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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástica

Sueño del Fevre (54 page)

BOOK: Sueño del Fevre
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—Querido Joshua, tienes que detenerte. Querido Joshua, regresa con nosotros.

»Cuando me volví, allí estaban. Julian me sonreía, con Sour Billy a su lado y detrás todos los demás, todos ellos, incluido mi grupo, Simon, Smith y Brown, todos los que quedaban... Mirándome. Les grité salvaje e incoherentemente. Eran los míos y habían participado en aquello. Me sentí tan lleno de asco, Abner...

»Días después, escuché el relato entero y comprendí toda la locura de Julian. Quizá fuera culpa mía en cierto grado. Al salvarles a usted, a Toby y al señor Framm, había condenado a muerte a más de cien pasajeros inocentes.

—No es así —le interrumpió Marsh—. Fue Julian el culpable de lo sucedido, y es él quien tiene que responder por ello. Usted ni siquiera estaba allí, así que no eche las culpas sobre sí mismo, ¿quiere?

Los ojos de Joshua reflejaban preocupación.

—Eso me he dicho a mí mismo muchas veces —murmuró—. Permítame acabar la historia. Lo que había sucedido era que Julian aquella noche se enteró de nuestra huida. Se puso furioso. Salvaje. Más aún, pues estas palabras son demasiado débiles para expresar la que debió ser su reacción. Quizá despertó en él la sed roja, después de tantos siglos. Mas aun, debió preguntarse si la destrucción estaba próxima. Los pilotos se habían ido y el vapor no podía moverse sin piloto. Y posiblemente pensó que usted intentaría regresar durante el día y destruirlo. No pudo imaginarse que yo regresaría para salvarlos. Sin duda, mi deserción y la de Valerie debieron llenarle de temor, de incertidumbre respecto a qué vendría a continuación. Había perdido el control. Era el maestro de sangre, y aún así habíamos actuado contra él. En toda la historia del pueblo de la noche, nunca había sucedido antes. Creo que, durante aquella noche terrible, Damon Julian creyó ver la muerte que tanto había ansiado y temido a la vez.

»Sour Billy, supe después, les instó a bajar a tierra, separarse, viajar por tierra firme y reunirse de nuevo en Natchez o Nueva Orleans, o algo así. Hubiera sido lo más juicioso. Sin embargo, Julian había perdido todo poder de discernimiento. Entró en el salón principal, con la locura visible en los ojos, y un pasajero se le acercó para quejarse de que el barco iba con mucho retraso y no se había movido en todo el día.

»—Ah —le dijo Julian—, entonces debemos movernos de inmediato.

»Adentró el barco en el río para que nadie pudiera saltar a tierra. Una vez hecha la maniobra, regresó al salón principal, donde los pasajeros estaban cenando, y acercándose al hombre que antes se había quejado, le mató a la vista de todos.

»Entonces empezó la carnicería. Naturalmente, la gente gritó, corrió, huyó, se encerró en sus camarotes, pero no había lugar donde ocultarse. Julian utilizó su poder, utilizó su voz y sus ojos, y envió a su gente a matar. Creo que el
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tenía unos ciento treinta pasajeros a bordo aquella noche, contra sólo veinte de los míos, algunos guiados por la sed, y el resto por Julian. Sin embargo, la sed puede ser terrible en ocasiones así. Igual que una fiebre, puede contagiarse de uno a otro hasta que todos arden en ella. Y Sour Billy tenía además a los hombres que había contratado en Natchez-bajo-la-Colina, que ayudaron en la lucha. Sour Billy les explicó que todo era parte de un plan para robar a los pasajeros sus pertenencias, y les prometió una parte del botín. Cuando mi pueblo se volvió contra sus ayudantes humanos, ya era demasiado tarde para ellos.

»Todo eso sucedía casi al mismo tiempo en que usted y yo hablábamos esa noche. Los gritos, la carnicería, el terrible espasmo mortal de Julian. No todo le salió bien. Los pasajeros se defendieron. Según me dijeron, casi todos los míos sufrieron heridas, aunque naturalmente sanaron de ellas. Vincent Thibaut recibió un tiro en el ojo y murió. Katherine fue reducida por dos fogoneros y lanzada a uno de los hornos. Allí murió quemada antes de que Kurt y Alan pudieran intervenir. Así encontraron la muerte dos de los míos. Dos, contra más de un centenar de humanos. Como ya le dije, los supervivientes fueron encerrados en sus propios camarotes.

»Cuando todo terminó, Julian se sentó a esperar. Los demás estaban llenos de miedo y quisieron huir, pero Julian no se lo permitió. Quería ser descubierto, opino yo. Me dijeron que hablaba de usted, Abner.

—¿De mí? —preguntó Marsh, anonadado.

—Dijo que le había prometido que el río no se olvidaría nunca del
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. Entre carcajadas, afirmaba que había cumplido bien su promesa.

La ira de Abner se desbordó en un bufido.

—¡Maldito sea ese hijo de Satanás! —dijo con un tono de voz extrañamente tranquilo.

—Así fue cómo sucedió —dijo Joshua York—. Pero nada supe de ello la noche que regresé al
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. Sólo supe lo que vieron mis ojos, lo que olí y lo que pude adivinar e imaginar. Y eso me enfureció, Abner, me convirtió en un salvaje. Estaba intentando abrir los camarotes de los prisioneros, como dije, cuando Julian se presentó, y de repente me encontré gritándole, de forma casi incoherente. Quería venganza. Quería matarle como nunca he deseado matar a nadie, quería arrancarle su pálida garganta y saciarme de su condenada sangre. Mi ira... ¡Ah, las palabras expresan tan poco...!

»Julian aguardó hasta que hube terminado de gritar y luego dijo tranquilamente:

»—Quedan dos tablas por desclavar, Joshua. Arráncalas y deja salir al ganado de dentro. Debes estar muy sediento —Sour Billy se rió por lo bajo, y yo permanecí en silencio—. Esta noche te unirás verdaderamente a nosotros, y jamás escaparás. Adelante, querido Joshua. Libéralo. Mátalo.

»Y sus ojos me capturaron. Noté su fuerza, atrayéndome, atrayéndome dentro de él, intentando tomar posesión de mí y hacerme cumplir su orden. Cuando volviera a probar la sangre, sería suyo en cuerpo y alma ya para siempre. Me había vencido una docena de veces, me había obligado a arrodillarme ante él y me había compelido a ofrecerle la sangre de mis propias venas, pero nunca había conseguido hacerme matar. Era mi última protección, la demostración de lo que era y de lo que creía y de lo que pretendía hacer, y ahora sus ojos estaban rasgando aquella protección, y bajo ella sólo había muerte, sangre y terror, y las noches vacías y sin fin que pronto serían mi vida.

Joshua se detuvo en aquel punto y apartó la mirada. Había en sus ojos una especie de nube indescifrable. Abner Marsh vio con asombro que a Joshua le temblaban las manos.

—Joshua —dijo—, por terrible que sea lo que sucedió, han transcurrido ya trece años. Ya ha pasado, como todo aquello de Inglaterra, cuando mató a aquellas personas. No tenía usted elección, ninguna elección, y fue usted quien me dijo que no podía haber bien ni mal sin capacidad de elección. Usted no es igual que Julian, aunque matara usted a aquel hombre.

York le miró fijamente y le dedicó una extraña sonrisa.

—Abner, no maté a aquel hombre.

—¿No? ¿Entonces qué...?

—Me defendí —dijo Joshua—. Estaba fuera de mí, Abner. Le miré a los ojos y le desafié. Luché con él, y le gané. Estuvimos frente a frente unos diez minutos, y al fin Julian se retiró, con un gruñido, y se dirigió escaleras arriba a su camarote, con Sour Billy pisándole los talones. El resto de mi gente se quedó contemplando la escena, asombrados. Raymond Ortega se adelantó y me retó. En menos de un minuto, estaba arrodillado ante mí, diciendo «maestro de sangre» e inclinando la cabeza. Después, uno por uno, los demás comenzaron a arrodillarse. Armand y Cara, Cynthia, Jorge y Michel LeCouer e incluso Kurt, todos y cada uno. Simon tenía en el rostro una expresión victoriosa, y otros también. El de Julian había sido un reino amargo y ahora eran libres. Yo había vencido a Damon Julian pese a toda su fuerza y a todos sus años. Yo era el líder de mi pueblo otra vez. Entonces me di cuenta de que había adoptado una decisión. A menos que actuara con rapidez, el
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sería descubierto y yo y Julian y toda nuestra raza perecería.

—¿Y qué hizo?

—Busqué a Sour Billy. Pese a todo, había sido capataz. Estaba frente al camarote de Julian, confuso y acobardado. Le puse a cargo de la cubierta principal y dije a los demás que siguieran sus órdenes. Trabajaron todos, de fogoneros, de maquinistas, de marineros. Con Billy medio muerto de miedo y dando órdenes, pusieron en marcha el barco. Lo cargamos de leña, sebo y cadáveres. Sé que es algo terrible, pero teníamos que librarnos de los cuerpos y no podíamos detenernos a cargar combustible sin correr graves riesgos. Yo subí a la cabina del piloto y tomé el timón. Allí arriba, por lo menos, no había estado la muerte. El barco navegó sin ninguna luz para que nadie pudiera vernos aunque se dispusiera de ojos suficientemente agudos para penetrar en la niebla. A veces teníamos que utilizar sondas y deslizarnos muy lentamente. En otras, cuando la niebla se retiraba, nos deslizábamos río abajo a una velocidad de la que usted se hubiera sentido orgulloso, Abner. Pasamos unos cuantos barcos en la oscuridad y les silbamos y ellos a nosotros, pero nadie se aproximó lo suficiente para leer nuestro nombre. Aquella noche el río parecía casi desierto, pues la mayor parte de los barcos estaban amarrados a causa de la niebla. Yo no era un gran piloto y estaba corriendo muchos riesgos, pero la alternativa era ser descubiertos y, tras eso, la muerte. Cuando llegó el amanecer, todavía estábamos en el río. No les dejé retirarse a los camarotes. Billy se encargó de correr las lonas alrededor de la cubierta principal como protección contra el sol. Yo seguí en el puesto de piloto. Pasamos Nueva Orleans cuando la salida del sol ya estaba próxima, seguimos corriendo abajo hacia la ensenada. Era estrecha y poco profunda, y fue la parte más difícil de la travesía. Tuvimos que sondear centímetro a centímetro, pero por fin alcanzamos la vieja plantación de Julian. Sólo entonces me permití buscar el refugio del camarote. Tenía tremendas quemaduras. Una vez más —sonrió con tristeza—. Parece que haya hecho de ello una costumbre. La noche siguiente fui a observar las tierras de Julian. Habíamos amarrado el vapor a un embarcadero de la ensenada viejo y medio podrido, pero quedaba demasiado a la vista. Si a usted se le ocurría pasar por Cypress Landing, lo descubriría con facilidad. Rechacé la idea de destruirlo, pues más adelante podíamos necesitar la movilidad que nos ofrecía, pero había que esconderlo bien.

»Encontré lo que buscaba. La plantación había estado dedicada en otra época al índigo. Después los propietarios habían empezado a cultivar la caña de azúcar, más rentable, unos cincuenta años antes, y naturalmente Julian no había cultivado absolutamente nada. Procedentes de aquella primera época, al sur de la casa principal, encontré unas grandes tinas para índigo junto a un canal que tenía su comienzo en la ensenada. Era un lugar de aguas calmas, estancadas, invadido por la maleza y de olor nauseabundo. El índigo no es muy agradable. El canal apenas medía lo suficiente para que pasara el
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y, evidentemente, no tenía bastante profundidad.

»Entonces, decidí que había que profundizar más. Descargamos el vapor y nos ocupamos de limpiar la maleza, serrar los árboles caídos y dragar las aguas estancadas. Un mes de trabajo, Abner, casi todas las noches. Entonces conduje el vapor ensenada abajo, lo introduje en ángulo marcha atrás con mucha dificultad y lo hice pasar forzándolo. Cuando lo detuve, estábamos rozando la quilla con el fondo, pero había quedado prácticamente invisible, oculto por la vegetación. Durante las semanas que siguieron, cerramos el canal en la salida a la ensenada y volvimos a poner en su lugar el barro y la arena que tan trabajosamente habíamos sacado, y a rellenar el canal entero. Al cabo de otro mes, más o menos, el
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descansaba sobre un suelo húmedo y fangoso, oculto por robles y cipreses, de tal modo que nadie hubiera podido sospechar siquiera que allí había habido agua.

Abner Marshh tenía una expresión triste.

—Ese no es un final decente para un barco —dijo con un tono de amargura—. Y menos para ese. Se merecía algo mejor.

—Lo sé —contestó Joshua—, pero tenía que pensar en la seguridad de mi gente. Tomé mi decisión, Abner, y cuando lo hice me sentí complacido y triunfante. No seríamos encontrados jamás. La mayoría de los cuerpos habían sido quemados o enterrados. Julian apenas se había dejado ver desde la noche en que le desafié y sometí. Salía poco de su camarote, y únicamente para comer. Sour Billy era el único que hablaba con él. Billy se portaba de modo temeroso y obediente, y los demás me seguían todos y bebían conmigo. Le había ordenado a Billy que sacara del camarote de Julian las botellas de mi bebida y las tenía detrás de la barra del salón principal. Bebíamos cada noche, a la hora de la cena. Sólo había un gran problema que resolver antes de pasar a considerar el futuro de mi raza, y éste eran nuestros prisioneros, los pasajeros que habían sobrevivido a aquella noche de terror. Los habíamos mantenido confinados durante nuestro trayecto y nuestros trabajos, aunque ninguno había sufrido el menor daño. Me había ocupado de que fueran alimentados y tratados bien. Incluso había intentado hablar con ellos, aunque no lo había conseguido, pues en cuanto entraba en sus camarotes se ponían histéricos de terror. Yo no tenía intención de mantenerlos encerrados indefinidamente, pero lo habían presenciado todo y no encontraba modo de dejarlos marchar sin peligro para nosotros.

»Entonces, el problema se resolvió sin mi intervención. Una noche aciaga, Damon Julian abandonó su camarote. Todavía vivía en el barco, igual que algunos más, los que habían estado más unidos a él. Yo estaba en tierra aquella noche, trabajando en el edificio principal de la plantación, que Julian había dejado degradarse de manera vergonzosa. Cuando regresé al
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, descubrí que dos de nuestros prisioneros habían sido sacados de sus camarotes y asesinados. Raymond y Kurt y Adrienne estaban sentados sobre los cuerpos en el gran salón, comiendo de ellos, y Julian presidía el acto.

—Maldita sea, Joshua —exclamó Marsh—, debería haber acabado con él cuando tuvo ocasión.

—Sí —asintió Joshua York, para sorpresa de Marsh—. Creí que podría controlarle. Un lamentable error. Naturalmente, la noche aquella en que reapareció intenté rectificarlo. Estaba furioso y enfermo por lo sucedido. Intercambiamos amargas palabras y tomé la determinación de que aquél sería el último crimen de su larga y monstruosa vida. Le ordené que me mirara. Intenté hacer que se arrodillara ante mí y me ofreciera su sangre, una y otra vez si fuera necesario, hasta que fuera mío, hasta que estuviera sin fuerzas, roto e inofensivo. El se levantó y me miró y...

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