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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástica

Sueño del Fevre (13 page)

BOOK: Sueño del Fevre
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—¿Qué miráis? —les gritó a los estibadores—. ¿No tenéis nada que hacer? Voy a buscar a Hairy Mike para que encuentre algo para vosotros.

Al momento, los hombres volvieron a sus tareas. Abner Marsh regresó a la cabina principal y se tomó otra copa.

A la mañana siguiente, Marsh fue a Pine Street, a la oficina central de su compañía, y trabajó durante varias horas. Almorzó en el Albergue de los Plantadores, rodeado de viejos amigos y rivales, sintiéndose importante. Marsh fanfarroneó a fondo de las maravillas de su barco y tuvo que soportar que Farrell y O'Brien batieran las mandíbulas respecto a los suyos, pero era natural. Se limitó a sonreír y dijo:

—Bien, muchachos, quizá nos encontremos en el río. ¿No sería estupendo?

Nadie se atrevió a mencionar su pasado infortunio, y tres hombres se acercaron uno a uno a su mesa para preguntarle si necesitaba un piloto para el bajo Mississippi. Pasó un par de magníficas horas.

De vuelta al río, Marsh pasó casualmente ante una sastrería. Dudó un instante, mesándose la barba pensativo mientras maduraba la idea que acababa de ocurrírsele. Después, entró con una sonrisa y pidió un nuevo tabardo de capitán. Uno blanco, con doble hilera de botones de plata, igual que el de Joshua. Dejó dos dólares a cuenta y quedó en que recogería el tabardo cuando regresara a San Luis. Al salir de la tienda, se sentía muy satisfecho de sí mismo. La ribera era un caos. Una carga de frutos secos había llegado tarde y los estibadores sudaban de lo lindo para cargarla a tiempo. Whitey había dado ya el vapor; unos hilillos de humo blanco se elevaban de las floridas chimeneas. El vapor situado a la izquierda del
Sueño del Fevre
daba marcha atrás con un gran despliegue de humo y sirenas y gritos. El gran vapor de ruedas laterales situado a la derecha descargaba las mercaderías en una barcaza portuaria, un viejo y decrépito casco de vapor atado permanentemente al embarcadero. Arriba y abajo del río habían vapores hasta donde alcanzaba la vista en ambas direcciones, más de los que Marsh podía contar. Nueve barcos más arriba estaba el lujoso
John Simonds
, de tres cubiertas, embarcando pasajeros. Antes que éste se hallaba el
Luz del Norte
, con una pintura que representaba la aurora en colores chillones sobre el tambor de palas; se trataba de un vapor novísimo del tramo superior del Mississippi, del cual la compañía propietaria decía que era el más rápido de todos los barcos que habían surcado aquella zona. En la parte de abajo del río estaba el
Aguila gris
, con el que tendría que competir el
Luz del Norte
para demostrar si eran ciertas sus afirmaciones. También estaban el
Norteño
, el rudo y poderoso
St. Joe
, de palas en popa, y el
Die Vernon II
y el
Natchez
.

Marsh los miró a todos, uno por uno, y observó los intrincados aparatos suspendidos entre sus chimeneas, y sus lujosas maderas labradas y sus brillantes pinturas, y su humo ondulante, y sus poderosas palas. Y después miró a su barco, el
Sueño del Fevre
, todo blanco, azul y plata, y le pareció que su humo se elevaba más que el de cualquier otro, que su sirena tenía un tono más dulce y claro, que su pintura estaba más limpia y que sus palas eran más potentes, que era más alto que ninguno, salvo tres o cuatro, y que medía de eslora tanto como el que más.

—Les ganaremos a todos —se dijo a sí mismo, y subió a su sueño.

CAPÍTULO OCHO
A bordo del vapor
SUEÑO DEL FEVRE
, río Mississippi, julio de 1857

Abner Marsh cortó un trozo del queso que había sobre la mesa, lo colocó con cuidado sobre lo que quedaba de su pastel de manzana y atravesó ambas cosas con el tenedor con un gesto rápido de su roja manaza. Eructó, se limpió la boca con una servilleta, se sacudió unas cuantas migas de la barba y se recostó en el asiento con una sonrisa en el rostro.

—¿Era bueno el pastel? —le preguntó York, sonriéndole por encima de una copa de coñac.

—Como todos los que hace Toby —contestó Marsh—. Debería probar un poco —dijo, al tiempo que se retiraba de la mesa y se ponía en pie—. Bien, Joshua, termine esa copa. Ya es hora.

—¿Hora?

—Dijo que quería conocer el rio, ¿verdad? Pues no lo conocerá nunca sentado a una mesa, de eso puede estar seguro.

York terminó el coñac y ambos subieron a la cabina del piloto. Estaba de servicio Karl Framm quien, tumbado en el sofá, contemplaba el humo que surgía de su pipa mientras su aprendiz, un muchacho alto de lacios cabellos rubios que le colgaban hasta los hombros, se ocupaba del timón.

—Capitán Marsh —dijo Framm, inclinando un poco la cabeza—. Y usted debe ser el misterioso capitán York. Encantado de conocerle. Nunca hasta ahora había estado en un vapor con dos capitanes —añadió con una sonrisa, una mueca ladeada en la que brilló un diente de oro—. Este barco tiene casi tantos capitanes como yo esposas. Naturalmente, es muy razonable. Si en este barco hay más calderas, más espejos y más plata que en cualquier otro barco que haya visto, supongo que también es lógico que tenga más capitanes.

El largirucho piloto se inclinó hacia adelante y dio unos golpecitos con la pipa en el gran recipiente de hierro de la estufa para sacudir las cenizas. La noche era fría y oscura allí arriba, aunque abajo la atmósfera era cálida y densa.

—¿Qué puedo hacer por ustedes, caballeros? —preguntó Framm.

—Enseñarnos el río —contestó Marsh. Framm alzó las cejas.

—¿Enseñarles el río? Ya tengo un aprendiz, ¿no es cierto, Jody?

—Desde luego, señor Framm.

Este sonrió y se encogió de hombros.

—Bien, me ocupo de enseñar a Jody, y ya tengo un trato con él. Con los primeros salarios que gane me pagará seiscientos dólares, una vez obtenido el permiso e ingresado en la asociación. Y lo hago por un precio tan bajo porque conozco a su familia. En cambio, no puedo decir que conozca a las suyas, caballeros; no puedo decirlo de ninguna manera.

Joshua York se desabrochó los botones de su abrigo gris oscuro. Llevaba un cinturón monedero. Sacó una pieza de oro de veinte dólares y la colocó sobre la estufa; el oro relució suavemente contra el hierro negro.

—Veinte —dijo York. Puso otra moneda de oro sobre la anterior—. Cuarenta —dijo. Y una tercera—. Sesenta.

Cuando la cuenta llegó a trescientos, York volvió a abrocharse el abrigo.

—Me temo que eso es todo lo que llevaba encima, señor Framm, pero le aseguro que no estoy escaso de recursos. Fijemos la cantidad en setecientos dólares para usted, y otra cantidad igual para el señor Albright, si ambos acceden a instruirme en los rudimentos del pilotáje, y si le refrescan al capitán Marsh sus conocimientos para que también pueda pilotar su propio barco. El dinero lo pagaría de inmediato, no a partir de futuros salarios. ¿Qué me dice?

Marsh pensó que Framm había reaccionado con extrema frialdad a la proposición. Aspiró la pipa un instante, pensativo, como si estuviera considerando la propuesta, y por último tendió la mano y tomó las monedas de oro.

—No puedo hablar por el señor Albright pero, por lo que a mí respecta siempre me ha atraído el color del oro. Está bien, le enseñaré. ¿Qué le parece si viene mañana, durante el día, al principio de mi turno?

—Esa será una buena hora para el capitán Marsh —dijo York—, pero yo prefiero empezar inmediatamente.

—Diablos —dijo Framm, mirando a su alrededor— ¿Es que no lo ve? Es de noche... Jody lleva ya un año aprendiendo conmigo, y sólo hace un mes que le dejo llevar el timón de noche. Pilotar de noche nunca es fácil. No —insistió en tono firme—. Primero le enseñaré de día, cuando uno puede ver por dónde pasa.

—Aprenderé de noche. Yo llevo un horario bastante extraño, señor Framm, pero no tiene de qué preocuparse. Tengo una excelente visión nocturna, mucho mejor que la suya, sospecho.

El piloto desplegó sus largas piernas, se puso en pie, avanzó unos pasos y tomó la rueda del timón.

—Ve abajo, Jody —le dijo a su aprendiz. Cuando el joven se hubo marchado, prosiguió—: No hay nadie que vea lo suficiente para atravesar un tramo difícil del río en la oscuridad.

Se quedó de espaldas a ellos, concentrado en las negras aguas rieladas de estrellas que tenía delante. Río arriba, a lo lejos, se veían las luces de otro vapor.

—Hoy hace una buena noche, muy clara y sin nubes, con una media luna decente y mucha calma en el río. Mire esas aguas de ahí delante. Son como un cristal negro. Mire las orillas. Resulta fácil saber dónde están, ¿verdad?

—Sí —contestó York. Marsh, sonriente, no dijo nada.

—Bien —continuó Framm—, no siempre es así. A veces no hay luna y las nubes lo cubren todo. Entonces, la oscuridad se hace terrible. Cuando sucede esto nadie puede ver nada. Las orillas se difuminan hasta el punto de que es imposible saber dónde están, y si uno no domina lo que está haciendo es muy fácil encallar contra ellas. Otras veces, las sombras forman unas siluetas que parecen tierra firme, y uno debe saber cuándo son una cosa u otra, pues de lo contrario puede perderse media noche evitando algo que no existe en realidad. ¿Cómo supone usted que un piloto llega a conocer estas cosas, capitán York? —Framm no le dio tiempo a contestar. Se llevó el dedo a la sien y continuó—: De memoria, naturalmente. Uno observa el maldito río durante el día y lo aprende de memoria, todo él, cada curva y cada casa de la ribera, cada puesto de leña, los puntos donde el curso es profundo y donde no lo es, y por donde debe pasar. Uno pilota un vapor con lo que sabe, capitán York, y no con lo que ve. Pero para conocerlo es necesario verlo primero, y uno no puede ver bien en plena noche.

—Eso es cierto, Joshua —asintió Abner Marsh, colocando una mano sobre el hombro de York. Este habló entonces en tono tranquilo.

—Ese barco de ahí delante es un vapor de palas laterales, con lo que parece ser una gran K adornada entre las chimeneas y una cabina de pilotaje de techo curvo. Ahora mismo pasa ante un puesto de leña. Ahí hay un viejo muelle medio podrido en cuyo extremo está sentado un negro, contemplando el río.

Marsh había quitado la mano del hombro de York y avanzó hacia la ventana, oteando el exterior. El otro barco quedaba todavía a mucha distancia. Llegaba a apreciar que se trataba de un vapor con palas laterales, efectivamente, pero aquel adorno entre las chimeneas... Estas eran negras contra un cielo negro; apenas podía distinguirlas, a no ser por las chispas que surgían de ellas.

—Maldita sea —dijo.

Framm se quedó mirando a York con la sorpresa en los ojos.

—Yo no podría distinguir ni la mitad de lo que dice —murmuró—, pero creo que tiene razón.

Poco después, el
Sueño del Fevre
pasaba ante el puesto de leña y allí estaba el negro, tal como York había dicho.

—Está fumando en pipa —dijo Framm con una sonrisa—. Se le olvidó mencionarlo.

—Lo siento —contestó Joshua York.

—Bien, bien —dijo Framm, pensativo. Mordisqueó la pipa, con los ojos puestos en el río, y continuó—: Desde luego que tiene usted una vista aguda para la noche, lo admito. Pero sigo sin estar seguro. No es difícil ver un puesto de leña en una noche clara. Descubrir a un negro sentado en un muelle es un poco más difícil pero, aún así, una cosa es ver eso y otra muy distinta es recorrer el río. Hay muchísimos detalles que el piloto debe ver y que pasarían totalmente desapercibidos a los pasajeros de los camarotes. El aspecto del agua cuando debajo se esconde un tocón hundido o un tronco, los árboles muertos que le indican a uno el estado del río cien millas más adelante, el método para distinguir la ola producida por el viento de la producida por una roca sumergida. Uno debe ser capaz de leer en el río como si fuera un libro, y las palabras son simples remolinos y ondas, a veces tan leves que no se pueden distinguir con precisión, y entonces debe uno fiarse de lo que recuerde de la última ocasión en que leyó esa página. Y no se pondría usted a leer un libro en la oscuridad, ¿no es cierto?...

York no contestó a su pregunta.

—Puedo ver los remolinos en el agua con la misma claridad con que reconozco los puestos de leña, si sé lo que busco. Señor Framm, si usted no puede enseñarme el río, encontraré otro piloto que pueda. Le recuerdo que soy el amo y señor del
Sueño del Fevre
.

Framm echó una mirada en derredor, esta vez con el ceño Fruncido.

—Más trabajo nocturno —murmuró—. Si quiere aprender de noche, le costará ochocientos.

La expresión de York se mudó en una leve sonrisa.

—Hecho —contestó—. Y ahora, vamos a empezar.

Karl Framm se echó para atrás su sombrero gacho hasta que lo tuvo en la mismísima nuca y exhaló un profundo suspiro, como si estuviera tremendamente agobiado.

—Muy bien —dijo al fin—, se trata de su dinero, y también de su barco. Después no me venga con cuentos si le rompe el casco. Y ahora, escuche. El río baja muy recto desde San Luis hasta Cairo, antes de que desemboque el Ohio. Pero tiene que saber algo de entrada: esa extensión de ahí se denomina «el cementerio», por la cantidad de barcos que se han hundido en ella. De algunos, todavía pueden verse las chimeneas sobresaliendo del agua o, cuando el río tiene poca agua, incluso todo el maldito casco recostado en el fango; sin embargo, de los que quedan permanentemente bajo la superficie, más vale que sepa usted la situación exacta, o el próximo barco que baje detrás habrá de aprenderse también dónde ha quedado el nuestro. Además debe conocer sus marcas, y cómo manejar el barco. Venga, pase aquí y tome la rueda. Tome contacto con ella. Aquí no hay peligro, no podría tocar el fondo ni con un campanario de iglesia puesto del revés —York y Framm cambiaron sus posiciones—. Bien, el primer punto debajo de San Luis...—empezó Framm.

Abner Marsh se sentó en el sofá, atento al piloto mientras éste seguía charlando de mil cosas, desde las marcas o los trucos con el timón a largos relatos sobre los vapores que yacían hundidos en el cementerio por el que estaban pasando. Era un narrador colorista, pero después de cada anécdota recuperaba el hilo de las explicaciones y volvía a repasar las marcas. York absorbía todas sus palabras apaciblemente. Parecía aprender con rapidez el manejo del timón y, cada vez que Framm se detenía y le pedía que repitiera alguna de sus informaciones, Joshua se las contestaba palabra por palabra.

Al cabo de un rato, una vez hubieron alcanzado y superado el vapor que tenían delante, Marsh se descubrió en pleno bostezo. Sin embargo, era una noche perfecta y no tenía deseos de irse a la cama. Se animó a levantarse y bajó a la cubierta inmediatamente inferior, regresando con un pote de café caliente y una bandeja de pastas. Al entrar de nuevo en la cabina, Karl Framm estaba en pleno relato sobre el naufragio del
Drennan Whyte
, perdido aguas arriba de Natchez el año cincuenta con un tesoro a bordo. El
Evermonde
había intentado levantarlo del fondo, pero un incendio a bordo motivó que también él se hundiera. El
Ellen Adams
un vapor de rescate, intentó encontrar el tesoro en el año 51, pero fue a dar contra un obstáculo y quedó semihundido.

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