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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástica

Sueño del Fevre (9 page)

BOOK: Sueño del Fevre
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Cuanto más pensaba en la posibilidad de superarlo, más excitado se sentía Marsh. De repente, se le ocurrió que era algo que Joshua York no querría perderse, por mucho sueño que tuviera. Marsh se encaminó al camarote de York, dispuesto a despertarle. Golpeó la puerta perentoriamente con la empuñadura de su bastón.

No hubo respuesta. Marsh volvió a llamar, más fuerte y con más insistencia.

—¡Venga, hombre! —gritó—. Levántese de la cama, Joshua, ¡vamos a hacer una carrera!

No hubo respuesta alguna en el camarote. Marsh asió el picaporte y vio que la puerta estaba cerrada con llave. La golpeó nuevamente, llamó a la ventana, gritó; fue inútil.

—¡Maldita sea, York! —gruñó—. Levántese o se lo perderá.

Se le ocurrió una idea. Regresó a la cabina del piloto.

—Señor Kitch —gritó. Abner Marsh tenía un vozarrón imponente cuando vaciaba los pulmones. Kitch sacó la cabeza de la cabina y le miró—. Haga sonar la sirena —le dijo Marsh— y manténgala sonando hasta que yo le diga, ¿entendido?

Regresó a la puerta del camarote de York y empezó a golpear otra vez, y de repente empezó a aullar la sirena a vapor. Una vez, dos veces, tres... Unos aullidos largos y lastimeros. Marsh mandó parar con un gesto del bastón.

La puerta del camarote de York se abrió.

Marsh echó una mirada a los ojos de York y su boca se abrió, a punto de gritar. La sirena volvió a sonar y se apresuró a gesticular al piloto para que se detuviera. Se hizo el silencio.

—¡Entre aquí! —dijo Joshua York con un frío susurro. Marsh entró y York cerró la puerta tras él de un golpe. Marsh le oyó echar la llave. Una vez cerrada la puerta, el camarote permaneció totalmente a oscuras. Por las ventanas, cubiertas de gruesas cortinas, no penetraba ni una pizca de luz. Marsh se sentía como si se hubiera quedado ciego. Sin embargo, en su mente quedó la imagen de lo último que viera antes de que se cerrara sobre él la oscuridad; Joshua York, de pie junto a la puerta, desnudo como el día que llegó al mundo, con su piel de un blanco como el alabastro, pálido como un muerto, con los labios fruncidos en ademán furioso y los ojos como dos rendijas grises, humeantes como la entrada del infierno.

—Joshua —dijo Marsh—, ¿puede encender una lámpara o correr las cortinas? No veo nada.

—Yo veo lo suficiente —replicó la voz de York desde algún punto de la oscuridad. Marsh no le había oído moverse. Se volvió y tropezó con algo—. ¡Quédese quieto! —le ordernó York, con tal dureza e ira en la voz que Marsh no tuvo más remedio que obedecer—. Quieto. Voy a encender una luz antes de que me destroce el camarote.

Una cerilla brilló en un rincón y York encendió con ella la lámpara de cabecera, sentándose a continuación en el borde de su revuelta cama. Se había puesto unos pantalones pero su rostro seguía teniendo el mismo aspecto frío y terrible.

—Siéntese —dijo York—. Y ahora, ¿por qué ha venido? Le advertí que no lo hiciera, y más vale que tenga una buena razón.

Marsh empezó a enfurecerse. Nadie podía hablarle en aquel tono, absolutamente nadie.

—Tenemos el
Sureño
al lado, York —le contestó—.Es el barco más rápido del río, consigue superar a todos. Me dispongo a que nuestro barco le persiga y pensé que querría usted verlo. Si no cree que esto es razón suficiente para hacerle levantarse de la cama, no es usted un hombre de río y nunca lo será. Y cuide sus modales conmigo, ¿me oye?

Algo refulgió en los ojos de York, quien hizo ademán de incorporarse, pero al instante se detuvo y volvió a dejarse caer en su asiento.

—Abner —dijo. Hizo una pausa y frunció el ceño—. Lo siento. No pretendía faltarle al respeto ni atemorizarle. Su intención era buena.

Marsh se sorprendió al ver que el puño de York se cerraba con violencia; después se relajó. York cruzó el camarote en tres pasos rápidos y resueltos. Sobre el escritorio descansaba la botella de aquella bebida suya, la que Marsh le había hecho abrir la noche anterior. Se sirvió una copa entera, echó atrás la cabeza y la apuró de un solo trago.

—¡Ah! —dijo en un suspiro. Se volvió y se quedó de nuevo frente a Marsh—. Abner, le he dado su barco soñado, pero no es un regalo. Hicimos un trato. Tiene usted que cumplir mis condiciones, respetar mis excentricidades y no hacer preguntas. ¿Pretende usted saltarse su parte de nuestro trato?

—¡Soy un hombre de palabra! —respondió Marsh al instante.

—Bien —dijo York—. Ahora, atienda: su intención era buena, pero se equivocó al despertarme como lo ha hecho. No vuelva a repetirlo. Nunca, por ninguna razón.

—¿Y si salta la caldera y el barco se incendia? ¿Prefiere usted que le deje asarse ahí?

Los ojos de York brillaron a la media luz de la lámpara.

—No —admitió—. Pero casi sería más seguro para usted si lo hiciera. Cuando me despiertan de repente pierdo el control, y no soy el mismo. En ocasiones así, he llegado a hacer cosas de las que después me he arrepentido. Por esto me he portado tan rudamente con usted. Le ruego que me disculpe, pero podría suceder otra vez, o algo aún peor. ¿Me comprende, Abner? Nunca entre aquí si tengo la llave echada.

Marsh frunció el ceño, pero no supo qué decir. Después de todo, había roto el pacto; si York se ponía de aquella manera simplemente porque lo había despertado, era problema suyo.

—Le comprendo —contestó—. Acepto sus disculpas, y le presento las mías, si sirve de algo. Y ahora, ¿quiere usted subir conmigo y ver cómo pasamos al
Sureño
? Ya está usted despierto y...

—No —contestó York con rostro irritado—. No se trata de que no me interese, Abner, al contrario. Sin embargo, quiero que lo comprenda, el descanso durante el día es vital para mí. No soporto la luz del sol. Me quema, me resulta insoportable. ¿Se ha quemado usted alguna vez? Ya ha visto lo blanco que soy, el sol y yo somos incompatibles. Se trata de un asunto médico, Abner. Y no quiero hablar más del tema.

—Muy bien —contestó Marsh. Bajo sus pies, la cubierta empezó a vibrar ligeramente. La sirena del vapor emitió de nuevo su agudo pitido.

—Salimos del embarcadero —dijo Marsh—. Tengo que irme, Joshua. Lamento haberle molestado, de veras.

York asintió, se volvió y empezó a servirse otra copa de su horrible bebida.

—De acuerdo —murmuró, dando esta vez un pequeño sorbo—. Váyase, nos veremos esta noche, en la cena.

Marsh avanzó hacia la puerta, pero la voz de York le hizo detenerse antes de abrirla.

—Abner.

—¿Sí?

Joshua York le dirigió una leve y pálida sonrisa.

—¡Vénzale, Abner, vénzale!

Marsh sonrió y abandonó el camarote.

Cuando llegó a la cabina del piloto, el
Sueño del Fevre
había retrocedido hasta salir del embarcadero y estaba invirtiendo la marcha de las palas. El
Sureño
ya se había distanciado bastante, río abajo. En la cabina del piloto había media docena de pilotos sin trabajo, charlando y mascando tabaco, y cruzando apuestas sobre si alcanzarían o no al otro vapor. Incluso el señor Daly había interrumpido su descanso para subir a observar. Todos los pasajeros se dieron cuenta de que se preparaba algo; la cubierta inferior estaba repleta de gente sentada sobre la barandilla y toda la parte de proa llena a rebosar. Todos querían verlo bien.

Kitch hizo girar el gran timón negro y plateado y el barco se encaminó hacia el canal principal, deslizándose en la brava corriente en pos de su rival. El piloto pidió más vapor. Whitey puso más leña en los hornos y obsequió a la gente de la orilla con unas grandes nubes de humo negro y denso, al tiempo que aceleraban. Abner Marsh se situó tras el piloto, apoyado en su bastón, y oteó el horizonte. El sol de la tarde brillaba sobre las claras aguas azules, emitiendo reflejos cegadores que bailaban y temblaban hasta lastimar los ojos, excepto en la estela que dejaba el paso del
Sureño
, cuyas palas rompían la superficie del agua en mil fragmentos.

Por un instante, pareció cosa fácil. El
Sueño del Fevre
se lanzó hacia adelante, lanzando vapor y humo, con las banderas americanas ondeando como diablos a popa y a proa y los motores rugiendo bajo la cubierta. La distancia entre los dos barcos empezó a disminuir visiblemente. Sin embargo, el
Sureño
no era el
Mary Kaye
; no era un vapor de ruedas en popa del tres al cuarto, al que se pudiera adelantar a voluntad. No transcurrió mucho tiempo antes de que su capitán y su piloto advirtieran de qué iba la cosa, y su respuesta fue un burlón cambio de velocidad. Su humo se hizo más denso y llegó casi hasta el rostro de Marsh. La estela que dejaba en el agua se hizo también más violenta, y Kitch tuvo que apartar un poco el barco de su línea para evitarla, perdiendo así buena parte del impulso que le daba la corriente. La distancia entre ambos volvió a agrandarse, y luego se mantuvo estable.

—Siga tras él —le dijo Marsh al piloto cuando quedó claro que ambos barcos mantenían sus posiciones. Salió de la cabina y fue en busca de Hairy Mike Dunne, a quien localizó por fin en el castillo de proa de la cubierta principal con las botas sobre una gran caja y un cigarro en la boca.

—Reúna a los mozos de cuerda y a los marineros de cubierta —le dijo al primer oficial—. Quiero que estén atentos para equilibrar el barco.

Hairy Mike asintió, se levantó, apagó el cigarro y empezó a gritar órdenes.

En unos instantes, la mayor parte de la tripulación se reunió a babor y popa, para compensar en parte el peso de los pasajeros, la mayoría de los cuales se apretujaba a proa y estribor para observar la carrera.

—Malditos pasajeros —murmuró Marsh. El
Sueño del Fevre
, ya un poco mejor equilibrado, empezó a acercarse a
Sureño
una vez más. Marsh regresó a la cabina del piloto.

Ambos barcos estaban ahora a pleno rendimiento, y avanzaban muy igualados. Abner Marsh pensaba que el
Sueño del Fevre
tenía más potencia, pero no la suficiente. Iba muy cargado y surcaba el agua muy hundido, tras la estela del
Sureño
, de modo que el oleaje pasaba ligeramente por encima del casco, frenándolo. El
Sureño
, en cambio, avanzaba ligero de peso, sin nada a bordo, salvo pasajeros, ni nada delante, salvo el río despejado y tranquilo. Ahora, si no surgían accidentes o imprevistos, el asunto estaba en manos de los pilotos. Kitch estaba atento al timón, manejándolo con facilidad y haciendo todo lo posible para ganar unos minutos en cada ocasión propicia. Tras él, Daly y los pilotos vagabundos parloteaban, dando consejos sobre el río, su peligros y cómo recorrerlo mejor.

Durante más de una hora, el
Sueño del Fevre
persiguió al
Sureño
, perdiéndolo de vista en un par de ocasiones tras los recodos del río, pero acercándose de nuevo cada vez que Kitch conseguía un buen tramo en línea recta. En una ocasión, se situaron tan cerca que Marsh logró distinguir los rostros de los pasajeros que se agolpaban en las barandilla de popa del otro vapor, pero el
Sureño
volvió a acelerar y restableció la distancia entre ambos.

—Apuesto a que acaban de cambiar de piloto —dijo Kitch, escupiendo una hebra de tabaco en una escupidera próxima—. ¿Ve cómo se anima?

—Lo he visto —gruñó Marsh—. Ahora quiero ver cómo nosotros nos animamos también un poco.

Entonces les llegó el gran momento. El
Sureño
se mantenía a una distancia estable frente a ellos, expandiendo a su alrededor un denso humo de leña. Entonces de un modo súbito, empezó a sonar su sirena y disminuyó la velocidad con un temblor, mientras sus palas empezaban a invertir la marcha.

—Cuidado —le gritó Daly a Kitch. Kitch escupió otra vez y movió el timón con precaución. El
Sueño del Fevre
metió la proa en la estela turbulenta del
Sureño
para cruzarla y colocarse a estribor del mismo. Cuando estaban a media maniobra, vieron la causa del problema; otro gran vapor, con la cubierta casi invisible bajo un montón de balas de tabaco, había embarrancado en un banco de arena. El primer oficial y la tripulación estaban aplicados con las perchas y bastones, tratando de hacerlo pasar sobre el obstáculo. El
Sureño
casi se le había echado encima.

Durante largos minutos, el río fue un caos. Los hombres del barco encallado gritaban y hacían señales, el
Sureño
retrocedía como el demonio, y el
Sueño del Fevre
navegaba hacia las aguas tranquilas. Luego, el
Sureño
volvió a marchar hacia delante, giró la proa y dio la impresión de que intentaba cruzar justo frente al
Sueño del Fevre
.

—Maldito idiota —rugió Kitch, girando el timón un poco más al tiempo que ordenaba a Whitey que diera más potencia a la rueda de babor. Sin embargo, en ningún instante dio marcha atrás o intentó detener el avance del barco. Los dos grandes vapores se aproximaron más y más el uno al otro. Marsh escuchó a los pasajeros que gritaban alarmados en las cubiertas inferiores, y por un segundo hasta él pensó que iban a colisionar.

Sin embargo, el
Sureño
recuperó la línea recta y su piloto lo enderezó de nuevo corriente abajo; el
Sueño del Fevre
lo adelantó casi rozándolo; apenas había entre ellos unos palmos de separación. Abajo, alguien empezó a dar vítores.

—Mantenga la marcha —murmuró Marsh, en voz tan baja que nadie llegó a oírle. El
Sureño
levantaba espuma con las palas y corría a toda velocidad, pero se había quedado atrás. No por mucho, apenas la eslora de un barco, pero detrás del
Sueño del Fevre
.

Naturalmente, todos los malditos pasajeros del barco corrieron a popa y toda la tripulación hubo de correr a proa, de modo que el vapor se puso a temblar bajo las rápidas pisadas.

El
Sureño
volvía a la carga. Corría a babor, paralelo a ellos y justo detrás. Su proa llegaba ahora hasta la popa del
Sueño del Fevre
y le remontaba centímetro a centímetro. Los costados de ambos barcos estaban tan próximos que los pasajeros hubieran podido saltar de uno a otro si se les hubiera ocurrido, aunque el casco del
Sueño del Fevre
era más alto.

—Maldita sea —dijo Marsh, cuando el otro vapor estuvo casi a su altura—. Ya tengo suficiente. Kitch, llame a Whitey y dígale que utilice mi sebo de cerdo.

El piloto le dirigió una mirada, con una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Sebo, capitán? ¡Vaya un tipo astuto que es usted! —gritó una orden por el conducto de comunicación con la sala de máquinas.

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