡Niños envueltos y repollo colorado! —responde el camarero.

El cocinero, ¡qué loco! Con comida enlatada pude haber contado, pero nunca con esta comida dominguera.

—Hm —hace el viejo. Se ha recostado y mira hacia el techo.

—¿Dónde está el ingeniero? —pregunto.

—Con sus amadas máquinas, claro. Se durmió entre ambas diesel. Sus hombres lo recostaron mejor, sobre un colchón. Que se quede ahí, por ahora.

Sobre la mesa aparecen tres fuentes humeantes. El viejo las olfatea.

Otra vez, tres o cuatro detonaciones sordas. ¿No acabará nunca eso?

El comandante ha arrugado la cara. Se mordisquea el labio inferior. Dos detonaciones; después opina:

—Son realmente molestos, esos muchachos. Como si ya estuviésemos en Año Nuevo.

Cierra los ojos y se pasa la mano por el rostro. Con los dedos índices se aprieta ambos ojos, y luego se acaricia la barba con la mano derecha.

Su piel se colorea. Pero sólo un instante; en seguida vuelve a tomar su tinte plomizo, alrededor de los ojos enrojecidos.

—¿Y el segundo ingeniero... dónde está?

El comandante bosteza.

—También en las máquinas. Allí siempre hay algo que arreglar.

Sigue bostezando.

—El sí que ha sido bien entrenado. Sabe bien lo que le espera, por lo menos.

—¡Ruido de hélices a noventa grados a la derecha! —grita el escucha.

El viejo se incorpora inmediatamente y llega al puesto del escucha.

—¿Más o menos fuerte? —pregunta, impaciente.

—¡Sigue igual! ¡Es una turbina! ¡Ahora aumenta!

El viejo penetra en el habitáculo. La cabeza del escucha se le acerca tanto que parece que quisiera decirle algo al oído. Se ha quitado sus auriculares y les ha dado vuelta, de tal modo que puede mantener uno contra la oreja izquierda, mientras le ofrece el derecho al comandante. Nada más sucede. No se habla una palabra.

Lentamente, dirijo otra vez mi vista hacia la mesa. Mi medio niño envuelto está entre un montoncito de repollo colorado y otro de patatas. Aún tengo en mis manos el tenedor y el cuchillo, pero no puedo seguir comiendo, como si tal cosa...

—¡Se aleja! —La voz del escucha. Un suspiro y el ruido de sus articulaciones me señalan que el viejo se incorpora.

—Por lo menos, que nos dejen comer tranquilos —dice al sentarse nuevamente a la mesa.

Apenas se ha sentado, el escucha informa nuevos ruidos:

—Ciento setenta grados.

—Con lo pacíficos que estábamos. ¡Que esperen, ahora! —replica, mientras come dos o tres bocados.

Me decido a seguir comiendo yo también. Muy despacio; para no hacer ruido con los cubiertos.

Que los Tommies se ocupen de brindarnos algunos efectos acústicos en medio de la comida es tomado por el comandante como una chanza.

—¡Frío! —dice, luego de haberse puesto en la boca un trozo de carne. Unos minutos más sigue observando enojado la comida, hasta que finalmente aleja el plato.

Las detonaciones de bombas de profundidad y ahora estas hélices, tan cerca, han puesto evidentemente nervioso al viejo. Posiblemente, los Tommies se estén entreteniendo con nuestro aceite, después de todo. ¿Acaso podemos saber a ciencia cierta si no dejamos en verdad un rastro de combustible detrás de nosotros? Está bien que la mayor parte de nuestro aceite tiene que haber sido dispersado por la corriente hacia el Mediterráneo, pero quizá aún sigamos echando.

El primer oficial ha almorzado ordenadamente y ha depositado el tenedor y el cuchillo al lado del plato, en forma paralela. Es un hombre educado, no hay nada que hacer. También le ha inculcado las buenas costumbres al camarero:

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