Sueño del Fevre (44 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástica

BOOK: Sueño del Fevre
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Turney frunció el ceño e hizo lo que le ordenaba. Marsh observó el manómetro: la aguja subía constantemente. El vapor prácticamente chirriaba en los tubos, pero producía el efecto deseado. El motor temblaba y crujía como si fuera a estallar en pedazos y la rueda de palas giraba, más rápido de lo que lo había hecho en años, whapwhapwhapwhap, batiendo con las palas de tal modo que el agua que levantaba formaba una cortina tras el barco, y todo el casco vibraba, lanzado hacia adelante como no lo había sido desde que se botara.

El segundo maquinista y los fogoneros se movían alrededor de los motores, aplicando aceite y engrasando las juntas para mantener uniforme el empuje que proporcionaba el vapor. Parecían pequeños monos negros cubiertos de alquitrán, y se movían también con la agilidad de un mono. Tenía que ser así, pues no era fácil engrasar las partes móviles mientras estaban en acción, sobre todo a la velocidad que proporcionaba el viejo y destartalado motor del
Reynolds
.

—¡Más rápido! —rugía Grove—. ¡Más rápido con ese sebo!

Un enorme fogonero pelirrojo se apartó tambaleando de la boca del horno, mareado por el calor. Cayó de rodillas, pero otro hombre tomó su lugar de inmediato y Grove se acercó al caído y le echó por la cabeza un cucharón de whisky. El hombre alzó la vista, mojado y medio cegado, y abrió la boca. El primer oficial le introdujo un poco de whisky en ella. Un momento después, el fogonero volvía a estar en pie, impregnando de sebo las piñas.

El maquinista hizo una mueca y abrió las válvulas de seguridad, enviando un chorro de vapor increíblemente caliente hacia el aire nocturno, con un estridente silbido, y reduciendo un poco la presión de la caldera. A continuación, empezó a aumentar otra vez la presión. En algunos de los tubos la soldadura empezaba a fundirse, pero los hombres seguían preparados para taponar de inmediato cualquier hendidura que se produjera. Marsh estaba empapado en sudor, por el calor húmedo del vapor y por la seca oleada emitida con furia por el horno. A su alrededor todo eran hombres corriendo, gritando, pasándose leña y sebo, alimentando el horno, atendiendo la caldera y los motores. Los émbolos y la rueda hacían un ruido terrible, las llamas del horno los bañaban a todos de una luz roja siempre cambiante. Aquello era un infierno sofocante, lleno de ruido y actividad, temblando, tosiendo y sacudiéndose como un hombre a punto de morir. Sin embargo, el barco avanzaba a pesar de todo, y allá abajo en la sala de calderas no había nada que Abner Marsh pudiera hacer para que avanzara aún más rápido.

Regresó agradecido al castillo de proa, alejándose del terrible calor, con la chaqueta, la camisa y los pantalones mojados como si acabara de salir de las aguas del río. El viento soplaba a su alrededor y Marsh sintió durante un momento un frío que le pareció maravilloso. Delante suyo divisó una isla que dividía el río, y más allá vio una luz sobre la ribera occidental. Se acercaban a ella a buena velocidad.

—Demonios —dijo Marsh—, debemos estar haciendo veinte mudos ¡Qué diablos, a lo mejor hasta treinta.

Lo dijo en voz alta, como si el trueno de su voz pudiera hacer verdad sus palabras. El
Eli
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no iba más allá de los ocho nudos en sus buenos tiempos, aunque esta vez la corriente estaba a su favor.

Marsh subió a toda prisa la escalerilla, cruzó el salón principal y llegó a la cubierta superior para echar una mirada atrás. Las chimeneas, cortas y achaparradas, lanzaban chispas y lenguas de fuego en todas direcciones y, mientras las observaba, volvieron a surgir nubes de vapor de las válvulas de seguridad, que Doc Turney abría sólo lo suficiente para evitar que la maldita caldera estallara y los enviara a todos al infierno. La cubierta temblaba bajo sus pies como la piel de una criatura viviente. La rueda de popa giraba a tal velocidad que levantaba una verdadera pared de agua, como una cascada al revés.

Y detrás venía el
Sueño del Fevre
, a media luz, levantando casi hasta la luna el humo y las llamas que surgían de sus dos altas y oscuras chimeneas. Parecía veinte metros más próximo que cuando Marsh había bajado a la sala de calderas.

El capitán Yoerger llegó hasta su lado.

—No podemos superarlos —dijo con su tono de voz gris y preocupado.

—¡Necesitamos más vapor, más calor!

—Las palas no pueden ir más rápido, capitán Marsh. Si Doc no suelta vapor en el momento preciso, la caldera reventará y nos matará a todos. El motor ya tiene siete años y va a caerse en pedazos en cualquier momento. También nos estamos quedando sin sebo. Cuando se agote, sólo podremos meter en el horno la leña que quede. Piense que el barco ya es muy viejo, capitán. Lo está haciendo bailar como si fuera su noche de bodas, pero ya no resistirá mucho más.

—¡Maldita sea! —musitó Marsh. Dirigió la mirada hacia atrás, más allá de la rueda de popa. El
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se acercaba más y más. Marsh miró hacia adelante. Iban derechos a la isla. El río y el canal principal daban la vuelta hacia el este. El canal occidental era un atajo, pero no muy importante. Incluso a aquella distancia, Marsh podía ver cómo se estrechaba y cómo los árboles se inclinaban extendiendo sus siluetas negras y retorcidas. Regresó a la cabina del piloto y entró.

—Tome el atajo —le dijo al piloto.

El hombre le miró, medio sorprendido. En el río, era el piloto quien decidía sobre aquellos temas. El capitán quizá hacia alguna observación casual, pero nunca daba órdenes.

—No, señor —respondió el piloto, con menos furia de la que hubiera demostrado un hombre más experimentado—. Mire las riberas, capitán. El río no baja crecido. Conozco ese atajo y sé que es impracticable en esta época del año. Si nos metemos por ahí, tendremos que quedarnos en el barco hasta las crecidas de la primavera.

—Quizá —dijo Marsh—, pero si nosotros pasamos, no habrá modo de que el
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nos alcance. Es un barco más grande y tendrá que dar la vuelta. Entonces lo perderemos. De momento, es más importante dejarlo atrás que cualquier banco de arena u obstáculo contra el que nos estrellemos, ¿me oye?

—No tiene que enseñarme cómo navegar por este río, capitán —respondió el piloto, malhumorado—. Yo tengo una reputación que mantener. Nunca he embarrancado hasta ahora, y no quiero empezar esta noche. Seguiremos en el canal principal.

Abner Marsh notó que la sangre le subía al rostro. Volvió la vista atrás. El
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estaba quizá a trescientos metros, y acercándose rápidamente.

—¡Estúpido! —dijo—. Esta es la carrera más importante que se ha celebrado nunca en el río, y yo tengo por piloto a un estúpido. Ya nos habrían atrapado si el señor Framm estuviera al timón, o si tuvieran un primer oficial que supiera cómo llevarlo. Probablemente le están metiendo leña de baja calidad —alzó el bastón hacia el
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y continuó—. Pero fíjese: Por despacio que vaya, nos alcanzará muy pronto a menos que nosotros sepamos maniobrar mejor. ¿Me ha oído? ¡Tome ese maldito atajo de una vez!

—Haré un informe a la asociación de pilotos —respondió el piloto fríamente.

—Y yo puedo echarle a usted por la borda —replicó Marsh, al tiempo que avanzaba hacia él en actitud amenazadora.

—Mandemos una yola, capitán —susurró el piloto—. Echaremos una sonda y veremos qué profundidad hay.

Abner Marsh resopló, irritado.

—Apártese de una maldita vez —masculló, echando a un lado al piloto de un golpe. El hombre trastabilló y cayó. Marsh asió la rueda del timón y la hizo girar a estribor, y el
Eli Reynolds
movió la proa, en rápida respuesta. El piloto soltó una maldición y empezó a insultarle. Marsh no le hizo caso y se concentró en la maniobra hasta que el vapor hubo pasado el extremo de la isla, elevado y fangoso, rozando casi la tortuosa ribera occidental. Dirigió una mirada hacia atrás justo el tiempo suficiente para ver el
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—apenas a unos doscientos metros ahora—, que aminoraba la marcha y se detenía, para empezar a retroceder furiosamente. Cuando volvió a mirar, un instante después, su perseguidor empezaba a tomar el paso oriental de la isla. Después, ya no hubo tiempo para ver nada más, pues el
Eli
Reynolds
topó contra algo duro, un gran tronco a juzgar por el ruido. El impacto hizo que Marsh entrechocara los dientes con tanta fuerza que casi se mordió la lengua, y tuvo que agarrarse con fuerza a la rueda del timón para mantenerse en pie. El piloto, que acababa de levantarse del suelo, volvió a caer y gruñó. La velocidad del barco hizo que éste se aupara limpiamente sobre el obstáculo y Marsh lo divisó durante un instante. Era un enorme árbol, negro y medio sumergido. Siguió un terrible estrépito, un ensordecedor retumbar y chirriar, y el barco empezó a temblar como si algún gigante loco lo hubiera asido con las manos y lo estuviera sacudiendo. Después hubo un tremendo choque y el sonido terrible de la madera haciéndose astillas cuando la rueda de palas de popa topó con el tronco.

—¡Maldición! —masculló el piloto, poniéndose de nuevo en pie—. ¡Deme el timón!

—Con gusto —replicó Abner Marsh, quitándose de en medio. El
Eli
Reynolds
había dejado atrás el tronco muerto y avanzaba sin control por el estrecho atajo, temblando al rozar, uno tras otro, con los múltiples bancos de arena. Cada golpe le quitaba velocidad y el piloto redujo la marcha todavía más, haciendo sonar las sirenas de la sala de máquinas como un loco.

—¡Motores a cero! —gritó—. ¡Detención completa de la rueda!

Las palas dieron aún un par de vueltas lentamente, y se detuvieron con un gemido, y dos altos penachos de blanco vapor escaparon con un silbido de las válvulas de seguridad. El
Eli
Reynolds
perdió la dirección y empezó a bambolearse un poco, mientras la rueda del timón giraba libremente bajo la mano del piloto.

—Hemos perdido el timón —dijo éste, mientras el vapor rozaba otro banco de arena.

Esta vez quedó varado.

Abner Marsh, ahora sí, se mordió la lengua y fue a golpearse contra la rueda del timón. Abajo se oían gritos, apreció Marsh mientras se retiraba hacia atrás con la boca llena de sangre. Le dolía terriblemente, pero por fortuna no le había saltado ningún pedazo.

—¡Maldita sea! —repitió el piloto—. Mire cómo estamos.

El
Eli
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no sólo había perdido el timón, sino también la mitad de la rueda de palas. Esta seguía aún unida al barco, pero colgaba destrozada, con la mitad de las palas de madera perdidas o hechas astillas. El barco liberó vapor una vez más, emitió un gruñido y se quedó detenido en el fango, un poco escorado a estribor.

—Ya le advertí que no podríamos pasar por el atajo —gritó el piloto—. Se lo advertí. En esta época del año no hay más que arena y obstáculos. Esto no ha sido cosa mía, y no permitiré que nadie lo diga.

—Cierre la boca, estúpido —contestó Abner Marsh. Estaba mirando a popa, donde el mismo río era apenas visible entre los árboles. El río parecía vacío. Quizá el
Sueño del Fevre
había pasado de largo. Quizá.

—¿Cuánto tardará en doblar ese recodo? —le preguntó al piloto.

—Maldición, ¿a quién diablos le importa eso? No vamos a ir a ninguna parte hasta la primavera. Va usted a necesitar un timón y una rueda de palas nuevos, y una buena crecida que saque el barco de este banco.

—El recodo —insistió Marsh—. ¿Cuánto tiempo tardará en doblarlo el
Sueño del Fevre
?

El piloto balbuceó un instante.

—Treinta minutos, quizá veinte con la velocidad que llevaba. Pero ¿qué importa eso? Ya le he dicho que...

Abner Marsh abrió la puerta de la cabina del piloto y llamó con un rugido al capitán Yoerger. Hubo de rugir tres veces, y pasaron más de cinco minutos antes de que Yoerger hiciera su aparición.

—Lo siento, capitán —dijo el anciano—, estaba en la cubierta principal. Tommy el Irlandés y Big Johanssen han sufrido graves quemaduras.

Al observar los restos de la rueda de palas se detuvo.

—Pobre barco mío —murmuró en tono triste.

—¿Ha reventado alguna tubería? —preguntó Marsh.

—Muchas —confirmó Yoerger, apartando la mirada de la rueda rota—. El vapor inundó todos los rincones. Hubiera sido peor si Doc no llega a abrir las válvulas de seguridad y las mantiene en posición abierta. Ese golpe del principio lo rompió todo.

Marsh flaqueó. Aquél era el golpe definitivo. Ahora, aunque consiguieran liberarse del banco de arena, improvisar un nuevo timón y, de alguna manera, retroceder con sólo media rueda de palas hasta la boca del atajo apartando el maldito tronco para pasarlo —nada de lo cual resultaría sencillo— también tendrían que enfrentarse a las tuberías reventadas y quién sabía si también a daños de importancia en la caldera. Maldijo largo y tendido.

—Capitán —dijo Yoerger—, ahora no podremos seguir tras ellos como pensábamos, pero al menos estamos a salvo, el
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dará la vuelta a ese recodo y creerá que ya hemos pasado hace rato, así que se lanzarán río abajo para alcanzarnos.

—No —repuso Marsh—. Capitán, quiero que improvise unas camillas para los quemados y que nos internemos en el bosque.

Al tiempo que decía esto, señalaba la tierra próxima con el bastón. La orilla estaba sólo a tres metros de aguas poco profundas—. Busquemos una ciudad. Ha de haber alguna cerca.

—A tres kilómetros de la punta de la isla —apuntó el piloto. Marsh asintió.

—Bien, llévelos a todos allí. Quiero que vayan todos, y rápidamente.

Recordó el reflejo dorado de las gafas de Jeffers y se sintió atenazado por aquel pequeño detalle, tan terrible. No volvería a suceder, se dijo Marsh, no si puedo evitarlo.

—Busque un médico que los cuide —añadió—. Estarán a salvo, supongo. Ellos me buscan a mí, no a ustedes.

—¿Usted no vendrá? —preguntó Yoerger.

—Tengo el fusil —dijo Abner—. Y tengo también un presentimiento. Esperaré.

—Venga con nosotros.

—Si huyo, me perseguirán. Si me quedo, ustedes estarán a salvo. Al menos, eso es lo que me imagino.

—Y si no vienen...

—Entonces iré detrás de ustedes con las primeras luces —dijo Marsh. Empezó a dar golpecitos de impaciencia con el bastón—. Todavía soy el capitán aquí, ¿no es cierto? Deje de discutir y haga lo que le digo. Quiero verles salir a todos del barco inmediatamente, ¿entendido?

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