Durante casi tres años, Abner Marsh continuó la búsqueda. Fueron años difíciles. En 1860, Marsh estuvo muy endeudado a causa de las pérdidas que le ocasionaba el
Reynolds
. No le quedó más remedio que cerrar las oficinas que mantenía en San Luis, Nueva Orleans y otras ciudades del río. Las pesadillas ya no le atormentaban como antes, pero con el paso de los años fue haciéndose más y más solitario. A veces le parecía que los tiempos pasados con Joshua York en el
Sueño del Fevre
habían sido los únicos momentos que verdaderamente había vivido, y que los meses y años transcurridos desde entonces habían pasado como un sueño. Otras veces, pensaba todo lo contrario, que aquello —los números rojos del libro de contabilidad, la cubierta del
Eli
Reynolds
bajo sus pies, el olor del vapor o las manchas sobre la alfombra amarilla nueva— era lo verdaderamente real. El recuerdo de Joshua, el esplendor del gran barco que habían construido juntos, el frío terror que Julian le había inoculado, aquello era el sueño. No era extraño, pues, que se hubieran desvanecido y que la gente del río le tomara por loco.
Los acontecimientos del verano de 1857 parecieron todavía más irreales cuando, uno por uno, todos los que habían compartido alguna de las experiencias de Marsh comenzaron a marcharse. El viejo Toby Lanyard se había ido al este un mes después de regresar a San Luis. Ser devuelto a la esclavitud una vez había sido suficiente para él, y lo único que deseaba ahora era alejarse lo más posible de los estados esclavistas. Marsh recibió una breve carta del cocinero a primeros de 1858, en la que le decía que había encontrado un buen empleo en un hotel de Boston. Después de aquello, no volvió a saber de Toby nunca más. Dan Albright se colocó en un nuevo y reluciente barco de palas a los costados en Nueva Orleans. Sin embargo, en el verano de 1857, Albright y su barco tuvieron la desgracia de estar en Nueva Orleans durante un violento brote de fiebre amarilla. Miles de personas murieron, entre ellas Albright, y eventualmente llevó a la ciudad a mejorar su sistema sanitario para que no fuera tan parecido a una cloaca abierta durante el verano. El capitán Yoerger dirigió el
Eli
Reynolds
para Marsh hasta el término de la estación de 1859, cuando se retiró a su granja de Wisconsin, donde murió en paz un año después. Tras la marcha de Yoerger, Marsh tomó personalmente el mando del barco para ahorrar un sueldo. En aquel tiempo, sólo un puñado de rostros familiares permanecía entre la tripulación. Doc Turney había sido atracado y muerto en Natchez-bajo-la-Colina el verano anterior y Cat Grove había abandonado el río por completo para dirigirse primero a Denver, después a San Francisco y, por último, a la China o al Japón, o a cualquier otro lugar dejado le la mano de Dios. Marsh contrató a Jack Ely, su viejo segundo maquinista del
Sueño del Fevre
, para sustituir a Turney, y tomó también a algunos marineros más que le habían servido en el desaparecido vapor, pero todos murieron o se fueron o aceptaron otros empleos. Para 1860, sólo quedaban el propio Marsh y Karl Framm de todos los que habían vivido con ellos los días de triunfo y de terror de 1857. Framm pilotaba el
Reynolds
, aunque todas sus referencias le hacían candidato al timón de un barco mucho mayor y más prestigioso. Framm recordaba de entonces muchas cosas que no comentar, ni siquiera con Marsh. Todavía conservaba su buen carácter, pero ya no solía relatar tantas historias, y Marsh podía ver en sus ojos un temor que nunca estuvo allí antes. Framm siempre llevaba una pistola consigo.
—Por si acaso los encuentro —decía.
—Esa cosilla no va hacerle ningún efecto a Julian —se burló de él una vez Abner.
Karl Framm conservaba todavía su taimada sonrisa, y su diente de oro brilló a la luz, pero no había alegría en su mirada cuando habló.
—No es para Julian, capitán. Es para mí. No volverán a agarrarme con vida —miró a Marsh—. Puedo hacer lo mismo por usted, si llega el caso.
—No llegaremos a eso —le contestó Marsh, abandonando la cabina del piloto.
Marsh recordaría aquella conversación el resto de sus días. También recordaría una fiesta de Navidad en San Luis, en 1859, que ofreció el capitán de uno de los grandes barcos del Ohio. Marsh y Framm asistieron, junto con todos los demás marineros de la ciudad. Cuando todo el mundo hubo bebido un poco se empezaron a contar historias del río. Marsh las conocía todas, pero era reconfortante y tranquilizador escuchar a los tipos narrarlas una vez más a los comerciantes y banqueros y a las mujeres hermosas que no las habían oído nunca. Hablaron del
Old Al
, el rey de los caimanes, del vapor fantasma de
Raccourci
, del
Mike Fink
y el
Jim Bowie
, del
Roarin Jack Russell
, y de la gran carrera entre el
Eclipse
y el
A. L. Shotwell
, del piloto que conducía a su barco, entre la niebla, por un peligroso paso del río, incluso después de muerto, y del maldito vapor que había llevado la viruela río arriba, veinte años antes, y que había matado a unos veinte mil indios.
—Arruinó el comercio de pieles —concluyó el narrador. Todo el mundo rió, excepto Marsh y otros dos. Después, alguien empezó a farolear sobre barcos imposiblemente grandes, el
Hurricano
y el
E. Jenkins
y otros, que cultivaban sus propios bosques en las cubiertas y tenían unas ruedas tan grandes que necesitaban todo un año dar la vuelta entera. Abner Marsh sonrió.
Karl Framm se abrió paso entre la multitud, con una copa de coñac en las manos.
—Yo sé una historia —dijo, con un ligero deje a borrachera—, que es cierta. Existe un barco llamado
Ozymandias
, ¿sabéis...?
—Nunca he oído hablar de él —dijo alguien. Framm sonrió.
—Y será mejor que no lo veas nunca, porque si lo encuentras no lo contarás. Sólo navega de noche, ese barco. Y es oscuro, todo él oscuro. Pintado de negro como sus chimeneas todo él, pero dentro tiene un salón con una alfombra del color de la sangre y por todas partes lleva espejos enmarcados en plata que no reflejan nada. Esos espejos están siempre vacíos, aunque haya muchas personas a bordo, individuos de tez pálida vestidos con buenas ropas. Individuos que sonríen mucho, pero que no se reflejan en los espejos.
Alguien se sobrecogió. Todos se habían callado.
—¿Por qué? —preguntó un maquinista a quien Marsh conocía un poco.
—Porque están muertos —dijo Framm—. Todos ellos, del primero al último, todos están muertos. Sólo que no descansan en paz. Son pecadores y han de seguir en el barco para siempre, en ese barco negro de alfombras rojas y espejos vacíos, arriba y abajo por el río, sin tocar nunca puerto, no señor.
—Fantasmas —dijo alguien.
—Brujería —añadió una mujer—, igual que en el barco de
Raccourci
.
—¡Diablos, no! —continuó Karl Framm—. Se puede pasar por medio de un fantasma, pero no del
Ozymandias
. Es totalmente real, y lo aprenderéis pronto, para vuestra desgracia, si os topáis con él de noche. Esos muertos en vida están hambrientos. Beben sangre, ¿sabéis? Sangre roja y caliente. Se ocultan en la oscuridad y, cuando ven aproximarse las luces de otro barco, salen en su persecución y, cuando lo atrapan, suben a bordo todos aquellos rostros sonrientes y pálidos, con sus ricos vestidos. Y después hunden el barco, o lo queman, y a la mañana siguiente no queda nada, salvo un par de chimeneas sobresaliendo en el río, o quizá un naufragio lleno de cadáveres. Excepto los pecadores. Los pecadores suben a bordo del
Ozymandias
y navegan en él para siempre —dio un sorbo al coñac y sonrió—. Así que si alguna vez estáis en el río de noche y veis una sombra en el agua a vuestra espalda, mirad bien. Puede ser un vapor pintado todo de negro y con una tripulación blanca como los fantasmas. No lleva luces, ese
Ozymandias
, así que a veces no se le ve hasta que está justo detrás de uno, con sus palas negras batiendo el agua. Si lo veis, será mejor que tengáis un buen piloto, y un poco de petróleo o un poco de sebo a bordo. Porque es un barco grande y muy rápido, y cuando te alcanza de noche estás perdido. Atended a su sirena. Sólo la hace sonar cuando sabe que tiene algún barco bajo su poder así que, si la escucháis, empezar a contar vuestros pecados.
—¿Cómo suena esa sirena?
—Exactamente como un hombre gritando —respondió Karl Framm.
—Dime otra vez el nombre —pidió un joven piloto.
—
Ozymandias
—contestó Framm. Sabía pronunciar bien aquella rara palabra.
—¿Qué significa eso?
Abner Marsh se puso en pie.
—Es de un poema —intervino—. «Mirad mis obras, vosotros los poderosos, desesperados.»
Los reunidos le miraron sin entender nada, y una dama gorda se echó a reír con una risa nerviosa y disimulada.
—Hay maldiciones y cosas peores en ese viejo diablo del río —apuntó un sobrecargo de poca estatura. Mientras hablaba, Marsh asió a Karl Framm del brazo y le arrastró fuera.
—¿Por qué demonios ha tenido que contar esa historia? —le preguntó al piloto.
—Para meterles miedo —dijo Framm—. Para que si lo ven alguna maldita noche, tengan el sentido común de echar a correr.
Abner Marsh caviló considerando aquello y, por último, inclinó ligeramente la cabeza en señal de aceptación.
—Supongo que no importa. Lo llamó con el nombre que le puso Sour Billy. Si hubiera mencionado el
Sueño del Fevre
, le hubiera arrancado la cabeza allí mismo, ¿me oye?
Framm le oyó, pero no le importó mucho. La historia corría de boca en boca, para bien o para mal. Marsh escuchó una versión distorsionada en labios de otro hombre un mes después, mientras cenaba en el «Albergue de los Plantadores», y otras dos veces durante aquel invierno. El relato cambió en varios extremos, naturalmente, e incluso el nombre del barco negro.
Ozymandias
era un nombre demasiado extraño para la mayoría de los narradores, al parecer. Sin embargo, aunque no mencionaran el nombre del barco, la historia seguía siendo la misma.
Poco más de medio año después, Marsh escuchó otra historia, que cambiaría su vida.
Acababa de sentarse a cenar en un pequeño hotel de San Luis, más barato que el «Albergue de los Plantadores» y que el «Sureño», pero que servía buenas comidas. También estaba menos frecuentado por la gente de los barcos, cosa que convenía a Marsh. Sus viejos amigos y rivales le miraban de una forma rara aquellos últimos años, o le evitaban como si fuera un gafe, o simplemente aceptaban sentarse a su mesa para hablar de sus infortunios, y Marsh no tenía paciencia para nada de todo aquello. Prefería que lo dejaran solo. Aquel día de 1860 estaba allí sentado, tranquilamente, bebiendo una copa de vino a la espera de que el camarero le sirviera el pato asado con batata y judías y el pan caliente que había pedido, cuando le abordaron.
—Llevaba un año sin verle —dijo el tipo. Marsh le reconoció vagamente. El hombre había sido fogonero en el
A. L. Shotwell
unos años antes. Con un gruñido, le invitó a tomar asiento.
—No le importa, ¿verdad? —dijo el ex fogonero, sentándose inmediatamente y empezando a parlotear. Ahora era segundo maquinista en un nuevo barco de Nueva Orleans del que nunca había oído hablar Marsh, y le llenó de chismes y noticias del río. Marsh le escuchó educadamente, preguntándose cuándo le traerían la comida. No había tomado nada en todo el día.
Acababa de llegar el pato, y Marsh estaba untando de mantequilla un pedazo de estupendo pan caliente cuando el maquinista dijo:
—¿Ha oído hablar de la gran tormenta de Nueva Orleans?
Marsh masticó el pan, tragó y tomó otro trozo.
—No —murmuró, sin gran interés.
Aislado como vivía, no llegaba hasta él gran cosa sobre inundaciones, tormentas y demás calamidades. El hombre silbó por entre la hendidura de sus dientes amarillentos.
—Diablos, fue una cosa terrible. A un montón de barcos se les rompieron las amarras y fueron zarandeados a base de bien. El
Eclipse
era uno de ellos. Oí que había salido con graves desperfectos.
Marsh tragó el trozo de pan y dejó en el mantel el cuchillo y el tenedor que acababa de asir para trinchar el pavo.
—El
Eclipse
—murmuró.
—Sí.
—¿Cómo de graves? —preguntó Marsh—. El capitán Sturgeon volverá a ponerlo en condiciones, ¿verdad?
—Diablos, quedó demasiado malparado para eso —contestó el maquinista—. Según oí, lo utilizarán de muelle en Memphis.
—De muelle —repitió Marsh quedamente, pensando en aquellos viejos y cansados cascos grises que formaban los muelles de San Luis y Nueva Orleans y las demás grandes ciudades portuarias del río, cascos desprovistos de motores y calderas, cáscaras vacías utilizados solamente para cargar mercancía y trasladar carga—. No puede ser... Ese barco...
—Bueno, supongo que es lo que se merece —dijo el tipo—. Diablos, le hubiéramos ganado con el
Shotwell
a no ser por...
Marsh emitió un gruñido estrangulado en lo más hondo de la garganta.
—¡Fuera de aquí! —rugió—. Si no fuera porque estuvo en el
Shotwell
le pegaba ahora mismo una patada y lo echaba a la calle por lo que acaba de decir. Y ahora, ¡largo de aquí!
El maquinista se levantó rápidamente.
—¡Está tan loco como decían! —masculló antes de irse.
Abner Marsh permaneció sentado en aquella mesa larguísimo rato, sin tocar la comida que tenía ante sí, sin mirar nada en concreto y con una extraña y fría mirada en sus ojos. Por fin, se le acercó tímidamente un camarero.
—¿Le pasa algo a su pato, capitán?
Marsh miró hacia el plato. El pato se había enfriado un poco y la grasa empezaba a solidificar a su alrededor.
—Ya no tengo hambre —dijo. Apartó el plato, pagó la cuenta y se fue.
Pasó la semana siguiente trabajando sobre sus libros de contabilidad, sumando las deudas. Después, llamó a Karl Framm.
—Ya no tiene sentido —le dijo Marsh—. Ya nunca podrá correr contra el
Eclipse
, aunque lo encuentre, que no lo encontraré. Estoy harto de buscar. Voy a llevar el
Reynolds
al tráfico del Missouri, Karl. Tengo que ganar un poco de dinero,
Framm se quedó mirándolo con expresión acusadora.
—No tengo licencia para el Missouri.
—Lo sé. Puede irse. De todos modos, merece un barco mejor que el
Reynolds
.